Wednesday, March 26, 2008
YO, FRANCO. Sonidos
Muriel celebraría en la estación su cumpleaños número cuarenta, igual que hiciera con el treinta, el veinte y los otros. Habitualmente concluía la emisión cuando el reloj marcaba las cuatro, solicitaba al operador que programara On the radio y con voz ronca decía al micrófono, “nuevo telón cae esclavos de la noche. Espero por ustedes mañana a las doce. Amen y mueran por el amor”. Pronunciadas estas palabras aguardaba que la voz de Donna Summer se apagara, se despedía del operador, desconectaba las luces, tomaba la pluma que su padre le regaló el día de su graduación y la guardaba en el bolsillo de la camisa. Solía usar la pluma para anotar tonterías, el mensaje de un oyente, la canción solicitada, el número telefónico de la mujer que confiaba secretos a una voz anónima e incognoscible. Era una estilográfica demasiado cara para un hombre como él pero la conservaba con tal escrúpulo que nunca la había puesto en riesgo.
Pero aquella noche Muriel se pasó pensando una lista personal. La anotó en una hoja de carta, a vuela pluma, como su padre le había enseñado. Esta la selección:
botón de aparcado
ruedas sobre asfalto húmedo
agua corriendo en los canalones
abrir el refrigerador
descorchar la champaña
jalar la cadenita de la lámpara
extraer la tapa de la pluma
pasos de papá en la escalera
trino de los pájaros al amanecer
voz del frío
tic tac del reloj de pulsera
botines en el granizo
auto deslizándose en la grava
última bocanada del desagüe
plumas del coche (en las películas)
vino en la copa (también en las películas)
estertor del aparato de sonido
crujir de los puntos de polvo sobre la pantalla del televisor
quejido nocturno de la madera
ronroneo del gato
último suspiro del bebé
hileras de concha en una puerta
escoba sobre el parqué
brochazos
En su cabeza rondaban otros, tan habituales, tan cercanos —destapar una conserva, rasgar un sobre, una bombilla fluorescente, bisagras roncas, teléfono antiguo, puerta corrediza de rulemanes, zanahorias en el rallador, desmolde del pastel, navaja, campanilla para el servicio, botón de encendido de la máquina fotográfica, el delicado sonido del trueno— pero se puso a reflexionar por qué los libros no emiten sonido alguno si son, como dicen, emocionantes y valiosos. Descubrí la hoja la mañana siguiente a un costado del micrófono, a una hora en que Muriel acaso despertase tan solo para abrir el refrigerador —un jamón, un queso, un pedazo de salame— y preparar un bocadillo. Tomaría el cuchillo y vería su reflejo en la hoja, cuarenta años, más. En la mesa de la estación, conmigo, encima de la carta, descansaría su pluma. —
Tuesday, March 25, 2008
Monday, March 24, 2008
YO, FRANCO. Nocturno de los orígenes
1
Puesto a escoger una niñez ésta tendría que ser Italia, la hija de Roma. ¿Por qué Italia, preguntarán? De Italia viene la madre, de Italia la fatalidad, de ella el sarampión del pícaro y la fiebre de melodrama, del Adriático que jamás he visto un aire frío de tristeza y melancolía. Italia es la madre en la carne, Italia la putana, la putanesca, la marrana.
2
Puesto a escoger un delirio mi patria sería Irlanda, la tierra de Swift y Joyce, la Irlanda de Beckett y Banville, la de Wilde y W. B. Yeats. Hablo de una Irlanda campechana y católica, tartamuda y demente, la Irlanda de la lengua ajena cambiada en oro, la tierra mojada de los humores de Leopold Bloom, la del olor pestilente de una axila de Banville, la del sonoro pedo en Beckett, la del arte tragándose la vida en Oscar Wilde. El delirio de la lengua y el delirio fervoroso de la carne, mi patria, Irlanda.
3
Mi lugar, sin embargo, es la patria francesa de México, el momento de mi lengua, la española. ¿Francesa? Francesa por el moderno embrujo de Baudelaire al cuidado de Paz, de Arreola, de Pitol, de Salvador Elizondo. Finamente cosida, trágicamente vivida, audazmente pensada es mi patria mexicana. En ella confluyen todos los dialectos, todos los ríos de una lengua ajena, la lengua de España. En la gran boca de México, en la coraza frente al conformismo y la costumbre, en esa lengua abierta al humanismo de la gran y extinta Europa, en esa lengua hablo, en esa aparento hablar. Pero no dejo de ser necio, un mentecato: esa lengua me es extraña.
4
No sería lengua Norteamérica, acaso geología. Geología y neón. Conformista metáfora he descubierto, qué hacer, más vale apuntar a la verdad que temerla. El sueño de la libertad, de la posibilidad, del horizonte y el futuro es un coctel de Norteamérica servido en copas falsas, oropel y luces, roja alfombra añorada y por añorada doblemente falsa, en celuloide infinito color de western, polvo y caballo. Norteamérica es el hombre dormido, zafadas las ataduras, echado a andar, a rodar y a vivir. Norteamérica es mi zombie.
5
Este canto, el final, es de mi estómago. Mi tripa es la patria de la línea imaginaria. Siempre me la como, en sus fritadas, en sus tamales, en sus sancochos, en sus tortillas de papa y sus caldos de sangre. He de saber qué es lo que como si deseo pensar más alto. ¿Más alto he dicho? ¡Qué idiotez! Para un pensador no hay más gloria que pensar la tripa. La tripa descifra mejor la inteligencia pues no hay inteligencia famélica y el Ecuador es mi tripa. He de agradecerle entonces me haya alimentado, ahora podré conquistar más patrias, las que me apetezca. Ahíto, como se dice, iré. Echen la culpa a mi intestino esto que digo, échenle la culpa eso que pienso. Probablemente descubran una clave, una falacia, aunque mi destino sea unir más patrias y forjar una sola, incierta, siempre insegura y mentirosa.
Yo, coso.
Puesto a escoger una niñez ésta tendría que ser Italia, la hija de Roma. ¿Por qué Italia, preguntarán? De Italia viene la madre, de Italia la fatalidad, de ella el sarampión del pícaro y la fiebre de melodrama, del Adriático que jamás he visto un aire frío de tristeza y melancolía. Italia es la madre en la carne, Italia la putana, la putanesca, la marrana.
