
Monday, June 30, 2008
YO, FRANCO. Striptease

1 Me cuentas que hoy en día ninguna se rehúsa a inflarse las tetas. Me cuentas hoy.
2 Me has dicho —en confidencia, no importa— que el color que se prefiere es el blanco.
3 Me habías contado que las faldas que desataron el estado actual de las cosas habían sido confeccionadas con una mezcla de algodón flexible y lycra que se embutían por la cabeza, como un suéter apretado, me habías contado que las medias de nylon brillaban y en su conjunto las caderas resultaban ahorcadas por el algodón y el nylon, obscena, impúdicamente.
4 Me dijiste que eso ocurrió hace quince años, quizá más, y que a partir de ello las mujeres se pusieron más bonitas, que los pantalones de lycra y las blusas transparentes se volvieron hábito en las calles de la misma manera que los tatuajes y las perforaciones en el ombligo, me dijiste que las blusas se recortaron hasta el borde de los senos para emancipar el abdomen, que los pantalones se encogieron y las sinuosidades encontraron su razón de ser. Me dijiste, creo que me lo dijiste.
5 Me contaron que dijiste que el punto de quiebre fueron los pantalones de color blanco —unos ocho años han pasado— transparentados y dispuestos a invadir la imaginación de la carne, que los pantalones se diluyeron y dejaron respirar las braguitas negras de tiras largas, estiradas sobre las caderas, me contaron que dijiste que.
6 Escucho haber dicho que me contaste que el blanco fue el punto más alto, que después del blanco las mujeres perdieron el pudor y su cuerpo comenzó a andar solo, que la era del recato expidió y fue inaugurada la sociedad del desacato y el desafuero. Recuerdo que remití lo que me contaste, que hoy en día un hombre puede matar en nombre de una joven en equilibrio sobre su par de tacones rojos de plataforma, transparentes, sintéticos, aquellos que marcan la curvatura del culo hasta el desquiciamiento de los ojos. Me recuerdo diciéndolo a alguien pero no recuerdo a quien.
7 Es que quizá dijimos —nos pusimos de acuerdo— que a medida que la carne va ganando la partida, los espectadores de privilegio, esto es, los escritores, más se acobardan y se refugian en la intimidad de la biblioteca o, como has dicho tú (creo que has sido tú), en la literatosis, esto es, el pánico de los sentidos, de los olores, de los sabores, de la carne. Escritores de esos han visto pero no han querido ver este striptease urbano, el descubrimiento de la desembozada lengua de la provocación. No han querido ver ellos porque están muy ocupados en desentrañar el sexo de los ángeles o las pistas de la literatura dentro de la literatura, no han querido, no han podido, pienso haberte dicho, nos dijimos. Recuerdo estas palabras, fatigado, mientras dejo reposar el lápiz sobre el vidrio del escritorio y me aplico un involuntario masaje sobre la masa protuberante de los ojos cuando están cerrados. Me pongo de nuevo las gafas y abro la puerta. En la plaza el sonido comienza a ascender cual zumbido de un enjambre. Despierta la noche, los tacones, las puntas de acero, la silicona sin discrimen. Creo habértelo dicho. Podría jurarlo que lo hice. —
Thursday, June 26, 2008
Monday, June 23, 2008
YO, FRANCO. Terceras personas duermen en mí
Aprisa, desciende por la acera de la avenida. Avanza unos metros, la mirada a un lado, la mirada al otro, camina unos pasos, el nervio en la espalda, en las piernas, en las palmas, acosa la esquina, el cabello arreglado apenas, la cabeza puntiaguda, la nariz muy ancha, la frente brillante, amplia, demasiado amplia.
Contémplenlo ahí, en el cruce de las avenidas América y Brasil, recién cortado el cabello, sudoroso, apenas visible. Fatiguen la lectura: perderán al adolescente y sus rodillas trémulas.
Abran los ojos, se los presento: Francisco Estrella.
