Friday, September 30, 2011

La investigación literaria como relato policial

Presentación de Cuadernos "A pie de página" 3: Gonzalo Zaldumbide (editor Gustavo Salazar)

Hace un par de semanas Gustavo me invitó a presentar este trabajo y yo leía un afortunado ensayo de Hugo Hiriart sobre Alfonso Reyes y su poca suerte ante la posteridad literaria. En ese extenso y minucioso artículo, el mexicano Hiriart sospecha que la razón por la cual Reyes no perdura en la memoria de nuestros contemporáneos obedece a que su genio está desperdigado en una obra acaso demasiado amplia, diseminadas sus obsesiones en una variedad de temas entre los cuales se mueve con una actitud generosa, aunque nunca próxima a la sentencia o la arbitrariedad. Ocurre que Reyes rebosa simpatía con su interlocutor y jamás emite dictamen: gentil siempre, siempre buen tertuliano, Reyes es el buen entendedor; ante todo, un intelectual diplomático. La desgracia que no le ha permitido sostenerse en el panteón —o en el canon si se prefiere—, sostiene Hiriart, es no haber dado con un libro emblemático que identificara su genio ante las generaciones posteriores y conectara su refinado estilo con la trascendencia. No existe ese volumen del Reyes esencial como sí podemos encontrar un Borges condensado, compacto, representativo, en las páginas de El Aleph o de Otras inquisiciones, no encontramos ese Reyes primordial en Visión de Anahuác, Retratos reales e imaginarios o en México en una nuez. Por ello, lamenta Hiriart, es arduo, si no imposible, recomendar su lectura a un extranjero a la lengua española, a causa de la ausencia de un Reyes cristalizado en libro. Queda, entonces, al amante de su obra recomendar leerla entera si es preciso formarse una idea sobre ella.

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No he leído la obra entera de Gonzalo Zaldumbide, pero sí me he movido con deleite a través de sus Páginas, en particular aquellas dedicadas a Rodó, las Vicisitudes del descastamiento (reflexiones éstas, indispensables para quien, siendo escritor en estas tierras o queriendo serlo, emprenda la aventura europea y deba pagar peaje a causa de su empeño), su Significado de España en América, las cartas seleccionadas por Gustavo y Efraín Villacís y por otros derroteros. Ahora llega este opúsculo editado y comentado por Gustavo Salazar, acerca del cual debo decir que se trata de un estupendo pórtico a la obra de Zaldumbide, dado sus hallazgos críticos y la valiosa correspondencia del escritor con sus pares, recogida con parsimonia e inteligente habilidad. Esto no puede dejar indiferente al lector más joven: Zaldumbide dialoga con los grandes de su tiempo y ellos invariablemente reconocen penetración, brillantez y elegancia en los ensayos críticos del ecuatoriano. De Alfonso Reyes a César Vallejo, de José Enrique Rodó a Jaime Torres Bodet pasando por Gabriela Mistral, Rafael Cansinos Assens, José Vasconcelos o Julio Torri, y por supuesto, Alfredo Gangotena, Gonzalo Escudero y Benjamín Carrión, vemos a Zaldumbide moverse como pez en el agua por los territorios de la creación y la opinión literaria en la primera mitad del siglo XX. Este hecho, la consumación de un verdadero cosmopolitismo, actitud que no admite peajes para la inteligencia literaria, interesa por sí solo y da fe de un espíritu de alto roce intelectual. Su soltura y talento para la conversación y su vocación crítica hacen de Zaldumbide una figura importante para el lector contemporáneo. En este sentido, Zaldumbide es el feliz interlocutor de nuestro genial conversador proscrito del Olimpo, Alfonso Reyes. Así, como ocurriese en el París de los años veinte y treinta del siglo XX, don Alfonso y don Gonzalo se dan la mano.

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Hará un par de meses que adquirí un libro cuya versión cinematográfica siempre me inquietó: El inocente de Gabriele D’Annunzio. Lo leí y constaté que la malsana voluptuosidad de la cinta dirigida por Luchino Visconti habita ya en los rincones de la novela de D’Annunzio. Quedé sobrecogido por la coincidencia de factores malditos, románticamente malditos, entre el film que había visto por vez primera hace tiempo y la novela que acababa de leer.

