Tuesday, July 29, 2008

La calabaza del verano

Joseph Brodsky ha recordado el olor de algas congelándose como el olor de su infancia, del mismo modo que Steiner ha rememorado el sonido de la lluvia y aquel «ir y venir de ratones en el tejado» cuando era niño. Recuerdo esto a la hora de poner sobre el papel el hallazgo de una calabaza. No se trataba, claro, de una calabaza cualquiera igual que no fue aquella una época cualquiera. Mis padres y yo dejábamos la ciudad en compañía de una pareja amiga, a bordo de un viejo auto café con volante de camión que apenas ocultaba la inscripción Rambler colocada en el centro del panel. No sabría decir quién guiaba el coche ni porqué habíamos decidido emprender el paseo, solo sé que yo tenía nueve años e iba en compañía de un amigo de escuela, único hijo varón de la pareja cuyo padre había sido amigo de infancia de mi propio padre exactamente a la edad que yo era amigo del hijo. Venía además con nosotros su hermana menor y también mi hermana. No más llegar al pueblo percibí la atmósfera polvorienta y apacible de los lugares en los que no ocurre nada, esa quietud casi inmóvil propia de la pereza y el desgano en la que parece que el polvo se hubiese detenido y quedado ahí, estático, mientras la gente está obligada a caminar a través de él sin cambiarlo. Sé que tomamos las bicicletas, las montamos y nos hicimos al horizonte; yo controlaba el manubrio con dificultad y sin mucha pericia y sufrí las consecuencias. Naturalmente era verano, olía a polvo y maíz, los padres se habían confinado en la casa para comer y beber, y la huerta había quedado al completo nuestra igual que los caminos serpenteantes del pueblo. Una vez hubimos abandonado las bicicletas en el porche de la casa, cruzamos el pasillo que la cortaba en dos para adentramos en la huerta sembrada de maíz en la parte trasera. Yo, que nunca había visto el maíz, descubrí las hojas verdes, largas y quebradas que asemejan opacos bumeranes protectores del fruto, una mazorca castaña y amarilla llena de granos. Entre las plantas, los dueños de la casa habían trazado angostos senderos a través de los cuales corríamos ahora a nuestras anchas. El juego consistía en extraviarse en la huerta y ser descubierto por los otros en pocos minutos. La clave de los perseguidores era memorizar el camino para no quedar abandonados a su suerte, extraviados en medio del sembrío. Cuando me tocó, no pasaron muchos minutos hasta ser descubierto igual que pasó después con mi amigo, que no parecía muy experto en este tipo de ocultamientos y juegos. Mas cuando toca el turno a la hermana —la mía había decidido no tomar parte en el juego y permanecía con los adultos— de inmediato ella demuestra con un ademán ser muy diestra en el juego y lo confirma con un paso altivo que de inmediato despierta en mí un sentimiento similar al odio. Son dos ya las veces en que tropiezo en este improvisado dédalo con el rostro de mi amigo e intercambiamos miradas desconcertadas y compartimos bocas jadeantes, pero no hay rastro de ella. Me interno nuevamente en los senderos y escojo otro camino por debajo de las ramas más altas, hasta que los tallos verdes y las mazorcas amarillas dan paso a plantas solamente amarillas, viejas, secas y marchitas. Como voy a la carrera, me sujeto de los tallos a fin de no caer víctima del impulso cuando deba tomar una curva. Es una de esas ocasiones: me sujeto con fuerza y de pronto encuentro, en medio de un desértico y breve descampado aparecido de la nada, una calabaza abierta como el vientre de un can muerto, la corteza de un tono próximo al rojo, la pulpa de un olor dulzón que contamina el aire con su náusea. La calabaza ha sido abandonada por sus raíces, y su entraña es ahora un jarabe lleno de pústulas como adolescentes granos de la naturaleza. Me detengo a raya casi al borde de embestirla y caer sobre el néctar podrido, con la mano pegada en la rama, los ojos desmesurados, siniestros, me doy vuelta y deshago la senda. Rodeo ahora la huerta, rodeos y más rodeos, hasta que al cabo descanso con el fin de aplacar mi jadeo cada vez más intenso. Cuando me siento a la vera, observo que mi amigo ha dejado el dédalo hace tiempo, vencido por el brillo y la pericia de su hermana. Ambos respiramos con agitación hasta que el sol toca su punto más bajo en el horizonte y la atmósfera adquiere un color violáceo, quizá mortecino, quizá sombrío. Nos quedamos ahí sin decirnos nada uno al otro, por la vergüenza tal vez, o la fatiga. A la final entramos en casa a través del pasillo y aguardamos en la habitación que nuestros padres han dispuesto para que pasemos la noche pues ellos han decidido consumirla entre risas y anisados. Sentados sobre la cama, cambiamos ya el tema, nos echamos a hablar de los juegos y las series de tevé, pero cuando la boca de mi amigo está diciendo “Zafiro” y la mía “Cachito”, la observamos entrar, tranquila y altiva, los pantalones azules vaqueros de costuras blancas y gruesas, la blusa nítida, los botines de cuero y la melena negra y perfecta. «¿No juegan ya, cobardes?», dice, y en el acto el corazón se me estruja sumido en un sentimiento difuso, apremiante. «No», digo secamente sin mirarla, la cabeza fija en la pared, «jugamos a las cartas». «Entonces juguemos», dice ella, mientras toma la baraja para repartirla, cinco cartas a cada uno dispuestas sobre una manta que recuerda cómo un caballo mocho con la brida calma concluye su labor. La niña ofrece las cartas y el verano continúa, amarillo, feroz, indiferente, ratones sobre el tejado, algas congeladas, hasta que el viejo año toca su fin y trae de la mano otro, uno llamado nuevo. —

