Monday, October 05, 2009

Un largo y ardiente verano


Octubre, 2009:

Sucede en Quito. Se desconocen las razones por las que el clima de la ciudad ha cambiado. Las colinas que la rodean mudan su oscuro verde por un desesperante amarillo, gastado y sucio, próximo al color del acero, no al del sol. En los diarios se escribe que al menos una decena de vacas ha muerto. Los habitantes despiertan, y ante sus ojos toma cuerpo un nuevo incendio. Uno de ellos me alcanza. De regreso del Valle, Charly conduce su pequeño coche blanco. Charly toma la curva final a ochenta y el olor a tierra y hierba quemada invade el coche. Cerramos los vidrios, Charly enfila por la derecha y nos internamos en una tupida y quemante niebla que asciende desde las quebradas. Los coches, a izquierda y derecha, monolíticos tótems de latón, se desvanecen. Cinco o seis bomberos comienzan a tejer un cerco de seguridad, aunque sea demasiado tarde. La niebla hirviente termina por engullirnos.

Una extensa raya roja atraviesa Cruz Loma de arriba abajo, una sangrante lacra nocturna. Chisporrotea el fuego, lo purifica todo. Observo la raya a través de la ventana de mi nueva casa en el Tenis. He comprado Live in Gdansk de Gilmour. On An Island.

Domingo. En el norte pululan los Cabecitas Negras. El termómetro marca veintiocho grados centígrados —bochorno en la ciudad— pero los Cabecitas Negras lucen pantalones plomizos o negros de casimir pesado y barato y gruesas chamarras sintéticas. Color preferido, el verde. Uno porta gafas de espejo, otro un reloj robado y un vaso de cerveza. Caminan los Cabecitas y sus hijos pequeños —los mocos secos sobre el labio superior—, caminan sus gordas mujeres en feos jeans gastados, caminan los descamisados por la calzada. Casi embisto a uno, unos. Chicles y refrescos son ofrecidos sobre la acera. Parece un día especial, la conmemoración de algo. En mi nuca, sobre el Volkswagen, rugen los helicópteros que peinan la ciudad de sur a norte, sobre los coches y la línea del Ómnibus Ecologista. Los polis han cerrado la avenida del colegio en que padecí mi Leoncio Prado con sus motocicletas aparcadas en sesgo sobre la esquina. También, un caballo, creo. En la acera del Leoncio, estacionados, buses verdes y celestes con leyendas en la retaguardia y águilas o cruces sobre los parabrisas, brillan al sol cual tapacoronas de un gigante. Violo el cerco policial con una maniobra de riesgo —las nueve y treinta— y conduzco hacia la aerolínea para hacer un pago. El Presidente ha traído a los Cabecitas Negras en los buses que ahora dibujan una fila larga e inútil a lo largo del colegio. El Presidente ha colocado en sus bolsillos el dólar para comprar un chicle. Sabe lo que hace, el Presidente. Los helicópteros peinan la ciudad por la mañana y por la tarde.

De noche el Presidente canta en compañía de otros presidentes. Todos ríen tan a gusto.

Ayer han matado a un indio. La lucha —una verdadera batalla campal— ha devenido cruzada épica entre polis que intentaban sofocar a los nativos —la traición del Presidente retenida en su panza— armados hasta los dientes, y los indios cubiertos de flechas, cerbatanas, collares de plumas, cintas con festones de armadillo. Bajo un sol achicharrante, los indios arrojaban grandes piedras a los cascos de los polis hasta que alguno de ellos cayó grogui. Esto enfureció a la fuerza pública que se la tomó con los nativos. Los reprimieron. Los abalearon. Los zarandearon. El Secretario de Defensa es un poeta que antes escribía acerca de ellos y se declaraba pesimista. Los defendía, la madrugada los sorprendió en el poder, saludaba, y cantaba. Ahora la bala. El humo. Ahora uno muere, ahora uno cae. El muerto.

Al israelí dueño del casino del Hotel Quito le han interpuesto un coche a la carrera. Lo obligaron a salir, le quitaron la bolsa del casino y le pegaron nosécuántos tiros. El cuerpo manchó de sangre la calzada. Otros violaron y mataron a una francesa y a una china, creo. Entre atascón y atascón los colombianos abren las puertas de los coches y roban y matan a madres de familia que conducen caros Ford Explorers. Deben ser colombianos, colombianos con escapularios: uno en el cuello, otro en el antebrazo, otro en el tobillo: para que les den el negocio, para que no les falle la puntería y para que les paguen. Eso según los sociólogos que andan averiguando. Fernando Vallejo.

