Monday, October 27, 2008

YO, FRANCO. Sobre la necesidad de las cartas (II)

Ansiosos, veloces, derrotados, los mensajes se disfrazan mejor que una carta antigua, como si acudieran a una cita amorosa: mientras más hambre de abandono y deseo, con artificio mayor se comportan. De esta manera corren con el apremio y la formalidad de una esquela y amenazan con el terror de los anónimos. Falsos por una cara, intimidan con la otra. Retratan con atino este mundo, su necesidad, su carencia.

(Las cartas antiguas no envolvían mejores augurios, atendieron, simplemente, otra llenura: sortearon la soledad en el siglo de la distancia. Esa lejanía hoy se ha quebrado, uno puede hablar con quien le plazca, aunque yo no confíe en ti ni tú en él.

Ay, el vacío, ay, la centuria: enferma de necesidad no reniega de su engreimiento).

Gracias a su doble carácter, la súplica y el telegrama intentan revelar con desespero qué o quiénes hablan por detrás. No la verdad, no el secreto, lo que piensan ser o están siendo. No procuran, como intentaban las cartas, descubrir a sus firmantes, identificarlos. Los telegramas hablan, las cartas escuchan.

Los telegramas se extravían en la realidad, en medio del murmullo imparable de los que se descubren y oxigenan. Se funden en el anonimato de la red, pisoteados unos por otros, unos locos más que los otros intentando marcar su huella. Atentaban las cartas contra la realidad, tentaban la trasgresión, la reescribían mediante el lance del amor o el decreto de la guerra, la provocaban. La extraviaban, no se hundían en ella.

Por ello, quizá, se tomaban menos en serio a sí mismas, las cartas. No seguían el flujo de la vida, la necesidad y el trabajo, caminaban bajo vientos distintos, caminaban en el retiro. Eran escritas para matar el tiempo, conjuraban el día y divagaban. No habitaban la morada del tedio. Por el contrario los telegramas huyen de la vida y su pretexto. Afirman el tedio, son terapias.

Se escriben, luego, en la rutina de una oficina, frente a una pantalla y en ágora. Son rasgados en la distracción, a contracorriente del silencio, la meditación y el retiro. Ahí se fragmenta y tartamudea, ahí adelanta un paso el ego, ahí se escurre el bulto.

Bien escurrido, el mensaje apunta a nadie, a parte alguna. Va a parar, penosamente, sobre un muro derruido. Se desparraman sus letras en la superficie y el orden rueda hecho añicos. Sin composición, sin cavilación, apenas orden. No llega a su destinatario el mensaje de los telegramas. Lacan, quien sostenía que un mensaje inconsciente bien dirigido al inconsciente de otro le llega necesariamente, no contemplaba la consagración de lo ordinario, el sudor de lo dicho.

Queda por escribir esto: el escritor fracasado dobló la esquina y desapareció. Yo rasgo las servilletas y las guardo en mi bolsillo. En casa el orden retornará. Volverá con la necesidad de las palabras y la casualidad de las cosas, retornará con la necesidad de las cartas. —