Sunday, July 27, 2008

YO, FRANCO. Látigos

I

El dentista y sus audacias: a velocidad extrema un tubo lanza agua por la boca y raspa mis dientes hasta limpiarlos.

II

“Cada vez proliferan con más rapidez grupos que rinden culto a la idea de que el dolor es un instante, y su permanencia una representación”. Mario Bellatin.

III

El animal ha sido colgado de una cuerda atada al techo. Con cuchillo de cabo corto, el campesino empieza el tajo por el cuello y lo concluye en los testículos; observamos las vísceras cubiertas de una gelatina transparente y gruesa. Extraída la vejiga, el campesino trenza un nudo en el borde y la arroja sobre el fango, a través de la lluvia.

IV

Voy con el metal a todas partes. Sin embargo, una mañana en el autobús, un pedazo de carne aplastada y maloliente remplaza a los fierros. Aprieto la mandíbula con furia. Con la carne en la boca regreso de todo lugar. Hasta una noche en que los fierros y la carne se trenzan disputándose el trozo más grande, la cabeza, el corazón, la flama.

V

Como los celos o la locura, el dolor es vida dentro de otra. El dueño podría ser el notario.

VI

El tipo se acerca con algo brillante en la mano. Cuando está cerca me doy cuenta qué es, lo había visto: un formón como el que usaba el abuelo para abrir láminas de madera. La lámina de acero se hunde, siento la corriente de orines. Es un grito pesado, nueva sangre, nueva, escribo.

VII

El hombre de amor no entiende nada práctico, solo vive y ama en el dolor. Una mujerzuela confía en valorarlo pero en el fondo lo considera un niño, no más.

VIII

Oigo los pasos del verano en las hojas, el verano porteño, la señora que insta a tomar el tren, los voceadores de periódicos, los camiones de basura, el pan. Advierto que mis piernas no están, no están la mano ni el abdomen, solamente los pelos sobre el labio superior, la manzana de adán y las tetas. Escucho los pasos del verano a través del plástico y la radio que anuncia la desaparición y muerte del inmigrante. En el interior de la bolsa, sonrío.

IX

Él, irrefrenable en mí. La muerte lo purifique.

X

“Yo no recuerdo más que el rostro de un asesino…” Salvador Elizondo.

Monday, July 21, 2008

YO, FRANCO. Cartilla de los olores

Mientras estuve en el jardín de infantes, de tarde en tarde solía visitar una papelería cuyo dueño era un tipo canoso con cara de sapo que jamás sonreía y se convirtió para mí en la encarnación del temor. Aunque le temiese, siempre volvía a la papelería a ver y —si la fortuna me era propicia— a comprar lápices de colores, pegatinas, cola, lápices de punta suave, reglas, cinta adhesiva y una obsesión en particular: una pluma estilográfica. Recuerden que ello ocurría después de abandonar el salón de juegos del jardín de infantes que por lo general expedía un aroma a lápices de colores, a reglas y a pegamento aunque en alguna ocasión la descomposición de un huevo duro oculto en una lonchera contagiara el salón con su olor fétido que invariablemente condenaba a la vergüenza a su propietario.

Han pasado los años.