Ya tiene nombre: Francisco Estrella desciende por la acera oriental de la Brasil en busca de la avenida América con intención de tomar un autobús y regresar a su casa en el centro de la ciudad, al pie de la colina. Una mujer ha cortado su cabello con la misma máquina, iguales tijeras, la misma espuma de afeitar de la peluquería del barrio. Una mujer arregló su cabello en el lugar llamado Xandú, o algo así, una mujer mestiza como todos, vecina del sur como todos, los ojos sobre el que ingresa a la peluquería, desconfiados, como siempre. Francisco Estrella ha recorrido el directorio telefónico con avidez —alberga la esperanza de que el directorio lo salve de la monotonía y la, a su entender, enorme disociación entre lo que supone desea ser y lo que tiene a mano, en el barrio, en su casa, por ello indaga en las páginas con febril curiosidad, como un detective joven, como un justiciero—, ha saltado de la sección blanca a la amarilla y de la amarilla a la blanca (“Aviso de pie de página a dos columnas: demasiado caro. Mil sucres. Mil quinientos, no más”) hasta que sus ojos se detienen en el aviso más pequeño, el más modesto, que revisa, acepta, y copia el número. Marca los seis números, ya le tiembla la voz (“¿puedo tener una cita? ¿una qué? ¿… una reservación, una cita…? Ah. ¿A las cuatro puede ser?”), cuando se recupera han pasado una hora, dos, y piensa en la tarde, en el norte, en olores agradables y trajes de seda de las series de tevé. Cuenta las horas, los minutos que restan para ir por el autobús, un viejo Greyhound del 52 con asientos rotos y vidrios de toque, el que pasa siempre a la misma hora, las dos y cincuenta, diez manzanas a pie lejos de casa. Lo toma (se ha peinado con esmero, se ha bañado acaso, se ha mojado repetidas veces el rostro para evitar el brillo), toma asiento en uno de los lugares del frente. No deja de mirar por la ventana el ambiente que cambia y se suaviza, las edificaciones nuevas y uniformes, los arupos y el verano que han venido para quedarse. Se apea en una esquina, camina varias cuadras, muchas, atemorizado por el reloj implacable, movido por la mentira y el sueño, por el ímpetu, por la esperanza. Vuelve la mirada: nadie lo vio llegar (“me trajo mi padre en su coche, volverá por mí. En su coche”), “buenas tardes, tengo una cita…, una reservación”, tijeras, espuma de jabón, el run run de la máquina. Nadie lo mira al irse, el muchacho se aleja sin contornos, sin voz.
Desciendo aprisa (¿lentamente?) por la avenida en dirección a la estación de autobús, retorno a casa. Siento el corazón pesado, intenso, alterado. El sol brilla sobre mi frente oprobioso y sucio, como un manto de hollín. Siento el fuego en la nuca y las patillas a causa de la colonia. Subo el primer peldaño del autobús con algún temblor en las piernas que se disipa apenas tomo asiento. A lo largo del trayecto extravío mis pensamientos con la mirada retenida por la ciudad nueva y la vieja, los edificios, las casas de cemento, las de adobe, hasta que el viaje concluye y la visión de las escalinatas, el polvo, la maleza en las verandas se eleva más grande que la estatura humana. “Trepa el actor a su cueva en San Juan”, dirá la tercera persona, y yo treparé apenas un minuto antes a mi cueva en el barrio de San Juan, a través de escaleras incontables que mueren en el altar del sacrificio. Llegaré, me tumbaré sobre la cama hecha, el corazón oprimido y extraño, los ojos cerrados, el brazo derecho cruzado sobre el rostro en forma de ele.
Contémplenme aquí con el cabello recortado, sin sombra, la mentira apenas.
Mírenme, obsérvenme antes de cerrar los ojos de nuevo.
* “Trepa el actor a su cueva en San Juan”, Pasión del actor Barahona, Espectros de la calle Nueva York, Iván Carvajal.