2
Puesto a escoger un delirio mi patria sería Irlanda, la tierra de Swift y Joyce, la Irlanda de Beckett y Banville, la de Wilde y W. B. Yeats. Hablo de una Irlanda campechana y católica, tartamuda y demente, la Irlanda de la lengua ajena cambiada en oro, la tierra mojada de los humores de Leopold Bloom, la del olor pestilente de una axila de Banville, la del sonoro pedo en Beckett, la del arte tragándose la vida en Oscar Wilde. El delirio de la lengua y el delirio fervoroso de la carne, mi patria, Irlanda.
3
Mi lugar, sin embargo, es la patria francesa de México, el momento de mi lengua, la española. ¿Francesa? Francesa por el moderno embrujo de Baudelaire al cuidado de Paz, de Arreola, de Pitol, de Salvador Elizondo. Finamente cosida, trágicamente vivida, audazmente pensada es mi patria mexicana. En ella confluyen todos los dialectos, todos los ríos de una lengua ajena, la lengua de España. En la gran boca de México, en la coraza frente al conformismo y la costumbre, en esa lengua abierta al humanismo de la gran y extinta Europa, en esa lengua hablo, en esa aparento hablar. Pero no dejo de ser necio, un mentecato: esa lengua me es extraña.
4
No sería lengua Norteamérica, acaso geología. Geología y neón. Conformista metáfora he descubierto, qué hacer, más vale apuntar a la verdad que temerla. El sueño de la libertad, de la posibilidad, del horizonte y el futuro es un coctel de Norteamérica servido en copas falsas, oropel y luces, roja alfombra añorada y por añorada doblemente falsa, en celuloide infinito color de western, polvo y caballo. Norteamérica es el hombre dormido, zafadas las ataduras, echado a andar, a rodar y a vivir. Norteamérica es mi zombie.
5
Este canto, el final, es de mi estómago. Mi tripa es la patria de la línea imaginaria. Siempre me la como, en sus fritadas, en sus tamales, en sus sancochos, en sus tortillas de papa y sus caldos de sangre. He de saber qué es lo que como si deseo pensar más alto. ¿Más alto he dicho? ¡Qué idiotez! Para un pensador no hay más gloria que pensar la tripa. La tripa descifra mejor la inteligencia pues no hay inteligencia famélica y el Ecuador es mi tripa. He de agradecerle entonces me haya alimentado, ahora podré conquistar más patrias, las que me apetezca. Ahíto, como se dice, iré. Echen la culpa a mi intestino esto que digo, échenle la culpa eso que pienso. Probablemente descubran una clave, una falacia, aunque mi destino sea unir más patrias y forjar una sola, incierta, siempre insegura y mentirosa.
Yo, coso.
Friday, March 14, 2008
YO, FRANCO. Cantina de Campoverde
Ayer bebí una botella de whisky. Cuando bebo recuerdo la mano de papá sobre mi nuca, la suave mano que abrazó a Campoverde, el cantinero de espalda de leñador inglés, el de la nariz roja que suda copiosamente y a quien todos respetan porque le deben el silencio y el dinero. Papá iba a su cantina después del trabajo y me llevaba con él, como esta tarde que acaricio los nudillos de un balón y lo meto en su red portátil, mientras papá ha bebido unas ocho cervezas y arroja los naipes sobre el tapete rojo con un “dos” cantado con voz farragosa y empastada, zas, “dos”, y las risas explotan nerviosas, brutales, estúpidas. He aquí yo, tan pequeño, con el balón sobre las piernas y un plato de cebiche por delante, sabor nuevo de cebollas, tomates, camarones, salsa y aceite, he aquí ellos al ras de sus gruñidos y sus piernas bamboleantes que tropiezan camino de la puerta del sanitario. Este que viene es amigo de papá, Santaelena, tiene mofles hundidos y mirada servil. Cuando regresa del servicio y se sienta a la mesa, Santaelena agarra la pierna de la única mujer que ha venido con nosotros, esa que lanza carcajadas de bruja. He terminado el cebiche y me pongo a practicar lo que aprendí, sacar y meter el balón en la red portátil, una y otra vez, pero ya es de noche, deben ser las diez, sé calcular la hora por la caída del sol, mamá estará en casa, inquieta, despierta, cansada de esperar, cubierta en llanto. Yo también me echo a llorar, copiosamente, en silencio, hasta que Campoverde se da cuenta y me mira con esos ojos vidriosos que sabré después y para siempre que son el negro del alcohol, esos ojos criminales y burdos que se acercan con un sonido de plomo. El hombre dice que me calle, extiende la mano pero desiste, se da la vuelta, abre el refrigerador, extrae una gaseosa amarilla algo viscosa y me la da. Mi abuela María ha intentado enseñarme a beber sin meterme el pico entero de la botella, solo una leve presión y listo. Pero no puedo, prefiero enchufármela aunque me empapo la camisa. Campoverde se queda tranquilo: no puedo chillar o intentar marcharme. Al llegar a casa no digo nada aunque mamá pregunta (papá ha bajado a duras penas las escaleras que llevan a la puerta de casa, ha gritado, ha vomitado, pero se queda dormido como un saco ronco) y solo puedo mentirle, decirle que he estado bien, “comí un cebiche, estaba rico. Fue el señor Campoverde, él me lo regaló, mamá”, ella enjuga sus lágrimas, me acuna en su pecho y percibo su olor blanco y lácteo, su olor enemigo del centeno y la cebada, su olor a mamá. Huelo. —
Thursday, March 13, 2008
Friday, March 07, 2008
YO, FRANCO. Pop (Remix)
Crecimos durante la década del ochenta y aún estamos vivos. Fueron años optimistas, edulcorados, de opulencia y algodón de azúcar. Días en que el pop marca ABBA mutó en el de Duran Duran, el de Duran Duran rompió la crisálida y la mariposa Madonna emprendió el vuelo, surcó un azul sospechoso y eterno, de fatua inocencia diseminada como el polen: sonaba Forever Young, Eternal Flame, Electric Youth, sonaban los Dorian Gray travestidos en las avenidas de toda urbe, de Chicago hacia el sur, en torpe vuelo hacia la nada. Nosotros fuimos inocentes, pueriles, graciosos.
Nada de guerra, nada de escombros y bombas. Nada de fantasmas asesinos, nada de herrumbre, moho y humedad de la Europa de posguerra. No cadáveres humanistas ni floridas revoluciones por minuto. No hicieron falta: resultamos demasiado blandos para quemar nuestros corazones, demasiado amigos de la vida fácil y los chistes fugaces, del conformismo de un dólar y la veleidad de la coca. No hermosos, no malditos. Muñecos de plastilina.