Monday, October 20, 2008

Fleur, Ingeborg Bachmann

YO, FRANCO. Sobre la necesidad de las cartas

«Sobre el escritorio del doctor la encontré, me llevé la revista y leí tu artículo sobre Thomas Bernhard. Como es habitual, no estoy de acuerdo: el artista procura el silencio, nunca el sonido. Así sucede con Walser, con Frisch, con la poesía, en eso se afanan Bernhard e Inge Bachmann». Mientras Franco lee este mail, una lancha altera con su tórrido desgano los lechuguines del Guayas y yo me tomo una cerveza. La espesura del cielo gris desaparece cuando el brillo del sol conquista el horizonte hasta morir tras una isla. Como para el habitante de cualquier puerto, las aletas de mi nariz son inmunes al hedor del malecón, al sudor de los cuerpos, al humor que asciende desde la tripa. La necesidad de las cartas. Flora ha enviado a Franco otro de una serie de mails sobre el tema de la palabra y el silencio. Citó nuevamente a Nietzsche (“en todo hablar hay una pizca de desprecio. El lenguaje, parece, ha sido inventado solo para decir lo ordinario”), hizo un send y se ha excusado de la necesidad de tomar el teléfono y hablarle, se eximió de dar la cara exponiéndose a la verdad. Retorna la escritura con esta arma, anónima, hasta para quien ha retenido el sudor del cuerpo después de una cama, hasta para quien conserva el olor juvenil del deseo. Son telegramas, mensajes que atienden a lo inmediato, a la urgencia de notificación. Eso es: son notificaciones. Un anciano de barba blanca y cotona atraviesa el malecón, agobiado por un tiempo que no le permitió ser lo que él quiso y solo le ha dejado la injuria y la inquina. Se percibe en su modo de llevar el bastón, se sabe que el escritor barbudo ha de odiar. Mientras se aleja y observo el ondular de sus bastas, pienso en las diferencias, en las peculiaridades: si a una carta escrita a mano corresponde un mundo de esperanza (el despertar de un amorío, la venganza inminente, la insalvable llamada al frente), a una de esas que aparecen en la pantalla de una máquina ha de corresponderle uno de espera: la distancia entre la ansiedad y lo promisorio, la peculiaridad de lo inminente y lo posible. A partir de ello intento liar una secuencia: en el mundo antiguo uno escribía cartas con la ilusión de que un suceso o una llamada trastornase el orden de las cosas, por el contrario, cuando uno envía un mail, no parece albergar ilusión mayor, parece ser que las cosas no podrán ser alteradas por un suceso dicho en unas frases apenas, y que soñar ya no es posible porque la velocidad constituye una interpretación de la derrota. Así tenemos que en aquel mundo, lento y ya extinguido, uno aguardaba pacientemente la llegada del papel, oía los nudillos del cartero y su apacible ritual (bocina del triciclo, paquete de envío, esperanza del nombre, extravío siempre acechante), mientras en este mundo uno desencripta su máquina hastiado, y halla lo que supone ya, lo que imagina. Si ocurre así, pienso (y lo escribo en pedazos de servilletas de papel), los vocablos previsibles e imaginados anticipan solamente un encanto, la acumulación, uno y otro sepultados en sus mazmorras electrónicas, uno detrás de otro abandonados al olvido, curiosidad solo de una notificación de futuro. El resto verdaderamente importante, aquellos mensajes ardientemente esperados (no el telegrama, no la súplica) se atesoraban en un breve arcón, entre las páginas de un libro, al costado de una almohada o en un paquete atado con cinta. Conformaban de ese modo un tesoro.

Tuesday, October 14, 2008

Carvajal

Simulacro de la escarcha
en el día soleado,
mapa de un cielo de estrellas
albas y enanas, o un firmamento
que apenas se sostiene
de las cuerdas mecidas
por un rumor de niños que se alejan.
Las flores del cerezo
copan el cuadro de la ventana.

I

La ofrenda del cerezo, Carvajal

Wednesday, October 08, 2008

YO, FRANCO. La necesidad de las cartas

Reza el anuario del colegio Stella Maris: «Rodolfo Parra, aula del 68. Aptitud para la oratoria y el método socrático. Escribe versos desde niño. Muy buen dibujante y caricaturista. Carrera proyectada: derecho. “Quiero defender a los pobres y a los presos de conciencia”. Personaje: Malcolm X. Se augura éxito».

«Estimado Genaro Franco: Con satisfacción le comunicamos que aprobamos su carta y usted ha sido admitido en la Escuela de Aviadores del Sur del Estado. Para la incorporación deberá enviarnos sus señas personales, los números de carné de identidad y afiliación social y un código de nueve dígitos. Este código servirá para el acceso a nuestras instalaciones y para la práctica de ensayos. Le rogamos memorizarlo y no difundirlo. De acuerdo con su comunicación lo esperamos el 17 de febrero. En el formulario la descripción de los efectos personales requeridos…»

«Despacho para la hija del señor Descalzi: dos suéteres ingleses de cachemira XS, vestido de coctel de Yves Saint Laurent número 2, tres pantalones a cuadros N°. veintidós, un pañuelo de cuello Chanel color celeste. Total: nueve mil quinientos cuarenta sucres. Seña: Srta. Flora Descalzi, Riobamba»

Retorna la escritura:

«…leí el artículo sobre Naipaul, Antigualla. Como siempre no estoy de acuerdo: no se intenta el sonido, el artista procura el silencio. Como Walser, como Buzzatti, como la poesía. En eso se afana Naipaul, en eso Marguerite Duras e Ingeborg Bachmann. En eso, Franco, antigualla. Por lo demás todo bien, como siempre».

¿Para qué hablar si uno puede escribir? No es preciso dar la cara, solo un send y ya está.