Contémplenlo ahí, en el cruce de las avenidas América y Brasil, recién cortado el cabello, sudoroso, apenas visible. Fatiguen la lectura: perderán al adolescente y sus rodillas trémulas.
Abran los ojos, se los presento: Francisco Estrella.
Ya tiene nombre: Francisco Estrella desciende por la acera oriental de la Brasil en busca de la avenida América con intención de tomar un autobús y regresar a su casa en el centro de la ciudad, al pie de la colina. Una mujer ha cortado su cabello con la misma máquina, iguales tijeras, la misma espuma de afeitar de la peluquería del barrio. Una mujer arregló su cabello en el lugar llamado Xandú, o algo así, una mujer mestiza como todos, vecina del sur como todos, los ojos sobre el que ingresa a la peluquería, desconfiados, como siempre. Francisco Estrella ha recorrido el directorio telefónico con avidez —alberga la esperanza de que el directorio lo salve de la monotonía y la, a su entender, enorme disociación entre lo que supone desea ser y lo que tiene a mano, en el barrio, en su casa, por ello indaga en las páginas con febril curiosidad, como un detective joven, como un justiciero—, ha saltado de la sección blanca a la amarilla y de la amarilla a la blanca (“Aviso de pie de página a dos columnas: demasiado caro. Mil sucres. Mil quinientos, no más”) hasta que sus ojos se detienen en el aviso más pequeño, el más modesto, que revisa, acepta, y copia el número. Marca los seis números, ya le tiembla la voz (“¿puedo tener una cita? ¿una qué? ¿… una reservación, una cita…? Ah. ¿A las cuatro puede ser?”), cuando se recupera han pasado una hora, dos, y piensa en la tarde, en el norte, en olores agradables y trajes de seda de las series de tevé. Cuenta las horas, los minutos que restan para ir por el autobús, un viejo Greyhound del 52 con asientos rotos y vidrios de toque, el que pasa siempre a la misma hora, las dos y cincuenta, diez manzanas a pie lejos de casa. Lo toma (se ha peinado con esmero, se ha bañado acaso, se ha mojado repetidas veces el rostro para evitar el brillo), toma asiento en uno de los lugares del frente. No deja de mirar por la ventana el ambiente que cambia y se suaviza, las edificaciones nuevas y uniformes, los arupos y el verano que han venido para quedarse. Se apea en una esquina, camina varias cuadras, muchas, atemorizado por el reloj implacable, movido por la mentira y el sueño, por el ímpetu, por la esperanza. Vuelve la mirada: nadie lo vio llegar (“me trajo mi padre en su coche, volverá por mí. En su coche”), “buenas tardes, tengo una cita…, una reservación”, tijeras, espuma de jabón, el run run de la máquina. Nadie lo mira al irse, el muchacho se aleja sin contornos, sin voz.
Desciendo aprisa (¿lentamente?) por la avenida en dirección a la estación de autobús, retorno a casa. Siento el corazón pesado, intenso, alterado. El sol brilla sobre mi frente oprobioso y sucio, como un manto de hollín. Siento el fuego en la nuca y las patillas a causa de la colonia. Subo el primer peldaño del autobús con algún temblor en las piernas que se disipa apenas tomo asiento. A lo largo del trayecto extravío mis pensamientos con la mirada retenida por la ciudad nueva y la vieja, los edificios, las casas de cemento, las de adobe, hasta que el viaje concluye y la visión de las escalinatas, el polvo, la maleza en las verandas se eleva más grande que la estatura humana. “Trepa el actor a su cueva en San Juan”, dirá la tercera persona, y yo treparé apenas un minuto antes a mi cueva en el barrio de San Juan, a través de escaleras incontables que mueren en el altar del sacrificio. Llegaré, me tumbaré sobre la cama hecha, el corazón oprimido y extraño, los ojos cerrados, el brazo derecho cruzado sobre el rostro en forma de ele.
Contémplenme aquí con el cabello recortado, sin sombra, la mentira apenas.
Mírenme, obsérvenme antes de cerrar los ojos de nuevo.