A mi amigo, J. Vásconez, la matanza del indio le ha traído Herzog a la cabeza. Aguirre, naturalmente. Naturalmente, naturalmente, naturalmente. Aguirre. El eco. La cólera de Dios.

Los hermanos se traicionan desde el umbral de la historia, desde la quijada de burro de Caín y Abel. El hermano del Presidente lo ha colocado contra la pared. Le advirtió que le iban a hacer chino los colaboradores, los íntimos, los lambiscones. Pero el Presidente nada. Así es que el hermano —un estupendo empresario: detrás de cada gran fortuna hay un crimen: Balzac— perdió la paciencia y tomó una caja. Colocó la verdad dentro de ella y se fue con su esposa a denunciar al malo. Antes, había caminado en dirección a la prensa en compañía de su madre, la Eva que cenaba siempre con Gran Cacao, el hombre más poderoso y el más odiado rufián de este país. Ahora el Presidente declara la guerra a su hermano. Y el hermano también se la ha declarado a él. Caín, Abel. La quijada. Los burros.

Maquiavelo escribió: no hay otra manera de evitar la adulación que hacer comprender a los hombres que no ofenden al decir la verdad.

Nueva tarde de calor. La raya marca la conflagración número diez. En los periódicos se dice que los causantes son una banda de incendiarios a lo Ben Quick, el protagonista de una novela de Faulkner. Los muy hijueputas encienden la mecha sobre la paja seca, aguardan un segundo y se echan a correr. Desde la hondonada en que la ciudad reposa y muere, se observan las colinas quemadas, facsímil al carbón de una barbacoa en los Andes, y en el aire vuela una paloma. Mi amigo, el novelista portugués, me ha contado que el escritor Murakami rayó aquí, allá, que las palomas son las ratas de los aires. Ergo: la rata atraviesa la llama.

La verdad nadie sabe por qué diablos hace tanto calor. Al volante de mi máquina o en mi oficina de burócrata comienzo a derretirme como vela de sebo. Entre atascón y atascón, entre bronca y bronca, el sol taladra nuestros cerebros hasta pulverizarlos. Al conductor del coche a mi costado, la oreja le sangra. Esta mierda no sé mueve un céntimo y el puto alcalde no mueve un puto dedo, maricón, hijueputa. El hilo de sangre dibuja una patilla antigua, un cabello de rabino ruso. En medio de la avenida apago el motor, me apeo, me quito la chaqueta y corro entre los coches: incendios, asesinatos, indios muertos, helicópteros, caín, lacras de fuego, abel, herzog, el presidente, el alcalde, el ministro, los burócratas, la cólera de dios, los buses, el cabecita negra, apocalipsis, ahora, ben quick, la niebla que calcina… vallas que se suceden hasta el fin de la hondonada flanqueando los coches quietos. Al final de la vía alcanzo una fonda: Barbacoa del Mar. Ordeno una bandeja de ostras, almejas, mejillones. Me la zampo de una sentada. Doy el último sorbo a una Coronita y me limpio las comisuras con una servilleta de papel. Me pongo en pie.

Las sillas exhiben sus patas dobladas, astillas clavadas en sus cuerpos, las mesas ofrecen su espacio con telas salpicadas de soya, retazos verdes cuadriculados, rojos, sucios, el mostrador apadrina un buda con la panza gastada, y los mondadientes, las tarjetas de presentación, las monedas de países exóticos, la maceta con geranios secos luchan por una palabra, por su palabra. En el lugar, el calor emite un polvo grasiento que cubre los objetos de un plúmbeo barniz. Las cosas. Una obra de arte es una cosa en el mundo, no un texto o comentario sobre el mundo. Sontag.

Estoy solo. Coloco tres billetes de cinco dólares sobre el mostrador, los miro extendidos e inermes, echo otro vistazo y abandono el lugar.

Las calles han quedado vacías; los edificios, las casas devastados. Esculpida, una gran fila de coches sin conductores ni pasajeros. Coches solamente. Objetos.