En el jardín de un castillo kitsch el malo a la vista gime una canción. Ha montado a la diva, una supermodel. Naturalmente. A la vuelta de la esquina morirá en su ley sepultado entre cal y hielo; en otro vestidor la modelo morderá nuevos glandes. Los dos se congelarán, fugaces e inocuos como un cromo de la memoria. Michael Hutchence se llamarán, Helena Cristensen, New Sensation se llamarán, la memoria es fiel. El espíritu de la canción ha sido conformista y simple, efervescente, repetitivo y memorioso, pero el tiempo se agotará y vendrá a nosotros una Britney Spears para confirmar las virtudes del pop y un Robbie Williams gorjeará para negarlo. Spears interpretará el papel de la campechana inmolada en la pira del espíritu del pop —Hit me baby one more time— y Williams el del afeminado entristecido por su causa. Por el bien de todos, Britney Spears garantizará el negocio, Williams la desazón, el ennui. El ennui del pop.
Pero acaso hayan sido el cartel y la canción de un comercial —la TV de Coca o Pepsi, Freeway, algo así—, quienes espolvorearon las chispas caídas del cielo, quienes permanecieron en las almas. El pop inocuo como un vestido de celofán, hipócrita cual timbre de nuestra voz, timorato como el estómago y empalagoso como las pupilas de los chicos buenos y santos, hijos de mamá, mariquitas, aniñados, el pop somos nosotros.
Almibarada mi pupila, echaré a andar el coche. Trepa niñito, diré, yo te llevo. Trepa: te parieron en una época cuyo recuerdo es el recuerdo de un tonto. Trepa que a la vuelta asestaré el porrazo, tus sesos olvidarán la canción de medias flapper y falda a cuadros, y no habrá más juventud eléctrica. Trepa, este es el fin, mi fin.
Rubia suicida. —
Thursday, March 06, 2008
Wednesday, March 05, 2008
Pop
PELIGRO:
ENVÉS LAMINADO EN ÓVALO A SIETE GRADOS FAHRENHEIT, LA CORRECCIÓN ES IMPRECISA Y FUGA.
La nariz de la mujer atraviesa el vidrio, lo corta, lo chilla, y el tren, doscientos, trescientos kilómetros por hora, gravita urgente, liminal, travieso. La nariz de la mujer atraviesa el vidrio, el envés laminado se funde y el mercurio desciende describiendo una línea sinuosa, contrita, que llega hasta el asfalto y colma una laguna.
Corrección imprecisa y fuga: ochocientos kilómetros más abajo la nariz sangra por las dos aletas, sangre negra, coágulos bulbosos cocidos de mocos errantes y químicos.
La señal de peligro se enciende, un neón fronterizo, liminal, dañado verde, pero es un cartel polifemo con la nariz rota atascada en el metal. La noche baña el cartel, negro sendero y final, negra senda final frente al silencio rondando en torno con un silbato óxido aunque el líquido se estanca, oval y basáltico en el soporte manchado.
El cartel es una publicidad de Pepsi y el tren raya el pavimento a sus pies, una vez y otra, las ruedas crujientes como si jugara al cricket, bola va, bola viene, traviesas, imprecisas, van, vienen. Tropiezan con el amarillo, el verde, el rojo, chocan del amarillo al rojo, del verde al rojo, señal de pare, se paran raspando, chirriando como ratas o frenos de vapor.
La mujer se llama Cuba, Cuba Lighting, pero la nariz, la nariz no es un nombre o así miente ella empedrada de bulbos, piedras lunares, calmantes, divas. Cuba sangra, su nariz, el tren colisionado, doscientos bulbos, trescientos, sobre la calle los cuerpos garbosos, narcotizados, calmos.
Hizo una travesura, esta es la paga, doscientos, trescientos bulbos mucosos diseminados en el mar y el sonido ensordecedor, Moonlighting de Leo Sayer, bulbos, medusas, espumas arrasan con el cartel hasta el óxido.
El hierro es un ritmo mucoso, nasal, espasmódico, sideral, raya la piedra, raya hasta el hielo. El hierro canta desde el cartel, Cuba sonríe, sus piernas largas, el vestido verde dañado y un grito basal. Moonlighting, Al Jarreau, el cartel no es Pepsi, la publicidad diva, los cuerpos garbosos narcotizados, el sendero negro y final, el envés fundido, el vidrio cortando, crash y el tren, doscientos, trescientos cuerpos regados por el campo lunar hasta el corte inicial del termómetro Fahrenheit. Corte. Crash. Fuga. —
Monday, March 03, 2008
Bitácora del narrador: El libro flotante de Caytran Dölphin de Leonardo Valencia
I. Mientras roncan las olas, Zampanó, tumbado en la playa, llora desconsolado y su cara camina paso a paso a un amasijo de lágrimas, arena y sal. Gelsomina, el amor, ha muerto. El efecto conocido como «fundido» pinta de negro la pantalla pero ninguna palabra cierra la historia, ningún fin, ningún the end. ¿Continuará la vida de Zampanó después de las olas y la muerte? ¿En algún tiempo o lugar el hombre enmendará, recapitulará? ¿Quién ha contado la historia, quién ha dispuesto los elementos, la compra de una chica boba, el acto de circo, las cadenas, los golpes, el asesinato de un equilibrista y la esperada locura de la mujer? ¿Serán pistas sobre lo que acaso vive antes y después de la pantalla? A quien cuenta la historia alguien más ha servido de consejero. Esta persona, la que ayuda, quizá responda a un nombre, Fellini o similares. Podría nacer a orillas del mar igual que Zampanó, podría recordar la niebla del Adriático cuando sea mayor, podría alcanzar Roma y quizá escriba la historia de un hombre que ha perdido a la mujer que amó y hasta se coloque tras una cámara de cine. Defenderá películas sin letrero de «fin» al cabo del metraje, creerá que consignar esta palabra es una traición a personajes que permanecen vivos en alguna parte, tras la función. No existirá para él final de una Strada, de unas Noches de Cabiria, de unos Inútiles, esferas flotantes sin principio ni fin.
