Tuesday, July 26, 2011
Sunday, July 24, 2011
Una jugada light
Copio aquí la versión íntegra de mi respuesta al artículo de Eduardo Varas, El manto de la invisibilidad (http://hermanocerdo.com/2011/06/el-manto-de-la-invisibilidad/). La versión condensada de este artículo fue publicada gracias a la amabilidad de la revista virtual Hermano Cerdo.
Que Eduardo Varas se detuviera a escribir el texto El manto de la invisibilidad es ya un síntoma: en el Ecuador se echa de menos una generación literaria, la aparición de algo nuevo. Ocurre que en este país un puñado de individuos ha roto el cascarón (¡cascarón!) de los treinta o va camino de los cuarenta y se sofoca (escribo se sofoca e inmediatamente me falta el aire, me sofoco) porque su obra cobra mucho menos dividendos que los cifrados en ella de acuerdo con las cábalas. Ocurre que envejecemos y la obra no despega. Ocurre que ya pintamos una que otra cana, alguna arruga, y seguimos haciendo desplantes, un corte de manga aquí, una cruz invertida allá, y el panorama no cambia. Ocurre que hemos tocado un par de flautas y aún no acertamos a afinar el instrumento, menos a despertar a la belleza. Lo dicho hasta aquí, expresado sin sarcasmo, podría servir de abstract o acaso como una glosa del texto de Varas. El resto de la tragedia podría habérnosla evitado o al menos hubiésemos agradecido si disimulaba con mayor gracia, por si un lector despierto husmeara esas páginas, un visitante foráneo, por ejemplo. ¿Qué íbamos a decirle a ese extranjero, tan abandonados, tan sin raíces como sostiene Varas, tan pagados de nosotros sin embargo, en nuestro papel de fundadores de las nuevas letras ecuatorianas? ¿Qué excusas podríamos ofrecerle acerca de algo que se aproxima peligrosamente a un déjà vu, el jodido lloriqueo de un puñado de caras nuevas con distintas caretas, una fila corta, cortísima, que a pesar de ello casi alcanza el grado cero de la memoria? Las explicaciones quedarán reservadas a los turistas. Nosotros, casa adentro, podremos voltear la cabeza. Nos avergüenza mirarnos de frente.
Queda dicho: hacía falta una generación. Esto que puede ser un reclamo ingenioso y en otra geografía una necesidad, en la nuestra se convierte automáticamente en sospecha. ¿Para qué desgajar un grupo, por qué hacer sumas, perpetrar restas y copiar en limpio una lista? ¿Para qué hacerlo si no subyace a ese acto una batalla estética, un enfrentamiento formal, para qué intentarlo si el lance no es desplegado como una tensión entre formas de pensar y escribir, para qué si no se trata de exponer puntos de vista distintos, otros, y poner en evidencia un enfrentamiento entre concepciones del mundo en la arena literaria? Me asombra que Varas comience con una quejita —que detrás de él supuestamente yace un vacío inescrutable y ominoso, el de una narrativa ecuatoriana “ausente”— y se arroje sobre la humanidad entera. Me asombra que en su salto ni por un instante le preocupe formular una poética personal o la de un grupo, que no intente reflexionar sobre un programa estético ni manifieste alguna obsesión, un interés formal mínimo. Me asombra que diga tan poco, casi nada acerca de su oficio o su cocina literaria y se limite a describir cómo ha llegado hasta ese punto en el desierto, situado a medio camino entre catarsis, abulia y turismo literarios. Me deslumbra cuán bueno es para zurcir nombres escogidos al azar y a eso bautizar con un apelativo por demás simplón, vacuo por lo demás: payasos tristes. (Me detengo un instante, gruñón y puntilloso que soy: ¿por qué payasos, por qué tristes? ¿Por qué no alegres si han conseguido saltar en el vacío y obtenido visa para todas las literaturas del mundo? ¿Por qué payasos si en ninguna parte se sugiere que su oficio sea el de hacernos reír, el de chorrear la payasada? ¿Por qué? ¿Acaso la gratuidad es uno de los valores de esta literatura descomprometida, de esta jugada light? ¿Acaso hoy en día la ocurrencia paga rentas por sí misma?)
Creo que mi amigo Varas ha incurrido en grave frivolidad al actuar de ese modo, al sustituir graciosamente la primera persona del singular y su pronombre, yo, por el narrativamente complejo nosotros. Quizá desesperado, ansioso al descubrirse solo, so lonely, ha terminado por realizar una transferencia poco hábil de sus ideas a una nómina y con ello tratar de componer una comunidad de criterios. Tal vez se ha mirado en el espejo al afeitarse, se ha sabido alcanzado por una misión y no ha dudado un instante en hablar a nombre del resto. El problema reside en aquello que dice por los otros, en aquello que confiere a sus contemporáneos como si de una patente de corso se tratase. El problema reside en que sus gestos además de recurrentes (el tipo de mohín expresado en privado en este país), son injustos y miopes en lo que a tradición se refiere. El problema es que busca conmiseración con sus arrebatos de melodrama, pero no deja de ser soberbio (“Todo lo hemos visto desde la distancia del observador sabio”) y solazarse en el rechazo. Varas parte de la exageración y el sensacionalismo cuando escribe “porque fuimos discriminados, crecimos en terror, vivimos en ausencia y nos interesamos por la narrativa a pesar de no tener los recursos bibliográficos a la mano, o una sociedad con cultura lectora.” Yo, por ejemplo, que crecí en un barrio popular de Quito y soy hijo de maestros de escuela, no la pasé tan dura como parece haberle ocurrido a Varas. No recuerdo haber sido discriminado y dudo mucho que mi barrio fuese vecino de Auschwitz. Mi padre me dio un par de títulos que aunque no fueron rarezas ni sutiles excentricidades, sí me permitieron conocer, por ejemplo, a Suetonio y Quevedo, a Dumas y Verne, a Rojas y Donoso Pareja, si queremos hablar de ecuatorianos. Desconocida para mí ha sido hasta ahora que la situación en Guayaquil, donde me parece Varas creció, fuese tan desoladora como para apreciar tan de cerca el terror y alimentarse literariamente de él. No sabía hasta leer este texto que un escritor como él hubiese acumulado la experiencia de un Genet o un Primo Levi. Algo que saludo y, en cierto modo, envidio.