* “Trepa el actor a su cueva en San Juan”, Pasión del actor Barahona, Espectros de la calle Nueva York, Iván Carvajal.
Saturday, June 21, 2008
Friday, June 20, 2008
Thursday, June 19, 2008
Friday, June 13, 2008
La marca

Afeita cuidadosamente su labio superior la maquinilla negra de hojas con que rasparé mis mejillas, imitándolo cada vez que ladeo mi rostro en el espejo, o cuando me cubro las orejas con las manos abiertas porque sé que él retorna a casa, que sus pasos despiertan en la madera de los escalones una vibración inconfundible, que escucho el chasquido de la lengua y la saliva, el ceceo, sus tics. Afeita cuidadosamente su labio alfombrado de pelos duros y entrecanos, me detengo, rasgo una coma, coma, la sangre mana, negra y roja. Sacude la maquinilla y sobre el lavabo las marcas blancas, rojas, negras restallan. La marca es vertical, carnosa, algo más blanca que la monótona pintura de la cara, la incisión fue de apenas unos dos milímetros, luego vino la sangre. Del vaho emergió la silueta de terciopelo, el vaivén de pelillo esponjoso, azul y negro, desarmándose en la escalera plano por plano, línea por línea hasta la comprensión del movimiento, hasta la descomposición del color en sus factores básicos. Dos líneas verticales palpitan con nervio: el animal reposa sobre la caja de trigo, ausente, solo el cuerpo traquetea como una máquina de vapor ajena al reflejo de la pupila. El hombre, el niño, acarrea en su mano el aro y el palito para equilibrar el juego sobre las calles polvorientas del barrio de San Juan, e ingresa, pobre como es, con los mocos secos manchando el labio superior, dos líneas blancas secas de tierra, con las rodillas desportilladas que lame cuando mamá carga el canasto de pan en la espalda y se lo lleva a vender por las esquinas, con el pantalón corto de género basto y gris, con el blusón de arpillera manchado de tierra y fruta, con su pobreza en las uñas rotas a causa de los furtivos mordiscos en el altillo de la casa de adobe, con la certidumbre del accidente el niño trasciende esa puerta, dos planchas arrastradas por la corriente desde el eucalipto de las colinas hasta la acequia de los regadíos en el ejido, penetra en el lugar y pega la nariz al mostrador. Cuando arriba las voces se disipan, mete la mano al bolsillo, toca los tres reales y aprieta el níquel voluptuosamente, acariciándolo: al salir de la tienda meterá los dedos en su boca. En lo más alto, sobre la vitrina y la caja de trigo, el animal cabecea de sueño, vencido por la tarde caliente que acosa al comercio, a los comensales, al barrio. Saca la mano del bolsillo y, dispuesto a pagar, la extiende con las monedas en su cuenco. Pero el brazo es corto y el movimiento inútil, y las monedas van a golpear el piso con su tintineo salvaje. Se lanza el animal desde lo alto y va a parar en su cara, maullando, herido, implacable. El tigre que duerme en él no perdona el movimiento y desgarra; el niño no grita, son las señoras, la dueña, la niña de pecho, él se quita el gato de encima aferrándose a la vida, con una dignidad que no se irá, aprendida ese día, aunque también herido. La grieta sangra pero la dueña rompe ya el huevo, extrae la telilla y la coloca con cuidado entre mocos, tierra, sangre y los desgarros. El vapor se disipa y el rostro dibuja su contorno hasta encontrar su forma entera. Toma la toalla, la aprieta, coagula la sangre. Dos líneas refulgentes, verticales en el fondo. Ladeo el rostro y observo mis labios sin marcas. Coloco la maquinilla negra sobre el mármol. Está húmeda y vieja, oxidada, atascada por los pelos del padre y el hijo. —
Friday, May 30, 2008
Escalpelo y ojo. Identificación de una mujer, de Antonioni