Hablo sobre un autor de cine, un hombre llamado Federico Fellini. Me corresponde ahora decir sobre un libro, un artefacto elaborado por un ser que teje los hilos de una historia. Quisiera apuntar que pocas veces un autor logra disponer sus elementos para crear la ilusión de que sus personajes permanecen vivos en el carrete del film o entre las tapas del libro. Conoce este autor que lo narrado es una versión de la realidad, la invitación a tomar un tempo, organizador del mundo. Ustedes saben, sumergirse es abandonar lo real, recoger las pistas que el hombre que ayuda a tramar una historia ha plantado. Recorreremos estos ramales, una y otra vez, y no tendremos norte definido pero nos enajenará el follaje de la senda. Las ramas y las hojas son la imaginación y la intuición del demiurgo del planeta imaginario, de su espacio y tiempo. Comienzo por los finales abiertos que trascienden el papel y la tinta como pretexto para hablar del libro de esos caminos, el libro de los hermanos Fabbre, Caytran e Ignacio, y la historia de una ciudad inundada que como cosa curiosa lleva el nombre de Guayaquil, el mismo de la ciudad de un país. El volumen titulado sospechosamente El libro flotante de Caytran Dölphin, es a su vez la historia de otro, Estuario, compilación de presagios y enigmas, libro en retazos que transmite su atmósfera a la obra que lo acoge.
Los misterios de Estuario refieren el problema de la identidad en el sentido de ser alguien por lo que uno dice (o por lo que uno piensa: siempre se piensa en una lengua). Si aceptamos que una novela es primordialmente un artefacto de la palabra —y vaya si esto traerá controversias y objeciones—, sus personajes se identificarán por lo qué dicen y cómo lo dicen. Al respecto Leonardo Valencia, presunto autor del libro huésped de Estuario, esgrime opiniones muy claras en sus ensayos. En uno de ellos, “¿Cuánta patria necesita un novelista?”, sostiene que la única patria del narrador es su lengua: el novelista debe remover un sistema de ideas preconcebido con palabras que luchan por significar algo. Esta misión, creo yo, es el norte en la brújula de este libro, esta panza de ballena, El libro flotante de Caytran Dölphin.
Decimos, pensamos, para ser algo, pero esta necesidad, lo ha dicho Magris, contiene en sí misma la intención de no ser nadie pues un intento de identificación es un equívoco, tratar de ser algo que todavía no somos. Identificarnos es negarnos. En las páginas de El libro flotante los personajes son un quizá, dudado a través de la palabra. Existe en su autor la intención de escenificar una representación de la lengua y hacer que sus personajes se identifiquen desde y en el lenguaje. Bajo esta precaución ha de leerse. Naturalmente las pesquisas de la realidad permanecerán en sus muelles y a cada resonancia imaginaria tal vez se remitan a la realidad de la historia que, por cierto, es la anti novela, la anti literatura, el anti relato, el flujo de la violencia. En El libro flotante la “realidad histórica” de la ciudad, por ejemplo, se repliega y da paso al símbolo, a una palabra en interrogación permanente:
Ocultan el fuego de los desquiciados —escribe Caytran— como si no existiera, como si fuera fácil negarlo. Suministran sedantes, aletargan o recluyen al extraño en el último rincón de pabellones amurallados, lo alejan tanto del mundo que no puede asomarse a la calle ni a los salones ni al juicio de los demás. Sucia y provisional, la ciudad quiere parecer limpia e impecable. Ridículo escenario para actores de segunda categoría, empezando por mí mismo.” (p. 99)
Habla el autor sobre el catálogo de enmascarados de una ciudad imaginaria que es la adición de lenguas individuales en busca de identidad mediante el decir o el callar. En El libro flotante el autor se aplica en nombrar las cosas por vez primera, es decir, identificarlas para negarlas y hacer gracia a la sospecha de Magris: volvemos a escuchar un guijarro arrojado al agua decenas de páginas atrás, las antiguas señas son puntos negros en una cartografía marítima que advierte que los ramales no concluyen. El alma destruida y acallada del Guayaquil de la novela se torna anfibia, un “cachorro de centauro al borde de la pendiente del lote baldío” que retorna por su pasado y se venga con el lenguaje. No hay fin, no hay the end. Las estacas se disponen como artificios hechos de palabras, los lugares de la anécdota se alejan de su referente, cumplen con el deber de la prosa: negar la realidad. Negar es nombrar lo imposible, aproximarse a Jabès, profeta caro en la imaginación de Leonardo Valencia quien ha escrito “el desierto es algo más que una práctica de silencio y escucha… una apertura eterna. La apertura de toda escritura, esa que el escritor tiene por función preservar”. El desierto, parece decirnos Valencia, son las dunas de las acciones y asociaciones insólitas. El lenguaje expresado u oculto, es decir, el lenguaje doblemente dicho, es el lugar de lo autónomo y mítico que habla con palabra literaria. En el desierto bullen, conjuran, maldicen, los fragmentos de la apócrifa Estuario, dispuestos al inicio de cada capítulo y por doquier en esta novela, legendarios contenidos del infinito ser de la lengua.