En el fondo no es más que la repetición de un prejuicio y la ostentación de un complejo. Al narrador ecuatoriano parece otorgar prestigio hacer el papel del fundador, Creador primigenio en la representación del Génesis, árbol nacido en el erial, palo en inexorable descomposición. Pero algo ocurre en una literatura, algo siniestro, cuando el soplo del Creador repite que nadie existe detrás de nosotros, que a nadie debemos, que de la nada hemos surgido. Es lo que he venido escuchando en este país en boca de lectores y escritores siempre jóvenes y algo astutos, a veces cínicos, a veces graves, a la expectativa de agarrar por la cola una obra maestra todos ellos. Y resulta no solo curioso sino completamente intrigante el hecho de que a medida que la obra maestra no cuaja, el rencor contra el fantasma de los “ausentes” se endurece hasta convertirse en roca. Resulta fácil atender al prejuicio y escribir la palabra “nada”, resulta fácil, útil y, hay que decirlo, cobarde, no reconocer que ya otros fracasaron en la empresa de cosechar las peras de esta narrativa en el olmo de la nada. Si admitimos esa nada no queda más que soportar el cortante silencio entre un Icaza y un Leonardo Valencia, si me permiten ser arbitrario con los nombres. La nada, el silencio y Dios a la vuelta de la esquina. Pero, querido Eduardo Varas: ¿en verdad conoces tú el significado de la palabra nada?
Pienso que somos de veras injustos e inmaduros cuando en un acto que no es una payasada sino ramplón ilusionismo desaparecemos los nombres de, por ejemplo, Abdón Ubidia, Vladimiro Rivas Iturralde, Jorge Velasco Mackenzie, Iván Egüez, Francisco Proaño Arandi o Javier Vásconez, nuestros antecesores en esto de los grupos y generaciones literarias, si de verdad ello existe y sirve para algo. ¿Acaso se escamotea su presencia porque no se han leído sus obras o porque no se admite que uno las haya leído? El prejuicio en torno a lo que se ha escrito puede conducirnos, como ciertamente antes lo ha hecho, a desperdiciar el valor de la experiencia, atributo que no valoramos porque pertenece, supongo, a los fantasmas tan temidos. Esfumar su imagen no hace sino dilatar el enfrentamiento entre concepciones del mundo de unos escritores y otros, no logra sino eludir las batallas estéticas que una generación debe asumir en contra de otra.
Digo que se trata de la ostentación de un complejo porque he comenzado a sospechar lo que sigue. La razón de la ceguera de nuestros narradores —cosa que no ocurre, u ocurre mucho menos con los poetas de este país, entre los que sí se atestigua una continuidad, de Alfredo Gangotena y Carrera Andrade a, podría ser, Juan José Rodríguez y Ernesto Carrión— es que deseamos no mantener deuda alguna porque en el fondo nos avergonzamos de lo que ha sido escrito, no por cómo lo ha sido sino por lo que se describe en esos cuentos y novelas ecuatorianas, por aquello que es contado. Porque nos sonrojamos al descubrirnos mestizos, embusteros, escasamente emprendedores, poco ambiciosos, pendencieros siempre y dotados de todo el color local que una literatura de esa calaña gasta. Porque no somos el otro que siempre hemos ambicionado, porque no alcanzamos a vernos en la otra orilla y disfrutar de aquello que suponemos es moderno, rápido y contemporáneo. Porque, en definitiva, nuestro problema es social, no literario, y al avergonzamos de la representación —que al cumplir con lo que debe, negar la realidad y reconstruirla, representarla, nos obliga a apreciar lo que no deseamos—, pareciera que lo representado se convierte en la sílfide que nos condena a la fealdad y la periferia. ¿De qué nos avergonzamos? ¿De la literatura escrita o de la realidad que se descubre en ella, de las referencias de esa literatura? No puede comprenderse de otro modo que ahora, muy campantes, nos desembaracemos rápidamente de un realismo que tanto mal (y tanto bien) ha hecho a nuestra literatura e intentemos huir por la vía de la evasión y el olvido. No de otro modo puede comprenderse que tratemos de liberarnos de la literatura nacional, de las literaturas nacionales, algo que en razón de abolir costumbrismo y pintoresquismo admite entera justicia, pero que en función de alimentar el prejuicio no hace sino llevarnos a la amnesia y la zafiedad.
Ante ello no queda a los payasos tristes más que enarbolar un cosmopolitismo disfrazado, un cosmopolitismo sin arraigos que pretendería medirse por los sellos migratorios en el pasaporte y no como una forma de entender lo literario. “Ser cosmopolita es una actitud espiritual que no se mide por la recurrencia en tramas y problemas cuya toponimia o situación histórica tiene poca relación con la nacionalidad del autor. Padilla mismo [el escritor mexicano Ignacio Padilla], más que un escritor cosmopolita es un viajero frecuente” escribe Christopher Domínguez Michael. La humanidad, ese último bastión que, para Varas, preserva su ilusión por lo literario, ha sido interpelada, atraída, criticada, convocada y conjurada por, si se me permite otra vez barajar nombres, ecuatorianos como Juan Montalvo, Pablo Palacio, Gonzalo Zaldumbide, Alfredo Pareja Diezcanseco, Benjamín Carrión, Raúl Andrade o Javier Vásconez, para no hablar de los poetas o los narradores ecuatorianos más recientes. En algunos de ellos esa “actitud espiritual” de la que habla Domínguez Michael —no el embeleso por los aeropuertos y los cuadernillos de pasaporte— ha sido, como en Borges, Salvador Elizondo o Lezama Lima —diferencias estéticas y de calidad aparte—, salvoconducto corriente y llave maestra para abrir la caja fuerte de los desafíos estéticos que impone toda literatura.