¿Quién fue Antonioni? El artista que cinta tras cinta repitió con insistencia patológica que la proyección de lo real no tiene el mismo alcance de lo visible. Antonioni fue el artista que se afanó en colocar la recapitulación de la vida reducida a sus factores básicos, desarmada en sus piezas, como justificación del cine como arte, acaso la más precisa. Cinta tras cinta, corte tras corte, época tras época, Michelangelo Antonioni incitó a cuestionar el significado de las cosas en busca de uno distinto, peor que aquella ilusión inflada por la moral de lo nuevo y lo moderno. A esto convocaba la lentitud de sus planos, por ello abogaba la impertinencia de una cámara empeñada en demostrar que la verdad reside lejos de lo dicho y que en muchos casos —ay, la mayoría— la impresión de la imagen la niega, la disfraza, la pervierte. Abogó por ello a favor del misterio y su oculto sentido, por el enigma del silencio y la inutilidad de la palabra, por la saturación del tiempo expuesto y el detalle, porque creía con firmeza que bajo una capa y otra las cosas revelarían su significado aunque quizá fuese el absurdo quien condujera los tropiezos del hombre contemporáneo: «sabemos que debajo de la imagen revelada hay otra, más fiel a la realidad; y debajo de ésta, otra; y todavía otra debajo de esta última. Hasta llegar a la verdadera imagen de esta realidad, absoluta, misteriosa, que nadie verá nunca. O quizás hasta la descomposición de toda imagen, de toda realidad».
Lo verdadero entonces habita para Antonioni bajo la apariencia, más allá del «peligroso filo de las cosas». La cuchilla que él usó para mondar las capas de significación del orden y tentar el corazón de lo explicable fue la observación cansada, el ojo enérgico, la mirada larga y radical si honramos con fidelidad a Roland Barthes, el ojo atentatorio. Por ello, sin paradojas, Antonioni es para el cine el artista del movimiento, pues obligó a mirar detenida y juiciosamente los hechos con el fin de intuir qué escondían tras sus velos.
¿Qué fue entonces Identificación de una mujer? ¿Un ensayo que intenta revelar el fracaso de los deseos y la confluencia del equívoco? ¿La prolongación del tema de la «trilogía de los sentimientos», integrada (¿desintegrada?) por La aventura, La noche y El eclipse? Identificación de una mujer cuenta la historia del director de cine Niccolò, quien intenta llenar el vacío abierto por su divorcio a través de la búsqueda de una actriz para su nueva película. En su pesquisa, Niccolò tropezará con Mavi e Ida, mujeres que nutren el repertorio de caracteres femeninos de Antonioni mientras convocan a la vida del protagonista extrañamiento y separación. Plagada de metáforas de los eternos temas del autor —incomunicación, extrañamiento, enajenación, fracaso— dispuestas en los objetos y los fenómenos (niebla, puertas abiertas, espejos, escaleras, espacios vacíos), Identificación de una mujer es el puente entre la observación clínica del tiempo de las cintas de la década del 60, y la atmósfera de degradación, absurdo y hastío de la de 1980. A confirmar este punto contribuye el tratamiento decididamente hostil que prodiga el director a la vida contemporánea y su síntoma. Mas lo que caracteriza al film es la continuidad en la inquietud del artista sobre la profunda disgregación entre el porvenir confortable y promisorio de los objetos (la tecnología y la ciencia) y la tozudez de una antigua moral incapaz de asumir el futuro. Más explícita en torno a este problema que las cintas de la Trilogía, Identificación de una mujer prosigue el intento de colocar la cámara al servicio de una fenomenología de los sentimientos y su verdad intrínseca. La respuesta que obtiene su mirada fría sobre el insistente error del Eros es que, como dijese Antonioni, Eros está enfermo. Y si es así, la solución, el inri, ha de ser el fracaso. Ahí la persistencia del ojo atentatorio. —
Lo verdadero entonces habita para Antonioni bajo la apariencia, más allá del «peligroso filo de las cosas». La cuchilla que él usó para mondar las capas de significación del orden y tentar el corazón de lo explicable fue la observación cansada, el ojo enérgico, la mirada larga y radical si honramos con fidelidad a Roland Barthes, el ojo atentatorio. Por ello, sin paradojas, Antonioni es para el cine el artista del movimiento, pues obligó a mirar detenida y juiciosamente los hechos con el fin de intuir qué escondían tras sus velos.