Infinito y eterno: éste es un libro de tiempo, una maquinaria del tiempo. El tiempo convertido en palabras se denomina narrador, no más que el faro que arroja luz sobre las pistas de un relato. Hipnótico es en este Libro flotante el movimiento que antela cada parada del narrador. Más que personajes encuentro en la obra materializaciones del tiempo identificadas con un nombre; entre ellas también flota el tiempo, “allá, en el fondo de las aguas de estos tiempos que se cruzan” y se revela que la maquinaria es una sucesión de planos que muestran algunas aristas del todo sin jamás descubrir el cuadro completo. Vagas las pistas, ocurren los hechos en algún año de algún siglo, a espaldas del reloj. Mientras domina el horizonte de lo que cuenta, la voz narrativa disuelve los límites entre espacio y tiempo, el lenguaje arroja mil posibilidades lúdicas, el narrador se divierte, engaña al lector con asociaciones ilícitas dispuestas sobre la mesa como una máquina de coser y un paraguas, a la manera de Lautréamont:
“Todas sus nociones topográficas se cruzaron en su mente sin que pudieran detenerse en una palabra segura.” (p. 109)
El autor del libro nos sumerge en este dédalo con la pericia de un buzo experto, mediante flashbacks siniestros y reiteraciones hipnóticas: flotante, flotantes, flotar vienen de ayer a tintinear en los remansos, huyen de la intemperie y del “vasto espacio desconocido de la matria” que “espera en el destierro, en los libros flotantes, en el silencio de los abandonos y en las figuraciones del desierto” . El final de cada uno de los quince capítulos se engarza afortunada y enigmáticamente con el siguiente y comienza el comentario de los aforismos de la enquistada Estuario que nos guían por laberintos sin fin en el pasado colectivo de los personajes. Pero el tiempo al igual que el agua es elemento poco confiable para las cavilaciones de identidad. El narrador confiesa: “Los tiempos verbales son la peor zancadilla para mantener nuestra identidad.” (p. 203), el transcurrir estropea la memoria, la confunde, la santifica. Uno de los personajes, el loco de los esteros, nos recuerda a Belfegor, ángel caído de la tercera esfera y sucia conciencia de los esteros de esa Guayaquil que aparecía en la primera entrega de esta anécdota en uno de los relatos de La luna nómada (¿o llámase este personaje Anchudia, Quispe, Valdrás, como sugiere el narrador? Da igual). Y, la madre de Ignacio a la final, ¿es presa del cáncer o de la locura, esa diosa negra? El tiempo es el jugador de esta novela y el narrador su arnés. Consecuentemente, pretender ser algo unitario en estas aguas es poco menos que una audacia: Ignacio Fabbre, el hombre, será Ignatius el poeta; los sobrevivientes de la ciudad sumergida serán llamados Gordon Pym, Barnabooth, Iris Murdoch, Nemo, Ahab: la historia de la literatura como decía Emerson es una historia del espíritu; sobre el casco de este navío narrativo desdibujo yo, del espíritu juguetón que se ha apoderado del narrador. En este juego los nombres son cartas de un naipe, valores intercambiables, prescindibles, faros en las orillas. Presentimos esos nombres en otros cuentos pero dudamos, las letras del libro conspiran contra su significación, es el cáncer del tiempo: “Navegamos en nuestros nombres —escribe Caytran—, trazamos su ruta y la entonación de quien lo pronuncia. Su luz precaria es más provechosa que el deslumbramiento de una explicación.” (p. 95).
La literatura es un develamiento progresivo de misterios y esta novela dispone artificios lingüísticos que preservan el suspenso y la intriga. Alguna vez Octavio Paz dijo que la geometría es la antesala del horror: podría decirse que la reiteración y la paráfrasis son el método de la hipnosis y la topografía, el trazado de esta intriga. A mitad de la novela, a bordo de un navío hacia un punto imaginario, el narrador se detiene y el libro se dobla sobre sí mismo, el narrador retorna por sus pasos en la topografía de las palabras, se adormece, no llegamos a saber si ha despertado: “He soñado con la niña”, dice, embriagado el tiempo con su prosa ambigua, en sus labios todavía el sabor del sueño. Pero, ¿qué sucedería si el narrador tuviese una pesadilla? Acaso lo descubramos en esta novela.
II. El verdadero protagonista de El libro flotante es este narrador caprichoso, insolente, desquiciado y chocarrero, voz que regula las versiones de la historia, árbitro de los recados al lector, licencia que permite o advierte sobre la naturaleza de la lectura o que habla en condicional y sugiere que las cosas quizá formen parte de otro sitio u ocurrieron de otra manera. Lo posible arroja una deliciosa ambigüedad sobre la autoría de lo que es contado. El nombre del narrador de la historia más antigua no es siempre su propietario legítimo y más bien conviene saber que todos los que cuentan un fragmento e iluminan parte del cuadro se convierten en apócrifos.
Valencia, el novelista, parece sugerir que el vínculo verdadero entre el autor y su expresión reside en el espíritu de lo literario y ese espíritu es uno solo. En consecuencia, todo es una metáfora: la inundación, los personajes, la muerte que ronda en torno de Lucienne, madre de Caytran, de los saqueadores de los escombros, del loco de los esteros y de Ignacio; la ciudad, los esteros, las inmersiones de los buzos (zambullidas en pos de la niñez de un personaje, de los fósiles que duermen en la piel) son metáforas. Naturaleza e historia caminan paralelas en este juego de similitudes, como corrientes frías y calientes que luchan frente a la costa de una ciudad anegada, símbolo del contrapunto entre los caracteres y la vida. En este mundo artificial se respira la poesía del secreto y la duda. Juan Benet ha dicho que “para un escritor la revisión de los valores léxicos, sintácticos y estilísticos, supone la no aceptación de un patrimonio común”. Esta es una de las ambiciones de Valencia, remover la pátina de la palabra, recoger su poesía, limpiar el barro de la naturaleza y la sangre de la historia. Aceptemos a Benet y creamos que la realidad adopta un método sibilino para manifestarse, que la literatura se expresa mediante ocultaciones pero deja a cambio un conocimiento más vasto de la realidad a medida que se independiza de las categorías habituales de la naturaleza. Ocurre esto en la pintura de la ciudad de El libro flotante, donde los resultados “predicativos” de Benet, se abren a la imaginación más emancipada. Leonardo ha escrito: “Como piezas de dominó, hojas y tapas y cubiertas de libros flotaban a la deriva. La marea arrastraba los libros sin que la ciudad se diera cuenta.” Este es el secreto: las páginas de cualquier libro son respuestas con antifaces hechos de palabras.
Pero si el lenguaje de los días es una máscara, ¿en qué idioma reflexionamos y soñamos?