Esta evasión que supone negar lo existente a causa de prejuicios y complejos nos lleva a examinar sin remisión uno de los problemas que enfrenta el realismo en el Ecuador. Delator es que los narradores más jóvenes, los del cascarón de los treinta años y los de la crisis de los cuarenta, no logren representar la tierra que pisan, que no consigan asestar una palabra en contra del soso e inane estado de las cosas que constituye su escenario más inmediato. Sabemos que esas luces, esos neones y papeles en el asfalto forman parte de lo que niegan. Sabemos que, ocioso es repetirlo, no tienen ninguna obligación de narrarlos, de incidir con la forma en el corazón de su terreno. Pero también puede sospecharse que si no lo hacen, si se obstinan en evadir dichas calles, dichos neones, dicha mierda desperdigada en las aceras de una realidad plana, apenas vacía, apenas conflictiva —aquello que podría servir de materia prima para la novela contemporánea de este país—, es porque resulta menos problemático enajenarse, huir, componer maquetas de cartón piedra y atisbar la realidad a través de la ventana de un avión o desde la distancia de un sofá en una ciudad exótica, que para el caso puede ser cualquier ciudad. Yo mismo creo haber sido víctima de esa fiebre. Pero si yo odio, tú odias y los payasos tristes odian este país con encono y ninguno de nosotros hemos tenido las agallas para insultarlo, destruirlo y recrearlo mediante la literatura será mejor que rompamos el lápiz y aguardemos la llegada de otros que estén dispuestos a hacerlo. Podremos perfeccionar nuestros mundos toponímicamente ajenos y quizá hagamos un gran trabajo, pero si un solo autor no llega a problematizar este país, no creo que nuestra literatura pueda enseñar mucho a las otras. Es sabido que la novela debería pretender la mayor comprensión, la mayor objetividad o, si se prefiere, la mayor objetividad subjetiva en el conocimiento de lo real. Es una de sus características, de Flaubert en adelante. Con ello en mente, puede intuirse que el pavor que tienen algunos escritores jóvenes a recoger los vestigios de lo real y recrearlos en sus libros es el camino exactamente inverso a esa forma de conocimiento.
Supongo que detrás de todo esto reside un abandono en las telarañas de lo light. Es lo que puede atisbarse en el modo cómo Varas escribe su artículo, en su tono lánguido y descomprometido. Varas profiere que la “pertenencia” o la “identidad nacional” vale lo mismo que una frase de Woody Allen o que El capital de Marx es otra biblia que hay que olvidar. Supone que lo importante es ser visto y cree que la condición para abandonar la invisibilidad se ha cumplido gracias a los privilegios que obsequia la técnica al mundo contemporáneo. Para él, más importante es la exposición y el espectáculo de lo literario que el lance estético o el compromiso formal de la escritura. Más importante que la creación de lectores, el striptease, más importante que el fomento y la defensa de una propuesta personal (ni pensar en una propuesta radical), la difusión de lo redactado, más importante que la elaboración de una obra o la incidencia sobre una lengua, el consumo de un producto. Exigirle que su propuesta sea la de construir un libro a partir de la memoria o el conocimiento constituiría un despropósito. Instarle a pensar que hay libros y obras que no pueden ser olvidadas en un arresto de fanfarronería sino que deben ser revisadas, vencidas, colgadas o incineradas es un gusto que, neciamente, no deseo ahorrarme. Porque en lo light (que de ningún modo es igual que lo frívolo o lo de peso pluma, honrosas formas literarias éstas y a su modo serias) no crecen las ideas: en lo light solo arraiga la conciliación y el abrazo entre opuestos. Bajo una visión light de la literatura, para que el ser visto reporte beneficios inmediatos, un autor confeccionará, por ejemplo, productos fáciles, veloces, fungibles, fácilmente traducibles. En lo light no importa “el lugar, …las referencias, ni el lenguaje, ni el pasado”, gracias a él la literatura finalmente flota en la ciberatmósfera. En él, vejestorios como el lenguaje deben ser triturados porque entorpecen la efectividad, la eficacia y la uniformidad de esas latas de sopa Campbell con que un día todos soñamos los libros y las novelas se convirtieran. En lo light el lenguaje se fue a la mismísima mierda.
El problema con lo light es que además de lánguido es aproblemático. El problema con la invisibilidad y lo invisible es que no son conceptos, son pretextos. En la invisibilidad la farsa reside en que no se puede hablar de las cosas concretas porque todo permanece en la queja y ante una queja solo cabe la conmiseración, el error de lo invisible es que nos aparta de lo tangible (la falta de editoriales, la carencia de canales de difusión, la escasa y débil crítica, la falta, ¡Dios!, de una página literaria, no se diga una revista o un suplemento) y nos condena a un limbo en que una palabra que podría ser metálica, antes de ser dicha se evapora y se hace etérea, tan abstracta como la meditación más impersonal. Por ello Varas no habla con claridad y omite los nombres propios, por eso cuando se habla de la invisibilidad uno sospecha que en realidad puede tratarse de una retahíla de disculpas movidas por la falta de ímpetu o la pura y simple pereza. Tal vez esto también guarde relación con que a partir de un par de ideas correctas (“Ecuador es el campo de la narrativa que intenta, que intenta y prefiere quedarse en el intento. La narrativa es la metonimia de lo que pasa en el terreno nacional… así ha sido siempre”, “Es la necesidad de callarnos? ¿Es la vergüenza de exponernos?”), Varas extraiga conclusiones tan ciegas.