¿Qué fue entonces Identificación de una mujer? ¿Un ensayo que intenta revelar el fracaso de los deseos y la confluencia del equívoco? ¿La prolongación del tema de la «trilogía de los sentimientos», integrada (¿desintegrada?) por La aventura, La noche y El eclipse? Identificación de una mujer cuenta la historia del director de cine Niccolò, quien intenta llenar el vacío abierto por su divorcio a través de la búsqueda de una actriz para su nueva película. En su pesquisa, Niccolò tropezará con Mavi e Ida, mujeres que nutren el repertorio de caracteres femeninos de Antonioni mientras convocan a la vida del protagonista extrañamiento y separación. Plagada de metáforas de los eternos temas del autor —incomunicación, extrañamiento, enajenación, fracaso— dispuestas en los objetos y los fenómenos (niebla, puertas abiertas, espejos, escaleras, espacios vacíos), Identificación de una mujer es el puente entre la observación clínica del tiempo de las cintas de la década del 60, y la atmósfera de degradación, absurdo y hastío de la de 1980. A confirmar este punto contribuye el tratamiento decididamente hostil que prodiga el director a la vida contemporánea y su síntoma. Mas lo que caracteriza al film es la continuidad en la inquietud del artista sobre la profunda disgregación entre el porvenir confortable y promisorio de los objetos (la tecnología y la ciencia) y la tozudez de una antigua moral incapaz de asumir el futuro. Más explícita en torno a este problema que las cintas de la Trilogía, Identificación de una mujer prosigue el intento de colocar la cámara al servicio de una fenomenología de los sentimientos y su verdad intrínseca. La respuesta que obtiene su mirada fría sobre el insistente error del Eros es que, como dijese Antonioni, Eros está enfermo. Y si es así, la solución, el inri, ha de ser el fracaso. Ahí la persistencia del ojo atentatorio. —
Monday, May 26, 2008
YO, FRANCO. Líneas del bebedor y la ira

… que esta mierda de vida encubre otra, que estas palabras de mierda ennegrecen todo hasta que todo significa apenas nada, aunque sospecho existe un inframundo donde puedo decir mi odio y gritarte ¡imbécil!, gritar que eres cobarde y callas, gritar que tu honra no existe, que te robé y te hice pasar por inservible, inoperante, vil. ¿Sabes cuál la llave de este mundo, sabes cuál el origen del valor de toda palabra sin mugre? ¿Sabes cuál la antena del miedo, la llave que todo lo abre y expía, sabes cuál el picaporte del fracaso? Descorcha el valor en su nombre, sacia en el trigo tu ambición de saber, la necesidad de fe, purifícate en el vino o en la grappa. Beber, beber hasta el sudor y el horror, hasta el vómito que raspa tu garganta y te lleva al intestino y su sabor, hasta que tus orificios manchen las sábanas de amarillo, meado y mierda. Acostúmbrate a que la verdad sabe a cebada, a sorgo y patata, a uva de Noé y de David, acostúmbrate a sentir el olor de la verdad como el aroma del vómito de un ebrio, como la exhalación infernal de la caña porque el fermento ha de revelar en tu nombre. No saben nada quienes catan, quienes prueban, quienes tasan el valor del agua, oficio de polichinela y dama, de payaso y perra, hombres que no alcanzan a perderse en los sentidos sin vigas ni sombras. ¿Cocteles?: catador, tú no eres más que la puta de los fermentos, el añejo ha de servir para flanquear el inframundo y preguntar sobre el sentido del silencio y la ira, sobre pudor, honor y mentira, sobre lo que se oculta y lo que se disfraza, sobre el fracaso, sobre mi propia mentira. A ello ha de servir el ajenjo, bienvenido éste sea. Descubriré la santidad e imagen de Cavafis, la de Lowry y Faulkner, la de Proust, sus certezas de maldad y de furia, su palabra.