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Tras la lectura del opúsculo de Gustavo sobre Gonzalo Zaldumbide, ha llamado mi atención, además de cierto contagioso brío en la prosa de quienes se dan cita en estas páginas, aparte de la exaltación y el rubor sanguíneo de unos personajes esperanzados, ajenos por completo al desánimo contemporáneo, ha llamado mi atención, digo, la definitiva unanimidad de esas voces críticas en contra del romanticismo y a favor de un clasicismo realista y objetivo. Todos los críticos citados en el opúsculo dan la bienvenida a un realismo al parecer necesario ofreciendo su peor cara al anticuado romanticismo: Pedro Henríquez Ureña, Ventura García Calderón, José Enrique Rodó son sorprendidos por el lector de estas páginas luchando contra el romanticismo de una forma acaso similar a como nos sorprendiéramos a nosotros mismos luchando, si el desdoblamiento fuera admitido, contra el cansado realismo de factura clásica cien años más tarde. Zaldumbide, por ejemplo, es taxativo a la hora de tomar partido por el “espíritu clásico”, “esa fuerte trabazón interior que encadena todas las partes de la obra haciendo de ella un todo sólido… El continuo criterio de perfección y de verdad puesto en todos los momentos. Racine…” Y aun es tajante con los clásicos españoles, que “no son tan clásicos verdaderamente” y en los que “se advierte… partes desprendidas, momentos de pura fantasía, de romanticismo…” Ventura García Calderón comparte la opinión de Zaldumbide cuando escribe “En la literatura española, como en la vida de su mejor ingenio, el Quijote parece el minuto de equilibrio entre un romanticismo sin médula y un realismo que podría ser soez”. Sin embargo, sospecho que detrás de estas invectivas contra el modo de ser anterior del discurso literario se esconde una valoración implícita: si algo dejó el romanticismo a los modernos sin duda ello fue la espontaneidad y el atesoramiento del genio por sobre la fijeza y el control inherentes a la forma clásica. Creo oír un latido desganado y aprensivo cuando Zaldumbide escribe “momentos de pura fantasía”, “de romanticismo” o cuando García Calderón gime a causa de ese “romanticismo sin médula”. Naturalmente no es el momento ni el espacio para desentrañar, ni siquiera formular intrincados problemas que atañen a la naturaleza misma de las formas artísticas, menos cuando estamos aquí para presentar y recibir el opúsculo de Gustavo Salazar. Solo me permitiré recordar algo, la distinción que trazaba Borges entre el lenguaje expresivo de los románticos y el no expresivo correspondiente a los clásicos. Solo me permitiré pensar que pudiese ser una antesala para leer al Zaldumbide de las Páginas y de los depurados ensayos críticos, pero también para leer o releer Égloga trágica, su novela publicada en fecha tan tardía como 1956.

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No menos asombro que este apunte sobre románticos y clásicos me ha causado el hecho de que Zaldumbide haya dedicado un volumen entero al examen de la obra del autor de El Inocente, novela maldita que recientemente he leído, La evolución de Gabriele D’Annunzio. Enterarme de la existencia de este libro a través del folleto de Gustavo Salazar, me ha provocado escalofríos y ansiedad por encontrar el volumen y devorarlo. Saber de la existencia de La evolución de Gabriele D’Annunzio de Gonzalo Zaldumbide, autor a quien conozco y he leído fragmentariamente, me inquieta y, por qué no decirlo, me llena de temor. Porque el enlazamiento, la relación entre unas cosas y otras, corresponde, va correspondiendo, al campo del azar y la contingencia que son, por fuerza, misteriosos y dignos de respeto. El caso del romanticismo, por ejemplo: venía yo empapándome acerca de este tema hace un lustro y encuentro ahora pistas en el folleto de Gustavo sobre que apenas hace cien años considerarse abiertamente romántico en un tiempo de ánimo crispado y transición era similar a hoy en día declararse un realista social, es decir, algo descabellado que puede ser hilarante. Y es que, debo decirlo, las formas son históricas y las formas literarias lo son, tienen vida, correspondencia con las necesidades del espíritu humano y advierten un declive, su desvanecimiento. Sin embargo, y esto es lo más interesante y curioso, esas formas no se extinguen de raíz sino que, en ocasiones, habitan un cuerpo que ya muestra otro aspecto. A esto me refería cuando propuse una entrada para leer a Gonzalo Zaldumbide, a partir de lo expresivo de quien se declara romántico o desde lo contenido de quien opta por lo clásico. La trama de Égloga trágica, por ejemplo, es evidentemente romántica, romántica a la manera de Chateaubriand o de Nerval, pero el trabajo de cristalería que el narrador realiza lucha por controlar el desbocado despliegue al que su trama convoca, a sus “partes desprendidas”, sus “momentos de pura fantasía”, al “romanticismo” implícito. Paradójico aparentemente puede resultar entonces que en sus ensayos Zaldumbide sea el contradictor del Zaldumbide novelista: en la arena de la crítica propendió a controlar la exaltación del entusiasta, a la manera de los clásicos, a no dejarse llevar por un temperamento febril (como lo haría, como lo hizo, Benjamín Carrión, por ejemplo) que, a la postre, lo llevara a sumergirse en una chata condescendencia. El Zaldumbide ensayista sabe bien distinguir el entusiasmo con que se lee y se examina, distinguirlo de la exaltación afiebrada. Su temperamento reflexivo sin lugar a dudas podría situarlo en el centro del canon nativo pero, de la misma manera que ocurriera con su colega en la diplomacia y en la pluma, Alfonso Reyes, su pasión por el estilo, por la cordialidad en la expresión y la naturaleza persuasiva y la hechicería de las ideas no le permitieron dar con un libro representativo que pudiera descansar en la refulgente estantería de ese canon. Zaldumbide, al igual que Reyes, creo, ha sido lamentablemente despreciado por la perduración literaria.

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Esta edición dedicada al hombre y al artista aparecida en 2010 en Madrid que nos llega vestida de folleto, me entusiasma a la hora de perseguir quimeras como éstas, definiciones posibles de literatura como la de Zaldumbide. Lo importante es que un librito como el que esta noche se presenta, quijotesco y necesario como son los libros auténticos, más allá de su erudición y aparato, conjuga la dosis de azar y coincidencia que industrias como aquella de definir y esclarecer literaturas admite, aunque fuera a regañadientes. Ojalá que la investigación literaria fuese concebida no solo como el testimonio de tradiciones de lectura y escritura sino como una urdimbre tejida al modo de un relato policial, como parece que a Gustavo agrada investigar y combinar el dato. No puede uno ante tal pericia sino dejarse conducir por los vericuetos de la verdad literaria que, como se sabe, es siempre relativa y dependiente del ojo que avista a través de la cerradura. Una verdad que, como se desprende de la pesquisa que esconde la investigación literaria, no es más que una simple y llana posibilidad. —

Septiembre 2011

Friday, September 02, 2011