III. Mi escritorio es de vidrio, en él he visto reflejada la tapa de este libro. El reflejo me lo trajo como una acuarela de exilio. Con la mirada fija sobre el cristal, recuerdo a Zampanó que sollloza en la dispersión de su ángel, recuerdo que ha retornado la brisa y quien tejió el libro presiente el mar en sus mejillas. Recuerdo que ha permanecido de pie a orillas del lago Albano mientras las páginas flotan a la deriva sobre sus aguas. Ninguna palabra sella esta historia, ningún fin, ningún the end. ¿Quién contará la vida de Caytran Dölphin, el que tomó su nombre de la máquina del mar, quién recogerá las pistas de su vida, muelles, crepúsculos de plata y luna plena reflejada sobre el agua de esteros que se hinchan en las noches? Alguien recrea esta historia y otro es el consejero en la entonación de la voz. Quizá responda a un nombre, autor quizá. El autor pudiese haber nacido a orillas del lago o en las orillas de los esteros donde ha flotado Caytran, pudiese recordar el aire del golfo, regresar a la ciudad y bautizar un libro que habla de dos hermanos y una historia de agua. Este autor no pondrá fin a sus historias, porque siente que esa lápida es marca de la traición a personajes que siguen vivos, después de cerrar el libro. No existirá para él un final de su libro flotante. La gaviota, que no el buitre, dejará abiertas las compuertas para siempre.-
Hablo sobre un autor de cine, un hombre llamado Federico Fellini. Me corresponde ahora decir sobre un libro, un artefacto elaborado por un ser que teje los hilos de una historia. Quisiera apuntar que pocas veces un autor logra disponer sus elementos para crear la ilusión de que sus personajes permanecen vivos en el carrete del film o entre las tapas del libro. Conoce este autor que lo narrado es una versión de la realidad, la invitación a tomar un tempo, organizador del mundo. Ustedes saben, sumergirse es abandonar lo real, recoger las pistas que el hombre que ayuda a tramar una historia ha plantado. Recorreremos estos ramales, una y otra vez, y no tendremos norte definido pero nos enajenará el follaje de la senda. Las ramas y las hojas son la imaginación y la intuición del demiurgo del planeta imaginario, de su espacio y tiempo. Comienzo por los finales abiertos que trascienden el papel y la tinta como pretexto para hablar del libro de esos caminos, el libro de los hermanos Fabbre, Caytran e Ignacio, y la historia de una ciudad inundada que como cosa curiosa lleva el nombre de Guayaquil, el mismo de la ciudad de un país. El volumen titulado sospechosamente El libro flotante de Caytran Dölphin, es a su vez la historia de otro, Estuario, compilación de presagios y enigmas, libro en retazos que transmite su atmósfera a la obra que lo acoge.
Los misterios de Estuario refieren el problema de la identidad en el sentido de ser alguien por lo que uno dice (o por lo que uno piensa: siempre se piensa en una lengua). Si aceptamos que una novela es primordialmente un artefacto de la palabra —y vaya si esto traerá controversias y objeciones—, sus personajes se identificarán por lo qué dicen y cómo lo dicen. Al respecto Leonardo Valencia, presunto autor del libro huésped de Estuario, esgrime opiniones muy claras en sus ensayos. En uno de ellos, “¿Cuánta patria necesita un novelista?”, sostiene que la única patria del narrador es su lengua: el novelista debe remover un sistema de ideas preconcebido con palabras que luchan por significar algo. Esta misión, creo yo, es el norte en la brújula de este libro, esta panza de ballena, El libro flotante de Caytran Dölphin.
Decimos, pensamos, para ser algo, pero esta necesidad, lo ha dicho Magris, contiene en sí misma la intención de no ser nadie pues un intento de identificación es un equívoco, tratar de ser algo que todavía no somos. Identificarnos es negarnos. En las páginas de El libro flotante los personajes son un quizá, dudado a través de la palabra. Existe en su autor la intención de escenificar una representación de la lengua y hacer que sus personajes se identifiquen desde y en el lenguaje. Bajo esta precaución ha de leerse. Naturalmente las pesquisas de la realidad permanecerán en sus muelles y a cada resonancia imaginaria tal vez se remitan a la realidad de la historia que, por cierto, es la anti novela, la anti literatura, el anti relato, el flujo de la violencia. En El libro flotante la “realidad histórica” de la ciudad, por ejemplo, se repliega y da paso al símbolo, a una palabra en interrogación permanente:
Ocultan el fuego de los desquiciados —escribe Caytran— como si no existiera, como si fuera fácil negarlo. Suministran sedantes, aletargan o recluyen al extraño en el último rincón de pabellones amurallados, lo alejan tanto del mundo que no puede asomarse a la calle ni a los salones ni al juicio de los demás. Sucia y provisional, la ciudad quiere parecer limpia e impecable. Ridículo escenario para actores de segunda categoría, empezando por mí mismo.” (p. 99)
Habla el autor sobre el catálogo de enmascarados de una ciudad imaginaria que es la adición de lenguas individuales en busca de identidad mediante el decir o el callar. En El libro flotante el autor se aplica en nombrar las cosas por vez primera, es decir, identificarlas para negarlas y hacer gracia a la sospecha de Magris: volvemos a escuchar un guijarro arrojado al agua decenas de páginas atrás, las antiguas señas son puntos negros en una cartografía marítima que advierte que los ramales no concluyen. El alma destruida y acallada del Guayaquil de la novela se torna anfibia, un “cachorro de centauro al borde de la pendiente del lote baldío” que retorna por su pasado y se venga con el lenguaje. No hay fin, no hay the end. Las estacas se disponen como artificios hechos de palabras, los lugares de la anécdota se alejan de su referente, cumplen con el deber de la prosa: negar la realidad. Negar es nombrar lo imposible, aproximarse a Jabès, profeta caro en la imaginación de Leonardo Valencia quien ha escrito “el desierto es algo más que una práctica de silencio y escucha… una apertura eterna. La apertura de toda escritura, esa que el escritor tiene por función preservar”. El desierto, parece decirnos Valencia, son las dunas de las acciones y asociaciones insólitas. El lenguaje expresado u oculto, es decir, el lenguaje doblemente dicho, es el lugar de lo autónomo y mítico que habla con palabra literaria. En el desierto bullen, conjuran, maldicen, los fragmentos de la apócrifa Estuario, dispuestos al inicio de cada capítulo y por doquier en esta novela, legendarios contenidos del infinito ser de la lengua.