Campesinos: bebamos a raudales, bebamos sin temer distinciones, bebamos hasta el grito, hasta el fin del miedo, hasta la estupidez. Ni alegría ni despecho, bebamos porque el mundo se iluminará completo el instante en que rodemos sobre el césped, embotados e infectos de alcohol. Desesperados en la embriaguez, impactaremos una bala en los cojones del miedo. Levantad la copa, cobardes, levantad la copa viejas putas, levantad la copa maricones, abotargaos las jetas con el pico de la botella hasta procurar el vómito, despertaos a medianoche y corred, corred por el whisky hasta volcarlo sobre el piso pues no hay forma de ver sin quedar ciego. Seremos capaces de todo, de matar y humillar, de gritar, de ver y vencer. No os detengáis, no os extraviéis, a la mierda la nobleza y el respeto, a la mierda todo valor… artista que no ve no es artista. Apurad la copa, apurad, que todo acabará. Ese momento se sabrá lo que es justo. Y no quedará más que cantar. —
Friday, May 23, 2008
Wednesday, May 21, 2008
Sunday, May 18, 2008
YO, FRANCO. Un cráter ha surgido en medio de la ciudad
¿Por qué tanta agua en la ciudad? ¿Por qué, en una esquina, los enanos son asechados por la sombra y la deforme silueta de los edificios amenaza a los transeúntes, por qué esta atmósfera expresionista de cinta alemana? ¿A qué obedece el temor de los poblanos, el anonimato del sitio desde el cual resopla el miedo, los rostros ladeados, mohínos, la escoliosis, el ojillo de roedor sobre el tubo? ¿Cuál el sentido de estas voces huecas y cansinas, las urracas del secreto?
¿Por qué mil cobayas que chillan y se arriesgan en el umbral, echan un vistazo y desaparecen cuando la voz resuena más alta que el secreto? ¿Por qué mueren pisoteadas unas por otras, asfixiadas en su huida, clavadas en un palo que atraviesa sus culos, sus entrañas desgarrando, hasta ir por el hocico, mudo ya, por qué ellas y no leones, fieras, serpientes o el dragón?
La niebla avanza en la ciudad, Sarín y Tabún teñidos de blanco, a cualquier hora y desde cualquier punto, desde los valles que ahorcan el hueco en que la ciudad se pierde, desde las hondonadas cubiertas por cemento y asfalto, desde la colina de San Juan donde se inicia la persecución frenética a las cobayas arracimadas en las calles torcidas y en las avenidas fundidas en lluvia. Hay que decir que la niebla sucede a la nitidez hiperreal de un sol transformador de las cosas en masilla fantástica, juguetes plásticos de apariencia tonta y feliz, y por ello las mañanas transcurren idénticas, salvo el correr de los coches que dibuja amorfas filas al pie de las colinas y alborota los claxons en su ímpetu y torpe guía, longitudinal, lánguidamente. El quemante sol despierta ruido sobre el contorno de los objetos y amenaza con fundir los juguetes del equinoccio; el sol intruso en esta comedia. Luego la lluvia de tarde, la noche siniestra y la niebla, Sarín y Tabún con sus bufandas blancas apostados sobre la válvula de las tuberías, sobre las tes, sobre los codos y las cruces, sobre los desagües que insuflan vida a los objetos y contágianles la realidad que por la mañana les es ajena.
Un cráter ha surgido en medio de la ciudad, en el lugar conocido como El Trébol. Se dice que es el origen de la niebla, que en su interior se cuecen las cobayas y se tortura a los enanos rompiéndoles las falanges. Se dice que ambos sirven de combustible a la máquina de niebla que genera el sopor de la noche y se distribuye a través de canales secretos debajo del asfalto, hacia el norte abúlico e hipócrita y hacia el sur repugnante e ignoto, las rejillas lo riegan sobre las calles y gargantas de los autómatas, bajo la fluorescencia de las farolas. Se dice que de la máquina de niebla han partido los gases en busca del club donde debía liquidarse a los súbditos de una secta gótica, se rumora que aviones, voceadores, barrenderos, recolectores de basura caerán víctimas de los gases también. Es un rumor.