Si seguimos su artículo, sobre el escritorio de Varas es igual de fácil hallar una novela de Bret Easton Ellis o una de Houllebecq, algo tan antiguo como En la ciudad he perdido una novela y algo de veras psicodélico como Tribu sí o encantadito al máximo como una novela de Demetrio Aguilera Malta. Esto, aparentemente demostraría su osadía en la variedad, su desdén por las gradaciones y su universalismo, histórico y geográfico. Es una pista que no hay que desdeñar. En primer lugar es preciso advertir la peculiaridad: Varas escoge una novela ecuatoriana avant-garde, anticuada ahora, uno de esos platos que nos permiten parecer distintos sin abandonar los beneficios del gremio, esto es, los fastos del conglomerado de los críticos de moda; prosigue con un libro de identidad juvenil, cosa nueva en su tiempo con todas las pretensiones de permanecer como algo siempre nuevo aupado por su argumento; y cierra con la mención de un novelista, guayaquileño, curiosamente como lo es el mismo argumentador, algo que de por sí no debería ser objeto de sospecha alguna si se hubiesen citado otros nombres y otros libros ecuatorianos en el diseño de la estampa. En segundo lugar: no tiene nada de malo atender a lo contemporáneo, a lo inmediato e incluso a lo efímero. De la misma manera que todas las generaciones han gozado y padecido su Malraux, su Henry Miller, su Kerouac y, hoy en día, su Roberto Bolaño, de la misma forma es preciso separar la moda de aquello que no lo es. Esto en referencia a los Houellebecq, Ellis y Foster Wallace que en el mundo han sido. José Donoso decía que una de las experiencias más emocionantes que puede proporcionar una obra de arte es que encarne lo contemporáneo, no que lo formule. Y es que nada puede ser más erróneo y sin embargo más útil para un escritor que someterse a las formulaciones de la moda. Con la moda podemos tomar el pulso al tiempo actual y apuntar todas sus desventuras a la vez que descubrimos sus encrucijadas. La moda nos permite seguir el ritmo de su lenguaje, estimar el instante de salud o enfermedad por el que atraviesa, y asomar la cabeza a sus temas. Sin embargo, nada de eso, al menos nada en un segundo momento de la creación, nos permite escribir una literatura de riesgo, una literatura de batalla y tensión. La moda es un paso que no debería convocar a la escritura, una etapa que por prevención debería orientarnos a meditar sobre los temas de una época puesto que nos ofrece un diagnóstico. Entendida de esa forma, la moda desfilaría para mí en Houellebecq, y, aunque no lo parezca, aunque no sea muy creíble, sería refractaria, ajena, a las novelas de un tipo como Ellis.
Pero en lo light los temas se confunden con las necesidades vitales de una literatura, con lo que de veras importa. Por eso Varas piensa que hablar de nuevos temas (del pop indie a una escena de porno gonzo) es tan importante como escribir una novela, que desalojar los viejos argumentos y dar la bienvenida a los nuevos constituye la esencia de todo el artificio literario. Pero al volver sobre lo mismo, temas y argumentos, trastrabilla y muda, viaja de lo muy fashion a los que imagina son temas antiguos y preocupaciones eternas, los que “no varían, que nos definen y rodean, que siguen siendo reveladores de quienes somos como raza”. Supone que los temas no cambian pero no atina a razonar el porqué. Es que se encuentra ahogado en lo efímero y no sabría cómo salir a flote. Quisiera, por mi parte, arrojarle un neumático aunque él no desee enterarse que es el cómo y no el qué…, bah: no tiene caso seguir.
Quizá sobre mis malditos contemporáneos hayan confluido demasiadas coincidencias, un hiato en la narrativa ecuatoriana, la crisis de las literaturas nacionales, el advenimiento de una literatura globalizada, la tecnología inmiscuida en el terreno del arte y, también, no hay que olvidarlo, la proliferación de una ordinariez universal. Varas tiene razón cuando dice que en el Ecuador no ha habido un nombre a la altura de los maestros del boom de las letras latinoamericanas, no se equivoca en ello. En lo que se equivoca de pe a pa es en alimentar la esperanza de que ese maestro será engendrado entre sus hijos, sus nietos y tataranietos, una vez que él, liberado de todo, ha extendido sus brazos en torno de cada discurso desprovisto de peso específico, y a que, sin enfado, nos lo esté diciendo ahora. Se equivoca si cree que informarnos que el grupo que él ha unido con la destreza de Chris Angel está compuesto por muchos, que ellos escriben porque les da la gana, que lo hacen horrorosamente bien y que por ello éste será el germen del maestro de las letras que todos echamos de menos, garantizará que ello ocurra. Se equivoca ampliamente porque no es lo mismo aquello que escribe Jorge Izquierdo, que lo que escribe Juan Fernando Andrade, que lo que hace Esteban Mayorga y porque lo que éstos hacen —a mi modo de ver un sonoro bluff y un completo fracaso hasta hoy— es muy distinto de lo que escriben Yanko Molina, Luis Borja, María Fernanda Pasaguay o Juan Pablo Castro, escritores, todos ellos, con peculiares y distintas preocupaciones estéticas. Esto puede invocar a que su tosca generalización se desplome al ser contrastada con la lectura, la realidad de las obras, a que su listado de lo que sería una generación-que es una voz-que es una comunidad estética tal vez no exista.
Yo preferiría que no fuesen muchos los que formen parte de esa nómina, no una generación, como desea Eduardo Varas. No veo el por qué. Quisiera que fuesen voces distintas, únicas, singulares, elegantes, que ofrezcan resistencia individual y artística. Y que ellos, por su parte, amistosa o belicosamente remonten el presente a hombros de gigantes, como se decía en el pasado, aunque esos gigantes, los escritores viejos de los viejos tiempos, no sean muy gigantes que digamos. Quizá de ese modo, con la audacia que confiere la honestidad de mirar a nuestros padres, tíos y abuelos, aunque los odiemos y queramos verlos bajo tierra, se pueda constatar el encumbramiento de un verdadero gran narrador ecuatoriano, de un titán.