Infinito y eterno: éste es un libro de tiempo, una maquinaria del tiempo. El tiempo convertido en palabras se denomina narrador, no más que el faro que arroja luz sobre las pistas de un relato. Hipnótico es en este Libro flotante el movimiento que antela cada parada del narrador. Más que personajes encuentro en la obra materializaciones del tiempo identificadas con un nombre; entre ellas también flota el tiempo, “allá, en el fondo de las aguas de estos tiempos que se cruzan” y se revela que la maquinaria es una sucesión de planos que muestran algunas aristas del todo sin jamás descubrir el cuadro completo. Vagas las pistas, ocurren los hechos en algún año de algún siglo, a espaldas del reloj. Mientras domina el horizonte de lo que cuenta, la voz narrativa disuelve los límites entre espacio y tiempo, el lenguaje arroja mil posibilidades lúdicas, el narrador se divierte, engaña al lector con asociaciones ilícitas dispuestas sobre la mesa como una máquina de coser y un paraguas, a la manera de Lautréamont:
“Todas sus nociones topográficas se cruzaron en su mente sin que pudieran detenerse en una palabra segura.” (p. 109)
El autor del libro nos sumerge en este dédalo con la pericia de un buzo experto, mediante flashbacks siniestros y reiteraciones hipnóticas: flotante, flotantes, flotar vienen de ayer a tintinear en los remansos, huyen de la intemperie y del “vasto espacio desconocido de la matria” que “espera en el destierro, en los libros flotantes, en el silencio de los abandonos y en las figuraciones del desierto” . El final de cada uno de los quince capítulos se engarza afortunada y enigmáticamente con el siguiente y comienza el comentario de los aforismos de la enquistada Estuario que nos guían por laberintos sin fin en el pasado colectivo de los personajes. Pero el tiempo al igual que el agua es elemento poco confiable para las cavilaciones de identidad. El narrador confiesa: “Los tiempos verbales son la peor zancadilla para mantener nuestra identidad.” (p. 203), el transcurrir estropea la memoria, la confunde, la santifica. Uno de los personajes, el loco de los esteros, nos recuerda a Belfegor, ángel caído de la tercera esfera y sucia conciencia de los esteros de esa Guayaquil que aparecía en la primera entrega de esta anécdota en uno de los relatos de La luna nómada (¿o llámase este personaje Anchudia, Quispe, Valdrás, como sugiere el narrador? Da igual). Y, la madre de Ignacio a la final, ¿es presa del cáncer o de la locura, esa diosa negra? El tiempo es el jugador de esta novela y el narrador su arnés. Consecuentemente, pretender ser algo unitario en estas aguas es poco menos que una audacia: Ignacio Fabbre, el hombre, será Ignatius el poeta; los sobrevivientes de la ciudad sumergida serán llamados Gordon Pym, Barnabooth, Iris Murdoch, Nemo, Ahab: la historia de la literatura como decía Emerson es una historia del espíritu; sobre el casco de este navío narrativo desdibujo yo, del espíritu juguetón que se ha apoderado del narrador. En este juego los nombres son cartas de un naipe, valores intercambiables, prescindibles, faros en las orillas. Presentimos esos nombres en otros cuentos pero dudamos, las letras del libro conspiran contra su significación, es el cáncer del tiempo: “Navegamos en nuestros nombres —escribe Caytran—, trazamos su ruta y la entonación de quien lo pronuncia. Su luz precaria es más provechosa que el deslumbramiento de una explicación.” (p. 95).
La literatura es un develamiento progresivo de misterios y esta novela dispone artificios lingüísticos que preservan el suspenso y la intriga. Alguna vez Octavio Paz dijo que la geometría es la antesala del horror: podría decirse que la reiteración y la paráfrasis son el método de la hipnosis y la topografía, el trazado de esta intriga. A mitad de la novela, a bordo de un navío hacia un punto imaginario, el narrador se detiene y el libro se dobla sobre sí mismo, el narrador retorna por sus pasos en la topografía de las palabras, se adormece, no llegamos a saber si ha despertado: “He soñado con la niña”, dice, embriagado el tiempo con su prosa ambigua, en sus labios todavía el sabor del sueño. Pero, ¿qué sucedería si el narrador tuviese una pesadilla? Acaso lo descubramos en esta novela.
II. El verdadero protagonista de El libro flotante es este narrador caprichoso, insolente, desquiciado y chocarrero, voz que regula las versiones de la historia, árbitro de los recados al lector, licencia que permite o advierte sobre la naturaleza de la lectura o que habla en condicional y sugiere que las cosas quizá formen parte de otro sitio u ocurrieron de otra manera. Lo posible arroja una deliciosa ambigüedad sobre la autoría de lo que es contado. El nombre del narrador de la historia más antigua no es siempre su propietario legítimo y más bien conviene saber que todos los que cuentan un fragmento e iluminan parte del cuadro se convierten en apócrifos.
Valencia, el novelista, parece sugerir que el vínculo verdadero entre el autor y su expresión reside en el espíritu de lo literario y ese espíritu es uno solo. En consecuencia, todo es una metáfora: la inundación, los personajes, la muerte que ronda en torno de Lucienne, madre de Caytran, de los saqueadores de los escombros, del loco de los esteros y de Ignacio; la ciudad, los esteros, las inmersiones de los buzos (zambullidas en pos de la niñez de un personaje, de los fósiles que duermen en la piel) son metáforas. Naturaleza e historia caminan paralelas en este juego de similitudes, como corrientes frías y calientes que luchan frente a la costa de una ciudad anegada, símbolo del contrapunto entre los caracteres y la vida. En este mundo artificial se respira la poesía del secreto y la duda. Juan Benet ha dicho que “para un escritor la revisión de los valores léxicos, sintácticos y estilísticos, supone la no aceptación de un patrimonio común”. Esta es una de las ambiciones de Valencia, remover la pátina de la palabra, recoger su poesía, limpiar el barro de la naturaleza y la sangre de la historia. Aceptemos a Benet y creamos que la realidad adopta un método sibilino para manifestarse, que la literatura se expresa mediante ocultaciones pero deja a cambio un conocimiento más vasto de la realidad a medida que se independiza de las categorías habituales de la naturaleza. Ocurre esto en la pintura de la ciudad de El libro flotante, donde los resultados “predicativos” de Benet, se abren a la imaginación más emancipada. Leonardo ha escrito: “Como piezas de dominó, hojas y tapas y cubiertas de libros flotaban a la deriva. La marea arrastraba los libros sin que la ciudad se diera cuenta.” Este es el secreto: las páginas de cualquier libro son respuestas con antifaces hechos de palabras.
Pero si el lenguaje de los días es una máscara, ¿en qué idioma reflexionamos y soñamos?