Rodolfo que ha devenido en Rod vaga ahora por los muelles. Bebió dos botellas de Pilsener mientras miraba el agua de la ría. En pedazos de servilletas ha escrito parejas antitéticas, mirado la luna, hecho un rollo, gran sorbo de cerveza, y guardado los papeles en los bolsillos abombados de la americana amarilla. Vagó un par de horas por los muelles y camina a su casa en el barrio del Centenario. Los gatos se repliegan cuando Rod mete la llave en la cerradura. No enciende las luces, se tiende sobre el brazo acolchado del sofá (sofá de hierro y espuma), toma el aparato y marca el número. “¿Me escuchas, Flora, me escuchas, tú?”

Su clave es “dimenticareericominciarecelentano”. ¿El proveedor?… estupideces. Franco mira su correo. Mensaje de Flora: “…leí el artículo sobre Naipaul, Antigualla. Como siempre no…” Se apresta a leer, a verlo.

Wednesday, October 01, 2008

El polvo y los elementos

Luz silenciosa, de Carlos Reygadas

Utilicemos, para el caso, la absurda hipótesis de que allí donde haya una obra de arte, una película o un libro, una historia debe ser contada. Pensemos, por otro lado, en la hipótesis de que una obra debe contar apenas nada, ocultar lo que puede ser referido, retenerlo con el fin de no decir acerca de lo evidente si no sobre sus sucedáneos. Pensemos en lo uno y en lo otro mientras contemplamos Luz silenciosa (Stellet Licht, 2006) en la oscuridad. ¿Cuál su historia? ¿El adulterio, una muerte de amor y sufrimiento? ¿El estudio de una comunidad, la menonita, en Chihuahua, México? Esto último también aunque no sea a todos evidente, aquello indiscutiblemente. ¿Sirven de algo estas razones a la hora de interpretar una película, debemos aplicarnos en ésas, sus historias sencillas, simples hasta la insulsez?

Antes de otras conjeturas, la pregunta de fondo: ¿qué ha ocurrido con la manufactura clásica del cine contemporáneo que le aparecen aquí y allá bombas que tratan de saltar su canon por el aire? ¿Qué omite la narrativa amena, rápida y de efecto de aquello que al hombre preocupa y corroe, y que el cine aún puede recoger? ¿Cuál la explicación de una propuesta extrema al punto de detener el plano y congelarlo, de atender a los elementos a la par que al hombre, engarzados con el hombre, de atentar contra la palabra hasta callarla, de dinamitar la narrativa del cine para devolverlo a su origen y prehistoria, la pintura? ¿Qué se escapa al espectáculo que solo el arte puede decir a través de una pantalla?

Allá, en el primer párrafo uno que puede ser un buen verbo: contemplar. Lo ha dicho ya el crítico mexicano Rafael Lemus acerca de Luz silenciosa, “como una pintura de gran formato, no exige ser vista sino contemplada”, y de ese modo podemos contemplar los elementos y la mecánica del mundo, los oficios del amor y la naturaleza, contemplar el silencio y el dolor, contemplar la muerte. Detener el vértigo de la Tierra y admirar la entrada de las reses al ordeño, la máquina trilladora del maíz en su desgaste, el anonimato inútil y definitivo de una flor, el trabajo del hombre y su producto, el motor, la caída de una hoja de cedro rojo en la escena de los amantes, admirar la nieve en su cegadora esplendidez. Retornar a los elementos de los que nos hemos venido alejando irremediablemente a causa de la ansiedad. Más que observar el dolor humano, admirarlo. Admirar el dolor como se admira la proporción de un edificio antiguo, como se admira un amanecer o la luz en La lección de música. Retornar al polvo que sufre y observarlo.

¿Para qué contar una historia, entonces, para qué hilar una trama si con un plano o una lentitud el mundo puede ser dicho? ¿Para qué apelar a la palabra y al movimiento si aquello que requiere la conciliación entre la naturaleza y el sufrimiento es la muda exposición de los objetos con el fin de atrapar su alma? ¿Por qué atender a la manufactura si la pena contemporánea clama por una cura primigenia, elemental, un encuadre estético y piadoso desprovisto de inocencia, despojado de todo resabio narrativo y técnico para decir con naturalidad el polvo y los elementos? A éste, un encuadre que transcribe conscientemente otros como Dreyer y Antonioni para huir del preciosismo y crear un lenguaje, lo que le importa es el fin y para ello ha hecho de los medios su fin.

¿Reviste importancia que esta película sea la imagen de una comunidad o de un amorío? Más importante una coma, un período, más importante el tiempo verbal. Más importante la luz que, silenciosa, ingresa por una ventana. —