Alguien a quien inventar, como se ha dicho en México, aquí, ahora. —
Que Eduardo Varas se detuviera a escribir el texto El manto de la invisibilidad es ya un síntoma: en el Ecuador se echa de menos una generación literaria, la aparición de algo nuevo. Ocurre que en este país un puñado de individuos ha roto el cascarón (¡cascarón!) de los treinta o va camino de los cuarenta y se sofoca (escribo se sofoca e inmediatamente me falta el aire, me sofoco) porque su obra cobra mucho menos dividendos que los cifrados en ella de acuerdo con las cábalas. Ocurre que envejecemos y la obra no despega. Ocurre que ya pintamos una que otra cana, alguna arruga, y seguimos haciendo desplantes, un corte de manga aquí, una cruz invertida allá, y el panorama no cambia. Ocurre que hemos tocado un par de flautas y aún no acertamos a afinar el instrumento, menos a despertar a la belleza. Lo dicho hasta aquí, expresado sin sarcasmo, podría servir de abstract o acaso como una glosa del texto de Varas. El resto de la tragedia podría habérnosla evitado o al menos hubiésemos agradecido si disimulaba con mayor gracia, por si un lector despierto husmeara esas páginas, un visitante foráneo, por ejemplo. ¿Qué íbamos a decirle a ese extranjero, tan abandonados, tan sin raíces como sostiene Varas, tan pagados de nosotros sin embargo, en nuestro papel de fundadores de las nuevas letras ecuatorianas? ¿Qué excusas podríamos ofrecerle acerca de algo que se aproxima peligrosamente a un déjà vu, el jodido lloriqueo de un puñado de caras nuevas con distintas caretas, una fila corta, cortísima, que a pesar de ello casi alcanza el grado cero de la memoria? Las explicaciones quedarán reservadas a los turistas. Nosotros, casa adentro, podremos voltear la cabeza. Nos avergüenza mirarnos de frente.
Queda dicho: hacía falta una generación. Esto que puede ser un reclamo ingenioso y en otra geografía una necesidad, en la nuestra se convierte automáticamente en sospecha. ¿Para qué desgajar un grupo, por qué hacer sumas, perpetrar restas y copiar en limpio una lista? ¿Para qué hacerlo si no subyace a ese acto una batalla estética, un enfrentamiento formal, para qué intentarlo si el lance no es desplegado como una tensión entre formas de pensar y escribir, para qué si no se trata de exponer puntos de vista distintos, otros, y poner en evidencia un enfrentamiento entre concepciones del mundo en la arena literaria? Me asombra que Varas comience con una quejita —que detrás de él supuestamente yace un vacío inescrutable y ominoso, el de una narrativa ecuatoriana “ausente”— y se arroje sobre la humanidad entera. Me asombra que en su salto ni por un instante le preocupe formular una poética personal o la de un grupo, que no intente reflexionar sobre un programa estético ni manifieste alguna obsesión, un interés formal mínimo. Me asombra que diga tan poco, casi nada acerca de su oficio o su cocina literaria y se limite a describir cómo ha llegado hasta ese punto en el desierto, situado a medio camino entre catarsis, abulia y turismo literarios. Me deslumbra cuán bueno es para zurcir nombres escogidos al azar y a eso bautizar con un apelativo por demás simplón, vacuo por lo demás: payasos tristes. (Me detengo un instante, gruñón y puntilloso que soy: ¿por qué payasos, por qué tristes? ¿Por qué no alegres si han conseguido saltar en el vacío y obtenido visa para todas las literaturas del mundo? ¿Por qué payasos si en ninguna parte se sugiere que su oficio sea el de hacernos reír, el de chorrear la payasada? ¿Por qué? ¿Acaso la gratuidad es uno de los valores de esta literatura descomprometida, de esta jugada light? ¿Acaso hoy en día la ocurrencia paga rentas por sí misma?)
Creo que mi amigo Varas ha incurrido en grave frivolidad al actuar de ese modo, al sustituir graciosamente la primera persona del singular y su pronombre, yo, por el narrativamente complejo nosotros. Quizá desesperado, ansioso al descubrirse solo, so lonely, ha terminado por realizar una transferencia poco hábil de sus ideas a una nómina y con ello tratar de componer una comunidad de criterios. Tal vez se ha mirado en el espejo al afeitarse, se ha sabido alcanzado por una misión y no ha dudado un instante en hablar a nombre del resto. El problema reside en aquello que dice por los otros, en aquello que confiere a sus contemporáneos como si de una patente de corso se tratase. El problema reside en que sus gestos además de recurrentes (el tipo de mohín expresado en privado en este país), son injustos y miopes en lo que a tradición se refiere. El problema es que busca conmiseración con sus arrebatos de melodrama, pero no deja de ser soberbio (“Todo lo hemos visto desde la distancia del observador sabio”) y solazarse en el rechazo. Varas parte de la exageración y el sensacionalismo cuando escribe “porque fuimos discriminados, crecimos en terror, vivimos en ausencia y nos interesamos por la narrativa a pesar de no tener los recursos bibliográficos a la mano, o una sociedad con cultura lectora.” Yo, por ejemplo, que crecí en un barrio popular de Quito y soy hijo de maestros de escuela, no la pasé tan dura como parece haberle ocurrido a Varas. No recuerdo haber sido discriminado y dudo mucho que mi barrio fuese vecino de Auschwitz. Mi padre me dio un par de títulos que aunque no fueron rarezas ni sutiles excentricidades, sí me permitieron conocer, por ejemplo, a Suetonio y Quevedo, a Dumas y Verne, a Rojas y Donoso Pareja, si queremos hablar de ecuatorianos. Desconocida para mí ha sido hasta ahora que la situación en Guayaquil, donde me parece Varas creció, fuese tan desoladora como para apreciar tan de cerca el terror y alimentarse literariamente de él. No sabía hasta leer este texto que un escritor como él hubiese acumulado la experiencia de un Genet o un Primo Levi. Algo que saludo y, en cierto modo, envidio.