III. Mi escritorio es de vidrio, en él he visto reflejada la tapa de este libro. El reflejo me lo trajo como una acuarela de exilio. Con la mirada fija sobre el cristal, recuerdo a Zampanó que sollloza en la dispersión de su ángel, recuerdo que ha retornado la brisa y quien tejió el libro presiente el mar en sus mejillas. Recuerdo que ha permanecido de pie a orillas del lago Albano mientras las páginas flotan a la deriva sobre sus aguas. Ninguna palabra sella esta historia, ningún fin, ningún the end. ¿Quién contará la vida de Caytran Dölphin, el que tomó su nombre de la máquina del mar, quién recogerá las pistas de su vida, muelles, crepúsculos de plata y luna plena reflejada sobre el agua de esteros que se hinchan en las noches? Alguien recrea esta historia y otro es el consejero en la entonación de la voz. Quizá responda a un nombre, autor quizá. El autor pudiese haber nacido a orillas del lago o en las orillas de los esteros donde ha flotado Caytran, pudiese recordar el aire del golfo, regresar a la ciudad y bautizar un libro que habla de dos hermanos y una historia de agua. Este autor no pondrá fin a sus historias, porque siente que esa lápida es marca de la traición a personajes que siguen vivos, después de cerrar el libro. No existirá para él un final de su libro flotante. La gaviota, que no el buitre, dejará abiertas las compuertas para siempre.-
Saturday, March 01, 2008
YO, FRANCO. Santidad e higiene de la vagancia
Llegados a este punto, A debe ser responsable, B puede ser exitoso y C probablemente trabaje hasta que se le rompa el lomo. El hombre ha sido vencido por el yugo del sudor, el agotamiento y la enfermedad del trabajo. Un millón de años más tarde, este mal sigue asolando y nosotros los hombres atados a él como burros de arriero. Hoy, hasta quieren hacernos creer que quien más trabaja es noble y respetable como un japonés. ¿Y qué es un japonés? Un japonés es un chinito de ojos cerrados que se muere por trabajar más y se suicida para que le den más universidad y por tanto más trabajo y que se mata y mata al vecino para que le permitan horas extras de sudor, si son pagadas bien y si gratis mejor. Es que el trabajo es la violencia.
¿Y para qué el trabajo? Por la plata dirán. Para tener una vida digna y para ser más nobles dirán. Por el futuro dirán. Pero yo digo: ¡noble tu abuela que en lugar de pensar en el trabajo pensaba en la paz, en la virtud y en el croché! ¿Quién se ocupa ahora de la virtud y el honor, a ver, quién? Porque todos se la pasan en el trabajo, en esas frías cajas llamadas oficinas, en esos tétricos hangares llamados fábricas, en las calles mugrientas donde se venden cosas que todos quieren comprar pero que a nadie servirán. Ocurre que no se sabe para qué uno desea los objetos, para qué. Tal vez para que en cinco años se hagan viejos y deba comprarse otros nuevos con más plata, más trabajo, más espalda rota, para que uno muera pagando el hospital y lo arrojen al hoyo más profundo donde nuestras apestosas cenizas compartirán cartel con otras igual de respetables.
Además, digo yo: ¿hay menos pobres por trabajar más? Yo los encuentro en todas partes, en las esquinas, en los tarros de basura, en la televisión, en los estadios, pobres que en lugar de dedicarse al noble oficio de la vagancia, ¿qué hacen? Trabajan. ¿Han dejado de ser pobres y miserables? Pues no. Entonces, ¡para qué trabajan! Luego, entre pobres y ricos lo único común es el trabajo. No vanidad: trabajo. No paseo: trabajo. No cachetes cálidos de un hijo: trabajo. No carne y cópula: trabajo.
Yo, señores, soy un promotor de la vagancia. ¿Quién dice que A, B y C están en lo correcto, quién ha santificado su parecer? ¿Quién ha dicho que la felicidad, la fortuna y la virtud es el trabajo? A fin de cuentas, ¿quién demonios son A, B y C? Ah, pero la de un vago, ¡esa es vida! ¿O acaso no han visto a un gato y a un perro? Ellos, el gato y el perro, son más inteligentes porque viven gratis, en la azotea o en la vereda, sin tener que trabajar, solo hospedan un par de pulgas, se rascan, bosteza el gato, se echa el perro y duerme panza arriba. Son felices, son vagos, nobles y libres, sanos y santos. Tú que te crees tan inteligente lo eres menos que el perro, el gato y la rata y tal vez tanto como el borrico que no haraganea porque al pobrecillo no le queda más que someterse. Un vago no conoce oficina comercio ni fábrica pues tiene un solo horizonte, el amarillo de un film de carretera, las estrellas por tejado y la faltriquera por amiga. El vago es libre, solo y suyo, es el triunfo del género humano y la higiene, es la sal de la tierra.
Yo, predico.
¿Y para qué el trabajo? Por la plata dirán. Para tener una vida digna y para ser más nobles dirán. Por el futuro dirán. Pero yo digo: ¡noble tu abuela que en lugar de pensar en el trabajo pensaba en la paz, en la virtud y en el croché! ¿Quién se ocupa ahora de la virtud y el honor, a ver, quién? Porque todos se la pasan en el trabajo, en esas frías cajas llamadas oficinas, en esos tétricos hangares llamados fábricas, en las calles mugrientas donde se venden cosas que todos quieren comprar pero que a nadie servirán. Ocurre que no se sabe para qué uno desea los objetos, para qué. Tal vez para que en cinco años se hagan viejos y deba comprarse otros nuevos con más plata, más trabajo, más espalda rota, para que uno muera pagando el hospital y lo arrojen al hoyo más profundo donde nuestras apestosas cenizas compartirán cartel con otras igual de respetables.
Además, digo yo: ¿hay menos pobres por trabajar más? Yo los encuentro en todas partes, en las esquinas, en los tarros de basura, en la televisión, en los estadios, pobres que en lugar de dedicarse al noble oficio de la vagancia, ¿qué hacen? Trabajan. ¿Han dejado de ser pobres y miserables? Pues no. Entonces, ¡para qué trabajan! Luego, entre pobres y ricos lo único común es el trabajo. No vanidad: trabajo. No paseo: trabajo. No cachetes cálidos de un hijo: trabajo. No carne y cópula: trabajo.
Yo, señores, soy un promotor de la vagancia. ¿Quién dice que A, B y C están en lo correcto, quién ha santificado su parecer? ¿Quién ha dicho que la felicidad, la fortuna y la virtud es el trabajo? A fin de cuentas, ¿quién demonios son A, B y C? Ah, pero la de un vago, ¡esa es vida! ¿O acaso no han visto a un gato y a un perro? Ellos, el gato y el perro, son más inteligentes porque viven gratis, en la azotea o en la vereda, sin tener que trabajar, solo hospedan un par de pulgas, se rascan, bosteza el gato, se echa el perro y duerme panza arriba. Son felices, son vagos, nobles y libres, sanos y santos. Tú que te crees tan inteligente lo eres menos que el perro, el gato y la rata y tal vez tanto como el borrico que no haraganea porque al pobrecillo no le queda más que someterse. Un vago no conoce oficina comercio ni fábrica pues tiene un solo horizonte, el amarillo de un film de carretera, las estrellas por tejado y la faltriquera por amiga. El vago es libre, solo y suyo, es el triunfo del género humano y la higiene, es la sal de la tierra.
Yo, predico.
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