Thursday, August 23, 2012

La verdad y la belleza

El arte concierne a la verdad no solo esencialmente, sino absolutamente. Es otro nombre para designar a la verdad.

La ironía es una forma de tacto (qué palabra tan divertida). Es nuestro ponderado sentido de la proporción en la elección de formas para la encarnación de la belleza. Y la belleza está presente cuando la verdad ha descubierto la forma idónea.

Iris Murdoch

Sunday, August 19, 2012

La fiesta inmóvil (inicio)

El verano obedece a una ley: dura tres meses, marca la piel, jamás regresa. El verano arranca en la ventana de un hotel cuyos postigos permiten que el último rayo de luz sortee los visillos, el borde de la mesa, la lámpara, y acaricie la piel en los muslos de la joven después de la ducha. El agua fría ha refrescado los treinta y nueve grados ambiente, ahora ella prepara la valija. De la mesa de noche toma los dos biberones ingleses, regalo del padre para el nieto, y los coloca en el compartimento interior de su bolso junto con un paquete de pañuelos húmedos. Aún desnuda, dobla las toallas del hotel mientras mira al niño dormido en la cuna y presiente el aleteo de una gaviota. El reloj digital anuncia las siete: Adriana se coloca el pijama de dos piezas, un blusón sin mangas con pantaloncillos de gasa, percibe en un punto indefinido entre el corazón y el estómago el temor de cualquier día antes de ir a la cama, el miedo a capturar un sueño reparador que no exceda la hora de partir. Enciende un cigarrillo en el balcón —es el noveno piso, una ciudad sin amor se extiende a sus pies— y escucha el mar que se agita a un par de manzanas, aunque ella sepa que se trata de un extranjero a su nariz educada entre árboles de altura —ciruelos, fresnos, castaños—, ajena por completo a la plenitud del mar. Se trata de una mujer buena, una mujer educada en el amor, una mujer unilateral, es decir, un ser susceptible a la dureza, el engaño y el rencor. Adriana es la mujer que podría repetir una y otra vez, “creo en la familia, soy una mujer de familia”, y apretar la colilla en el borde del alféizar, cerrar los postigos con cuidado y abandonarse en la impostura de una de esas series de televisión que hoy en día todo el mundo ve para sentirse más perspicaz, inteligente y cultivado de lo que en realidad es. Cerrar los ojos —es lo que hace Adriana—, cerrarlos con miedo a quedarse dormida, es un doble sufrimiento a causa del escaso y evasivo sueño y por el avión quizá perdido. Confía en la alarma de su teléfono celular y en su reloj interior que, a pesar de la temperatura de esa noche, nunca ha fallado. Cobija al bebé, hasta el mentón. Se despoja de las mantas moviendo las piernas y deja al descubierto su cuerpo aún joven y por completo deseable.
Oscar coloca el aparato telefónico sobre la mesa de noche con la esperanza de dormir unas horas (...)