En el fondo no es más que la repetición de un prejuicio y la ostentación de un complejo. Al narrador ecuatoriano parece otorgar prestigio hacer el papel del fundador, Creador primigenio en la representación del Génesis, árbol nacido en el erial, palo en inexorable descomposición. Pero algo ocurre en una literatura, algo siniestro, cuando el soplo del Creador repite que nadie existe detrás de nosotros, que a nadie debemos, que de la nada hemos surgido. Es lo que he venido escuchando en este país en boca de lectores y escritores siempre jóvenes y algo astutos, a veces cínicos, a veces graves, a la expectativa de agarrar por la cola una obra maestra todos ellos. Y resulta no solo curioso sino completamente intrigante el hecho de que a medida que la obra maestra no cuaja, el rencor contra el fantasma de los “ausentes” se endurece hasta convertirse en roca. Resulta fácil atender al prejuicio y escribir la palabra “nada”, resulta fácil, útil y, hay que decirlo, cobarde, no reconocer que ya otros fracasaron en la empresa de cosechar las peras de esta narrativa en el olmo de la nada. Si admitimos esa nada no queda más que soportar el cortante silencio entre un Icaza y un Leonardo Valencia, si me permiten ser arbitrario con los nombres. La nada, el silencio y Dios a la vuelta de la esquina. Pero, querido Eduardo Varas: ¿en verdad conoces tú el significado de la palabra nada?
Pienso que somos de veras injustos e inmaduros cuando en un acto que no es una payasada sino ramplón ilusionismo desaparecemos los nombres de, por ejemplo, Abdón Ubidia, Vladimiro Rivas Iturralde, Jorge Velasco Mackenzie, Iván Egüez, Francisco Proaño Arandi o Javier Vásconez, nuestros antecesores en esto de los grupos y generaciones literarias, si de verdad ello existe y sirve para algo. ¿Acaso se escamotea su presencia porque no se han leído sus obras o porque no se admite que uno las haya leído? El prejuicio en torno a lo que se ha escrito puede conducirnos, como ciertamente antes lo ha hecho, a desperdiciar el valor de la experiencia, atributo que no valoramos porque pertenece, supongo, a los fantasmas tan temidos. Esfumar su imagen no hace sino dilatar el enfrentamiento entre concepciones del mundo de unos escritores y otros, no logra sino eludir las batallas estéticas que una generación debe asumir en contra de otra.
Digo que se trata de la ostentación de un complejo porque he comenzado a sospechar lo que sigue. La razón de la ceguera de nuestros narradores —cosa que no ocurre, u ocurre mucho menos con los poetas de este país, entre los que sí se atestigua una continuidad, de Alfredo Gangotena y Carrera Andrade a, podría ser, Juan José Rodríguez y Ernesto Carrión— es que deseamos no mantener deuda alguna porque en el fondo nos avergonzamos de lo que ha sido escrito, no por cómo lo ha sido sino por lo que se describe en esos cuentos y novelas ecuatorianas, por aquello que es contado. Porque nos sonrojamos al descubrirnos mestizos, embusteros, escasamente emprendedores, poco ambiciosos, pendencieros siempre y dotados de todo el color local que una literatura de esa calaña gasta. Porque no somos el otro que siempre hemos ambicionado, porque no alcanzamos a vernos en la otra orilla y disfrutar de aquello que suponemos es moderno, rápido y contemporáneo. Porque, en definitiva, nuestro problema es social, no literario, y al avergonzamos de la representación —que al cumplir con lo que debe, negar la realidad y reconstruirla, representarla, nos obliga a apreciar lo que no deseamos—, pareciera que lo representado se convierte en la sílfide que nos condena a la fealdad y la periferia. ¿De qué nos avergonzamos? ¿De la literatura escrita o de la realidad que se descubre en ella, de las referencias de esa literatura? No puede comprenderse de otro modo que ahora, muy campantes, nos desembaracemos rápidamente de un realismo que tanto mal (y tanto bien) ha hecho a nuestra literatura e intentemos huir por la vía de la evasión y el olvido. No de otro modo puede comprenderse que tratemos de liberarnos de la literatura nacional, de las literaturas nacionales, algo que en razón de abolir costumbrismo y pintoresquismo admite entera justicia, pero que en función de alimentar el prejuicio no hace sino llevarnos a la amnesia y la zafiedad.
Ante ello no queda a los payasos tristes más que enarbolar un cosmopolitismo disfrazado, un cosmopolitismo sin arraigos que pretendería medirse por los sellos migratorios en el pasaporte y no como una forma de entender lo literario. “Ser cosmopolita es una actitud espiritual que no se mide por la recurrencia en tramas y problemas cuya toponimia o situación histórica tiene poca relación con la nacionalidad del autor. Padilla mismo [el escritor mexicano Ignacio Padilla], más que un escritor cosmopolita es un viajero frecuente” escribe Christopher Domínguez Michael. La humanidad, ese último bastión que, para Varas, preserva su ilusión por lo literario, ha sido interpelada, atraída, criticada, convocada y conjurada por, si se me permite otra vez barajar nombres, ecuatorianos como Juan Montalvo, Pablo Palacio, Gonzalo Zaldumbide, Alfredo Pareja Diezcanseco, Benjamín Carrión, Raúl Andrade o Javier Vásconez, para no hablar de los poetas o los narradores ecuatorianos más recientes. En algunos de ellos esa “actitud espiritual” de la que habla Domínguez Michael —no el embeleso por los aeropuertos y los cuadernillos de pasaporte— ha sido, como en Borges, Salvador Elizondo o Lezama Lima —diferencias estéticas y de calidad aparte—, salvoconducto corriente y llave maestra para abrir la caja fuerte de los desafíos estéticos que impone toda literatura.
