Thursday, August 02, 2012
El sentir del sinsentido
La caída de las tardes, la sucesión de los amaneceres, la espera de las mañanas,
el timbre de los teléfonos que anuncian el porvenir y el riesgo, la
construcción de los retos inútiles —todos los son—, el cepillarse los dientes
con frenesí desde el calcio antiguo y temprano que se consolida hasta mancharse
y destruirse, la mujer en la pared que recoge las cartas, los clips, el papel,
los teléfonos celulares, las tarjetas de presentación del hombre que dice ser
su patrón, el tronco que emerge entre las piernas de él cuando despierta, su
humor variable, alentado por lo que debe y ha aprendido a callar, su indiferente
violencia, sus gritos detonados y aun los sordos, la paciencia de su esposa, la
dulzura de su mano en la nuca de los hijos, su resignación ante lo imposible y la
lucha que no se apaga, su intento por cambiarlo, amoldarlo, por hacerlo a su
medida, el sonido del reloj que subraya la persistencia de días crueles,
impenitentes, agresivos, difusos, torpes, redondos, como torpe y redonda es la
vida cuyo único sentido consiste en terminar atrapada en una novela, algo
matemáticamente perfectible, el ser capturada entre papeles que la redondean con
pulidos bordes que han de enseñarnos que es preciso vivir lo más alto y más bajo,
relojes de la derrota, para capturar ese caos y encerrarlo en una jaula, entre páginas.
No cabe decir más, hay que vivirlo todo, el único sentido de una existencia
razonable y trascendente acaso sea el recuerdo del patio trasero de la casa, el
de la arena y las gallinas bañadas por el sol, el patio del tanque oxidado en
la memoria, la puerta trasera. La página, el recuerdo, una puerta. El sentido
si uno respira. El sentir del sinsentido.
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