Pero el cráter implosiona, su fuerza no resiste. La ciudad continuará estirándose hasta que un día se rompa, persistirá en ella la bastarda concupiscencia de la lluvia, el sol y la noche, y el traqueteo de la máquina hasta que expidan su uso las tuberías picadas de herrumbre y óxido. Ese día retrocederán las cobayas y mil gusanos brincarán en las cuencas donde una vez brillaron las pupilas de un enano. Ese día el sol habrá muerto y quizá, quizá también el agua sobre la ciudad, quizá ese día amaine la lluvia sobre Quito. —
¿Por qué mil cobayas que chillan y se arriesgan en el umbral, echan un vistazo y desaparecen cuando la voz resuena más alta que el secreto? ¿Por qué mueren pisoteadas unas por otras, asfixiadas en su huida, clavadas en un palo que atraviesa sus culos, sus entrañas desgarrando, hasta ir por el hocico, mudo ya, por qué ellas y no leones, fieras, serpientes o el dragón?
La niebla avanza en la ciudad, Sarín y Tabún teñidos de blanco, a cualquier hora y desde cualquier punto, desde los valles que ahorcan el hueco en que la ciudad se pierde, desde las hondonadas cubiertas por cemento y asfalto, desde la colina de San Juan donde se inicia la persecución frenética a las cobayas arracimadas en las calles torcidas y en las avenidas fundidas en lluvia. Hay que decir que la niebla sucede a la nitidez hiperreal de un sol transformador de las cosas en masilla fantástica, juguetes plásticos de apariencia tonta y feliz, y por ello las mañanas transcurren idénticas, salvo el correr de los coches que dibuja amorfas filas al pie de las colinas y alborota los claxons en su ímpetu y torpe guía, longitudinal, lánguidamente. El quemante sol despierta ruido sobre el contorno de los objetos y amenaza con fundir los juguetes del equinoccio; el sol intruso en esta comedia. Luego la lluvia de tarde, la noche siniestra y la niebla, Sarín y Tabún con sus bufandas blancas apostados sobre la válvula de las tuberías, sobre las tes, sobre los codos y las cruces, sobre los desagües que insuflan vida a los objetos y contágianles la realidad que por la mañana les es ajena.
Un cráter ha surgido en medio de la ciudad, en el lugar conocido como El Trébol. Se dice que es el origen de la niebla, que en su interior se cuecen las cobayas y se tortura a los enanos rompiéndoles las falanges. Se dice que ambos sirven de combustible a la máquina de niebla que genera el sopor de la noche y se distribuye a través de canales secretos debajo del asfalto, hacia el norte abúlico e hipócrita y hacia el sur repugnante e ignoto, las rejillas lo riegan sobre las calles y gargantas de los autómatas, bajo la fluorescencia de las farolas. Se dice que de la máquina de niebla han partido los gases en busca del club donde debía liquidarse a los súbditos de una secta gótica, se rumora que aviones, voceadores, barrenderos, recolectores de basura caerán víctimas de los gases también. Es un rumor.
Pero el cráter implosiona, su fuerza no resiste. La ciudad continuará estirándose hasta que un día se rompa, persistirá en ella la bastarda concupiscencia de la lluvia, el sol y la noche, y el traqueteo de la máquina hasta que expidan su uso las tuberías picadas de herrumbre y óxido. Ese día retrocederán las cobayas y mil gusanos brincarán en las cuencas donde una vez brillaron las pupilas de un enano. Ese día el sol habrá muerto y quizá, quizá también el agua sobre la ciudad, quizá ese día amaine la lluvia sobre Quito. —
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