Esta evasión que supone negar lo existente a causa de prejuicios y complejos nos lleva a examinar sin remisión uno de los problemas que enfrenta el realismo en el Ecuador. Delator es que los narradores más jóvenes, los del cascarón de los treinta años y los de la crisis de los cuarenta, no logren representar la tierra que pisan, que no consigan asestar una palabra en contra del soso e inane estado de las cosas que constituye su escenario más inmediato. Sabemos que esas luces, esos neones y papeles en el asfalto forman parte de lo que niegan. Sabemos que, ocioso es repetirlo, no tienen ninguna obligación de narrarlos, de incidir con la forma en el corazón de su terreno. Pero también puede sospecharse que si no lo hacen, si se obstinan en evadir dichas calles, dichos neones, dicha mierda desperdigada en las aceras de una realidad plana, apenas vacía, apenas conflictiva —aquello que podría servir de materia prima para la novela contemporánea de este país—, es porque resulta menos problemático enajenarse, huir, componer maquetas de cartón piedra y atisbar la realidad a través de la ventana de un avión o desde la distancia de un sofá en una ciudad exótica, que para el caso puede ser cualquier ciudad. Yo mismo creo haber sido víctima de esa fiebre. Pero si yo odio, tú odias y los payasos tristes odian este país con encono y ninguno de nosotros hemos tenido las agallas para insultarlo, destruirlo y recrearlo mediante la literatura será mejor que rompamos el lápiz y aguardemos la llegada de otros que estén dispuestos a hacerlo. Podremos perfeccionar nuestros mundos toponímicamente ajenos y quizá hagamos un gran trabajo, pero si un solo autor no llega a problematizar este país, no creo que nuestra literatura pueda enseñar mucho a las otras. Es sabido que la novela debería pretender la mayor comprensión, la mayor objetividad o, si se prefiere, la mayor objetividad subjetiva en el conocimiento de lo real. Es una de sus características, de Flaubert en adelante. Con ello en mente, puede intuirse que el pavor que tienen algunos escritores jóvenes a recoger los vestigios de lo real y recrearlos en sus libros es el camino exactamente inverso a esa forma de conocimiento.
Supongo que detrás de todo esto reside un abandono en las telarañas de lo light. Es lo que puede atisbarse en el modo cómo Varas escribe su artículo, en su tono lánguido y descomprometido. Varas profiere que la “pertenencia” o la “identidad nacional” vale lo mismo que una frase de Woody Allen o que El capital de Marx es otra biblia que hay que olvidar. Supone que lo importante es ser visto y cree que la condición para abandonar la invisibilidad se ha cumplido gracias a los privilegios que obsequia la técnica al mundo contemporáneo. Para él, más importante es la exposición y el espectáculo de lo literario que el lance estético o el compromiso formal de la escritura. Más importante que la creación de lectores, el striptease, más importante que el fomento y la defensa de una propuesta personal (ni pensar en una propuesta radical), la difusión de lo redactado, más importante que la elaboración de una obra o la incidencia sobre una lengua, el consumo de un producto. Exigirle que su propuesta sea la de construir un libro a partir de la memoria o el conocimiento constituiría un despropósito. Instarle a pensar que hay libros y obras que no pueden ser olvidadas en un arresto de fanfarronería sino que deben ser revisadas, vencidas, colgadas o incineradas es un gusto que, neciamente, no deseo ahorrarme. Porque en lo light (que de ningún modo es igual que lo frívolo o lo de peso pluma, honrosas formas literarias éstas y a su modo serias) no crecen las ideas: en lo light solo arraiga la conciliación y el abrazo entre opuestos. Bajo una visión light de la literatura, para que el ser visto reporte beneficios inmediatos, un autor confeccionará, por ejemplo, productos fáciles, veloces, fungibles, fácilmente traducibles. En lo light no importa “el lugar, …las referencias, ni el lenguaje, ni el pasado”, gracias a él la literatura finalmente flota en la ciberatmósfera. En él, vejestorios como el lenguaje deben ser triturados porque entorpecen la efectividad, la eficacia y la uniformidad de esas latas de sopa Campbell con que un día todos soñamos los libros y las novelas se convirtieran. En lo light el lenguaje se fue a la mismísima mierda.
El problema con lo light es que además de lánguido es aproblemático. El problema con la invisibilidad y lo invisible es que no son conceptos, son pretextos. En la invisibilidad la farsa reside en que no se puede hablar de las cosas concretas porque todo permanece en la queja y ante una queja solo cabe la conmiseración, el error de lo invisible es que nos aparta de lo tangible (la falta de editoriales, la carencia de canales de difusión, la escasa y débil crítica, la falta, ¡Dios!, de una página literaria, no se diga una revista o un suplemento) y nos condena a un limbo en que una palabra que podría ser metálica, antes de ser dicha se evapora y se hace etérea, tan abstracta como la meditación más impersonal. Por ello Varas no habla con claridad y omite los nombres propios, por eso cuando se habla de la invisibilidad uno sospecha que en realidad puede tratarse de una retahíla de disculpas movidas por la falta de ímpetu o la pura y simple pereza. Tal vez esto también guarde relación con que a partir de un par de ideas correctas (“Ecuador es el campo de la narrativa que intenta, que intenta y prefiere quedarse en el intento. La narrativa es la metonimia de lo que pasa en el terreno nacional… así ha sido siempre”, “Es la necesidad de callarnos? ¿Es la vergüenza de exponernos?”), Varas extraiga conclusiones tan ciegas.