Tengo ahora un empleo detestable, ambiciones reprimidas, poco más de un duro. Veinticinco años, quizá menos. Necesito, no sé por qué, comprar un par de hojas a cuadros. Abro la puerta, de gancho, la mujer del mostrador, casi anciana, es de rostro severo pero afable. Sin embargo no me concentro en ella, reciben las ventanas de mi nariz el aroma a hojas nuevas, a tinta china, a plumas, rapidógrafos, pegatinas, a cola y lápices de colores. Soy muy pequeño ante al mostrador, no alcanzo a extender la mano y pagarle. Es una lástima ser tan minúsculo, tan adulto.

La nariz es la memoria, me propondré escribir. Alguien ya lo dijo, he olvidado también su nombre. Ahora huelo: huevos duros podridos —ah, ese olor tan sulfuroso— colonias baratas, brillantina, Glostora, espuma de afeitar aroma de limón, revistas húmedas en el baúl, pañales sucios, cieno podrido en el desagüe, el regazo de mi madre, lácteo y fértil, cebollas cocidas en la sartén, flatos de huevo duro, flatos de carne asada, flatos de empanadas de queso, flatos. La tierra mojada, ¿huele bien? El césped cortado estoy seguro apesta igual que el asfalto secándose, aunque hay quienes aman ese olor, mi esposa, por ejemplo.

Hombre que no olfatea no recuerda. No es posible, gracias a Dios. Podrás ser sordo, ciego, bruto, pero no podrás dejar de oler.

Desarrollo un sistema para evitar oler, contraigo las membranas de mi nariz que repulsan el olor. Mi madre no me cree, mi padre no me cree, nadie me cree. Corro sobre la tierra húmeda del patio, entre bidones oxidados y bloques de adobe, tan chiquito. Las gallinas hieden, sus alas mojadas, su excremento. Contraigo las membranas.

Si eres sordo, puedes pintar, colorear la imaginación. Si eres ciego y listo lo más probable es que filosofes, que alimentes el ojo interior que espía los secretos de las cosas. Si te sientas a la mesa observa el pescado cuidadosamente, sus agallas, su ojo estático sobre el plato. Tensiona las ventanas de la nariz, aspira, huele. Eres tú, hombre, artista, caída. Ese eres tú: pasado puro, pestilencia, hedor, fragancia.

Yo, huelo. —

LOS BORRACHOS: (10) Quevedo

Thursday, July 17, 2008

YO, FRANCO. El coprófago

Con el correr de los años, las tiras de cinta adhesiva se han desprendido y han ido adquiriendo un maquillaje cobrizo que, si lo miras de cerca, a distancia de una cuarta o menos, está compuesto por gránulos casi imperceptibles, una suerte de puntiaguda reserva de excremento de las paredes y el aire. Los bordes apenas adheridos a las ampollas que inflan las paredes aquí y allá, se enroscan como enfermedades de la piel del tiempo, marrones espirales tiesos en la punta, blandos en medio, ajados en todos los puntos, mientras el último cuelga desprendido de su objetivo y despelleja el yeso que cae pedazo por pedazo sobre el suelo. Lo primero en que uno fija la atención son las masas turgentes y oscuras coronadas por trozos de carne cruda y sangrante, la rotundez, el tamaño extremo, el brillo opaco que las cubre como grasa vacuna, mientras ella extravía su mirada en el horizonte, despreocupada, fingida, bajo la orden de mostrar esa despreocupación que, si incita al fotógrafo, tal vez incite al sujeto que la coloque como compañía. El resto se aprecia menos, el sudor de las paredes que ha convertido uno de los extremos en hostia amarillenta cuarteándose a cada respiración del verano o a cada golpe de la puerta, la superficie inferior abombada por el peso de las soledades, los colores prisioneros de una época a la que no pertenecen si no a un sueño antiguo, a una imaginación desgastada y traicionada por quienes creyeron en ella y son ahora, recuerdo, añoranza, repetida anécdota. Frente a la pared, la cama deshecha, las sábanas manchadas de día y de sol, el hombre tendido sobre ellas como un bulto que respira aparatosamente, la garganta congestionada por el tabaco y el frío, la cara hinchada a causa del insano sueño de día. Al pie de la cama, a su derecha, la botella de cristal rebosa un caldo amarillento, cálido, espumoso y espeso, que a esa hora atrae ya las moscas de los geranios, esas flores que huelen a jardín de vieja, a remisión y tardanza de la casa de una madre, las moscas que se arremolinan en el pico entusiasmadas por el caldo nuevo pero son repelidas por el sabor de la urea y huyen pronto en estampida. El ritmo ha sido igual hace mucho, desde que se hundió la posibilidad del recuerdo y fue muriendo la oportunidad de variación y sorpresa, un ir y venir de mañanas enterradas en el olvido, noches abstemias, solas, placenteras, y sueños mojados, sudorosos e inquietos que se asentaron desde que él supo, desde siempre, que no abandonaría jamás la pieza, desde que aceptó ser uno de aquellos que jamás encontrarán edad adulta porque vivirán hasta la muerte del capricho o hasta el cadáver de la madre. Ese instante no quedaron más que dos caminos, la estupidez o la maldad, aunque en ocasiones los dos senderos se unen y terminan confundiéndose uno con otro. Al pie de la cama, cerca del mediodía, la madre se inclina todos los días a recoger la botella que ella vaciará en el sifón mientras él aún duerme, recogerá las medias enrolladas, los calzoncillos mugrientos, las hojas de periódico arrugadas sobre el piso y se alejará entre las macetas de los geranios hasta que él retorne a casa, recoja la nueva botella del umbral en el corredor y se la beba mientras mira la pared —la anciana dormida en su cuarto— y empieza el crujido de los resortes y las patas de madera hasta expedir en quejidos que solo el sueño cancela con sudor y vaho. Al despertar a la oscuridad del alba —el tiempo idéntico, la infancia— sobre la comisura derecha o la izquierda, una línea de baba describirá la irrefrenable compulsión del hombre, su rabia, su alimento, una línea oscura, delgada, negra, marrón, verde, café, coloreada según él hubiese preferido la tarde, una fina, definitiva e imbécil línea de mierda. —