Tuesday, August 07, 2012

Sountrack III, Summers: Summer Son, Texas


El inicio

Lo llamaban Liver Lips y a él le gustaba. Pensaba que la mañana del martes era similar, idéntica, a la del jueves pasado y que el próximo domingo sería otro martes. Observaba por la ventana la iglesia de piedra convertida en cosa vieja que solo servía para llamar a misa a las seis de la tarde, con sus campanadas pesadas e insólitas que tomaban desprevenidos a todos en el edificio. En las cúpulas veía dibujarse el rostro de los amigos que le ofrecieron su mano, sus oídos, su fama y sus copas para hacer de él un hombre con porvenir. Pero ahora estaba seguro de que el porvenir no es algo que se construye, como el pasado le había enseñado a través de los padres, la escuela y la mala fortuna, sino algo que se pierde, que uno está condenado a recibir como se recibe una arruga en la frente o un cabello blanco en la sien. Los veía a todos juntos, aves de rapiña encaramadas en las cúpulas, sonriéndole, riéndose de él o gastando una broma secreta como hacen los burócratas en los pasillos de los ministerios. Veía la risa del uno sin oírla, sus dientes picados por la nicotina, su andar inquieto de niño que nunca creció y lastra su cuerpo de adulto hasta el ridículo, ridículo que clavan los otros en su espalda a traición, acto con que lo construyen y otorgan sentido. Eso es un hombre, piensa Liver Lips, el tramado y la urdimbre que los otros tejen cada día sobre los poros de quien miran y a quien, a fin de cuentas, compadecen. Eso es un hombre, piensa, la compasión o el desprecio de los otros, y observa con desesperanza el perfil del tordo, su amigo, fatigado hasta la destrucción por intentar llevar al extremo afanes que a nadie importan más que para el prestigio y privilegio, es decir, para la consumación de la vanidad de uno mismo. La tarde ha sido un ir y venir de gentes enloquecidas a causa de papeles que se han perdido y folios que confunden sus números en la inoperancia de sus acólitos, en las manos de sus secretarias, en la implacabilidad del olvido. La tarde ha sido una confusa sucesión de llamadas al teléfono celular y la acumulación de unas pistas que permitan enfrentar el acoso de los otros, los que, sin decirlo, le han concedido el dudoso título de hombre ridículo. La noche va convirtiéndose en las manos de estos hombres y estas mujeres que luchan por los hijos que van al colegio, por las esposas solitarias en las casas, desesperadas y ansiosas, por los créditos que esperan en las mesas de los bancos para pagar las viviendas recién adquiridas, por la silla tumbona que a un esposo se le antojó un domingo por la tarde al pasar frente a la vitrina de un mall, por la resolución de un conflicto —una boda, un divorcio—, por la mujer que espera, recostada sobre el lecho con un Marlboro en la mano, la llegada del hombre al escondite, por la paz de una tía siempre enferma, por la combustión de un motor que espera en la vitrina de exhibición de una tienda, por la curación de un hijo que ha caído y está en cama, la noche va convirtiéndose en las manos de estos hombres y estas mujeres en un intento por huir de sí mismos, cuál constituye el sentido de los hombres en las ciudades y en los puertos: hundirse en el resto para escapar de la soledad.

Thursday, August 02, 2012

El sentir del sinsentido

La caída de las tardes, la sucesión de los amaneceres, la espera de las mañanas, el timbre de los teléfonos que anuncian el porvenir y el riesgo, la construcción de los retos inútiles ­—todos los son—, el cepillarse los dientes con frenesí desde el calcio antiguo y temprano que se consolida hasta mancharse y destruirse, la mujer en la pared que recoge las cartas, los clips, el papel, los teléfonos celulares, las tarjetas de presentación del hombre que dice ser su patrón, el tronco que emerge entre las piernas de él cuando despierta, su humor variable, alentado por lo que debe y ha aprendido a callar, su indiferente violencia, sus gritos detonados y aun los sordos, la paciencia de su esposa, la dulzura de su mano en la nuca de los hijos, su resignación ante lo imposible y la lucha que no se apaga, su intento por cambiarlo, amoldarlo, por hacerlo a su medida, el sonido del reloj que subraya la persistencia de días crueles, impenitentes, agresivos, difusos, torpes, redondos, como torpe y redonda es la vida cuyo único sentido consiste en terminar atrapada en una novela, algo matemáticamente perfectible, el ser capturada entre papeles que la redondean con pulidos bordes que han de enseñarnos que es preciso vivir lo más alto y más bajo, relojes de la derrota, para capturar ese caos y encerrarlo en una jaula, entre páginas. No cabe decir más, hay que vivirlo todo, el único sentido de una existencia razonable y trascendente acaso sea el recuerdo del patio trasero de la casa, el de la arena y las gallinas bañadas por el sol, el patio del tanque oxidado en la memoria, la puerta trasera. La página, el recuerdo, una puerta. El sentido si uno respira. El sentir del sinsentido.