Si seguimos su artículo, sobre el escritorio de Varas es igual de fácil hallar una novela de Bret Easton Ellis o una de Houllebecq, algo tan antiguo como En la ciudad he perdido una novela y algo de veras psicodélico como Tribu sí o encantadito al máximo como una novela de Demetrio Aguilera Malta. Esto, aparentemente demostraría su osadía en la variedad, su desdén por las gradaciones y su universalismo, histórico y geográfico. Es una pista que no hay que desdeñar. En primer lugar es preciso advertir la peculiaridad: Varas escoge una novela ecuatoriana avant-garde, anticuada ahora, uno de esos platos que nos permiten parecer distintos sin abandonar los beneficios del gremio, esto es, los fastos del conglomerado de los críticos de moda; prosigue con un libro de identidad juvenil, cosa nueva en su tiempo con todas las pretensiones de permanecer como algo siempre nuevo aupado por su argumento; y cierra con la mención de un novelista, guayaquileño, curiosamente como lo es el mismo argumentador, algo que de por sí no debería ser objeto de sospecha alguna si se hubiesen citado otros nombres y otros libros ecuatorianos en el diseño de la estampa. En segundo lugar: no tiene nada de malo atender a lo contemporáneo, a lo inmediato e incluso a lo efímero. De la misma manera que todas las generaciones han gozado y padecido su Malraux, su Henry Miller, su Kerouac y, hoy en día, su Roberto Bolaño, de la misma forma es preciso separar la moda de aquello que no lo es. Esto en referencia a los Houellebecq, Ellis y Foster Wallace que en el mundo han sido. José Donoso decía que una de las experiencias más emocionantes que puede proporcionar una obra de arte es que encarne lo contemporáneo, no que lo formule. Y es que nada puede ser más erróneo y sin embargo más útil para un escritor que someterse a las formulaciones de la moda. Con la moda podemos tomar el pulso al tiempo actual y apuntar todas sus desventuras a la vez que descubrimos sus encrucijadas. La moda nos permite seguir el ritmo de su lenguaje, estimar el instante de salud o enfermedad por el que atraviesa, y asomar la cabeza a sus temas. Sin embargo, nada de eso, al menos nada en un segundo momento de la creación, nos permite escribir una literatura de riesgo, una literatura de batalla y tensión. La moda es un paso que no debería convocar a la escritura, una etapa que por prevención debería orientarnos a meditar sobre los temas de una época puesto que nos ofrece un diagnóstico. Entendida de esa forma, la moda desfilaría para mí en Houellebecq, y, aunque no lo parezca, aunque no sea muy creíble, sería refractaria, ajena, a las novelas de un tipo como Ellis.
Pero en lo light los temas se confunden con las necesidades vitales de una literatura, con lo que de veras importa. Por eso Varas piensa que hablar de nuevos temas (del pop indie a una escena de porno gonzo) es tan importante como escribir una novela, que desalojar los viejos argumentos y dar la bienvenida a los nuevos constituye la esencia de todo el artificio literario. Pero al volver sobre lo mismo, temas y argumentos, trastrabilla y muda, viaja de lo muy fashion a los que imagina son temas antiguos y preocupaciones eternas, los que “no varían, que nos definen y rodean, que siguen siendo reveladores de quienes somos como raza”. Supone que los temas no cambian pero no atina a razonar el porqué. Es que se encuentra ahogado en lo efímero y no sabría cómo salir a flote. Quisiera, por mi parte, arrojarle un neumático aunque él no desee enterarse que es el cómo y no el qué…, bah: no tiene caso seguir.
Quizá sobre mis malditos contemporáneos hayan confluido demasiadas coincidencias, un hiato en la narrativa ecuatoriana, la crisis de las literaturas nacionales, el advenimiento de una literatura globalizada, la tecnología inmiscuida en el terreno del arte y, también, no hay que olvidarlo, la proliferación de una ordinariez universal. Varas tiene razón cuando dice que en el Ecuador no ha habido un nombre a la altura de los maestros del boom de las letras latinoamericanas, no se equivoca en ello. En lo que se equivoca de pe a pa es en alimentar la esperanza de que ese maestro será engendrado entre sus hijos, sus nietos y tataranietos, una vez que él, liberado de todo, ha extendido sus brazos en torno de cada discurso desprovisto de peso específico, y a que, sin enfado, nos lo esté diciendo ahora. Se equivoca si cree que informarnos que el grupo que él ha unido con la destreza de Chris Angel está compuesto por muchos, que ellos escriben porque les da la gana, que lo hacen horrorosamente bien y que por ello éste será el germen del maestro de las letras que todos echamos de menos, garantizará que ello ocurra. Se equivoca ampliamente porque no es lo mismo aquello que escribe Jorge Izquierdo, que lo que escribe Juan Fernando Andrade, que lo que hace Esteban Mayorga y porque lo que éstos hacen —a mi modo de ver un sonoro bluff y un completo fracaso hasta hoy— es muy distinto de lo que escriben Yanko Molina, Luis Borja, María Fernanda Pasaguay o Juan Pablo Castro, escritores, todos ellos, con peculiares y distintas preocupaciones estéticas. Esto puede invocar a que su tosca generalización se desplome al ser contrastada con la lectura, la realidad de las obras, a que su listado de lo que sería una generación-que es una voz-que es una comunidad estética tal vez no exista.
Yo preferiría que no fuesen muchos los que formen parte de esa nómina, no una generación, como desea Eduardo Varas. No veo el por qué. Quisiera que fuesen voces distintas, únicas, singulares, elegantes, que ofrezcan resistencia individual y artística. Y que ellos, por su parte, amistosa o belicosamente remonten el presente a hombros de gigantes, como se decía en el pasado, aunque esos gigantes, los escritores viejos de los viejos tiempos, no sean muy gigantes que digamos. Quizá de ese modo, con la audacia que confiere la honestidad de mirar a nuestros padres, tíos y abuelos, aunque los odiemos y queramos verlos bajo tierra, se pueda constatar el encumbramiento de un verdadero gran narrador ecuatoriano, de un titán.
Alguien a quien inventar, como se ha dicho en México, aquí, ahora. —
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