Tuesday, July 08, 2008

Kinski: la mirada del monstruo


Los gigantes ojos de Klaus Kinski, pupilas inyectadas de sangre, observan de soslayo, como si hasta encerrado en la jaula de una ciudad, nunca hubiese abandonado la selva a la que pertenece. Los ojos serpentinos, hinchados e indudablemente fieros, procuran la presa con atención a su movimiento mínimo, al despertar del vuelo de una mosca, de una mujer, del juez de una corte o el director de una película. La nariz algo torcida en la punta, brilla con la severidad del apéndice de un hombre viejo, aunque el Kinski de la foto no cuente más de cincuenta, es decir, no renguee—no lo hizo nunca—, una nariz que recoge por sus anchas aletas olor a hojas podridas en la jungla del Amazonas, olor a corazones hedientos en su encierro, olor a pubis tropical, oriental, negro. Entre los inmensos y obscenos labios que copiaría fielmente su hija centauro, Nastassia, el cigarrillo a medio consumir sugiere una banderilla enfilada hacia el ojo del mirón, tú, que te atreves a invadir este universo. No obstante, la composición de la escena —el alto en el rodaje de una toma o la puerta abierta a una revista cinematográfica— sugiere cierta explotación de la leyenda negra comenzada en los años de calle y rabia, en los días de bombas y segunda guerra, del pillastre que ha devenido, estúpidamente como ocurren las grandes historias del mundo, estrella de cine, sugiere digo, un comercio fotográfico de su histriónico furor. Pero en el caso de Kinski, la violencia de los ojos desborda a la máscara, el cabello de león gastado testimonia esa rencilla, la mata plateada e imán que enmarca una frente inmensamente amplia, surcada de tres, cuatro, cien arrugas. Sabemos por esta vejez y por este desorden armonioso que el retratado es un sujeto de temer, acaso el hombre de más temer. A ello las líneas pétreas de altos pómulos no hacen más que acrecentar la sospecha, el temor del posible enemigo, su temblor, tu temblor. Aunque quizá también el tectónico rostro germano —esto lo conoce mi experiencia— sea amigo de la amistad, amigo de sus amigos e infaliblemente enemigo de sus enemigos, pues es rostro de hombre libre, es decir, rostro de un loco. —

LOS BORRACHOS: (8) Onetti

Monday, July 07, 2008

Gaingsbourg

La frente de Gaingsbourg descansa en la puerta de roble como el lamento del enamorado. Sus manos picadas de artritis se adhieren a los pliegues del panelado, un poco en alto, un poco crispadas, dos suplicantes. La rodilla derecha sostiene la figura, sobre ella descansa el peso del cuerpo aplazado, mientras la izquierda gravita en ligera flexión atraída por el dilema de su autor en la Tierra, Gaingsbourg y el dolor. En fin que Gaingsbourg se ha quedado pegado ahí contra la puerta, unos segundos antes de caer de rodillas y hacer su rabieta, festoneada por mocos, lágrimas y uno que otro grito, ha manchado la puerta con la herida, la imagen ha impregnado la retina, coloreada en café y azul oscuro, azul la pared, café la puerta, durante ese breve e indispensable aliento que la graba e impregna en el ojo y en el recuerdo. Bien que Gaingsbourg es un hombre viejo con el cabello plateado y restirado, sus manos huesudas tienen los mismos puntos negros que los plátanos dañados aunque el tono es descolorido y moreno en honor de horas y horas de cigarrillo francés y copas de brandy, igual que morena y descolorida es la piel del rostro y el cuello agrietado y flaco, pues Gaingsbourg bordea los setenta. Esta tarde, Gaingsbourg se ha tocado con una camisa de puños franceses y traje celeste de seda siempre sin corbata porque desde aquella vez que cantó Les sans culottes ante el dueño del cabaret aceptó el único consejo y las únicas palabras que éste le dijera —una ráfaga descargada por la comisura de los labios— y que fueron: «una cantante debe parecer puta y ser en verdad una dama pero un cantante siempre ha de parecer lo que es: un cabrón». Así es que Gaingsbourg ha descargado su semen en todas las vaginas, desde las incipientes, peladas y vírgenes hasta los gordos matorrales pestilentes de las rameras en decadencia, y ha terminado por honrar con creces el adagio. Ahora lo he visto fundido en la puerta, gimiendo como esa ramera, con voz sibilina y vetusta. Ha caído de rodillas, Gaingsbourg, una piettá, y se ha hundido en sí hasta que el grito se metamorfoseara en un bordoneo ronco y animal y se extraviara en el silencio del estudio. He de decir que Gaingsbourg perdió la paciencia hace años y no volvió a ser el mismo, que dejó de interesarse en la búsqueda, la cacería y la palabra, que una noche mientras contemplaba a una mosca morir ahogada en su copa de brandy sintió que no podría volver a sudar y a desgastarse, que no quería volver a irse. La primera fue difícil de hallar y comprar, no había una que fielmente se adaptase a sus exigencias físicas y estéticas —hay que decir que Gaingsbourg siempre ha sido un artesano exigente, oficioso y pulcro— pero, fundamentalmente, a su manera de llevar el compás. A la final, en una calleja del centro, donde un anticuario, la descubrió y revisó, tomó sus medidas con una cinta y la rodeó con sus brazos a fin de estimar el movimiento, la ligereza y el vaivén. Una vez que hubo pagado el importe, Gaingsbourg la tomó por la cintura con toda la fuerza de su brazo derecho y la colocó cuidadosamente en el breve nido que había acondicionado para ella en el cajón del auto. Las otras llegaron aprisa una vez que Gaingsbourg evaluó el modo de estimarlas y entonces el proceso se hizo sencillo, simple tal vez, aunque nunca carente de temor y desconcierto, lo que constituía, por esencia, la causa y motor de su ejecución. Desde el principio las bañaba y vestía con afán, las maquillaba y les compraba ropa, y llamaba a todas por su nombre antes de beber la última copa y elegir a una para que lo acompañara al lecho. Hasta la última noche en que, llegado tarde, se acercó a ellas, las besó en los labios y les regaló su nombre, aunque percibió que una, Marta, la pelirroja, no estaba. «Marta, Marta», llamó Gaingsbourg y no respondió más que la eternidad del silencio, la buscó por todas partes, vació los roperos, las estanterías, escarbó en los platos sucios, pero ella no estaba. Se le ocurrió abrir las puertas gemelas que separan el balcón de la sala —exactamente en la orilla opuesta de la puerta en la que lo veo ahora— para hacerse a la visión de la piel mortecina e inmaculada, tersa, plástica, al cuerpo inclinado y tieso sobre los ladrillos del borde del balcón, la nuca por soporte y los cabellos azotados por el viento, con un fulgor de sangre dibujado en la comisura de la boca. Gaingsbourg intentó reanimarla, una vez, otra, pero fue vano, el hilillo en la boca de Marta era, como suele decirse, irreversible. Luego vinieron los rituales propios de la desesperación y el dolor, gritos, tensión de músculos, correteos, miradas en alto y cabezas, cabeza, gachas. Hasta que la razón de Gaingsbourg hizo conciencia de la incurabilidad del hecho, de su fatalidad, y dejó que actuase solamente el corazón, el corazón lo condujo a la puerta, al abrazo de la muerte y el grito, a la piedad. He aquí que la rodilla derecha sostuvo la figura y que la izquierda se limitó a permanecer flexionada. He aquí los clavos de la pasión regados sobre el parquet del estudio. Aquí, un Gaingsbourg. —