David Gilmour levanta la voz.
Remember that night...
El maldito universo quieto.
El maldito cañón en la sien del maldito.
Su majestad.
El camión de una lavandería a toda velocidad.
… white sails in the moonlight
Lo indeterminado.
La violencia. Foucault. estúpida de las cosas.
Herzog, Kinski, Aguirre.
They walked it too…
El cadáver de Barthes, mi cadáver sangriento.
Uno tras otro tras otro los coches hasta el infinito.
jetos. oches. asas.
Cosas.

Calor. —

Wednesday, August 26, 2009

Exactitud

"hay una razón no solo para cada palabra sino para la posición de cada palabra"

"scarcely more difficult to push a stone out from the pyramids with the bare hand than to alter a word, or the position of a word, in Milton or Shakespeare"

Coleridge

Thursday, August 06, 2009

Michael

1 Yo soy Michael Jackson

Muerto Michael Joseph Jackson —una camilla en que yace su cuerpo extinto—, la noche del 25 de junio advierto una sombra que se agiganta hasta alcanzar el cielorraso. Lleva, la sombra, el corte de pelo a lo Beatle, la silueta fina, alargada, deforme, enredada en los ovillos sonoros de Thriller, Beat it, Dirty Diana, contoneándose, enmascarándose, contoneándose… beat it: soy joven, extraviado en el mundo como solo el joven puede perderse. Hundido y enajenado como solo se hunde un adolescente que examina su rostro inseguro en el espejo, la casa, el barrio de San Juan, yo, solo deseo, falseando la vida, la esquina y el empedrado, estirándolos y extirpándolos, que mi cuerpo se estilice a imagen y semejanza del de Michael, el Jacko. Corre también el 84 —el mejor año que la iconografía de los 80 recuerde, igual que el 86, el 87, el 88, los ochentas en plenitud— y el triángulo rasurado en las páginas de Playboy corre aún más aprisa: es la madona que me pierde, se sacia, me lubrica, me pierde, la starlet que flota como una virgen regentada por el más rojo satén con el que ella a su vez regenta una corte de bobos. Como virgen. Su chambelán, compañero de realeza e icono eterno, es un joven negro y caquéctico vestido con traje plata de confección milimétrica, los zapatos bicolores, la chaqueta colocada al hombro mientras va caminando y las casillas del ajedrez que es la acera se encienden a su paso. Da una vuelta, el joven, ¡relámpago!, suspende la rodilla en el aire y ahora todo él se agita alienígena, milimétrico, geométrico. Mchl Jcksn. Él y la entrepierna Madonna, tan deseables los dos, tan bellos, riegan su esplendor como si la pólvora de un tiempo estirado, optimista, mentiroso, cubriese el planeta de edulcorante.

En San Juan, yo me ocupo de seguir la pista al joven ébano, ladeo el ala de un sombrero confiscado al baúl de mi padre, disfrazo mi ojo derecho y guiño al espejo con mi otro ojo, como si la broma de un joven vecino del Bronx se oficiara en privado. Corto también mis pantalones, dos dedos sobre la curva de los tobillos, los entubo y los afino, estiro mis calcetines blancos, me calzo los mocasines negros. Retroceden los mocasines, se levantan los tobillos, mantengo pegada al piso la punta del pie, lo alterno, ahora el derecho, y así sucesivamente hasta dominar el paso. Billy Jean podría llamarse el baile. Pero es en el Bronx —un barrio enquistado en el sur de Quito, el hogar de mis primos—, el lugar donde habitan los negros, las vivanderas y los obreros, es ahí donde el miedo se fabrica como la miel en una colmena, ahí donde todos somos Michael Jackson, donde todos aprendemos a bailar y a vestir tal cual Mike, orgullosos de mirarnos al espejo y reconocernos, de conjugarnos negros, violentos, venganza, de conjugarnos y hermanarnos en el gospel.

Emocionado y ligero como se encandila el niño solamente, tomo las manos de los únicos pares que tuve, los reconozco idénticos, disfrazados e idénticos. Con ello se queda grabada para siempre en mi alma la convicción de que una de las posibilidades de ser, de existir, la más próxima acaso, sea calcar, imitar, copiar, ser un fan.

Era inevitable: siempre iba a ser Michael Jackson.

2 Man in the Mirror

Muerto Michael Jackson, se dirá que el astro no soportó hacerse viejo y prefirió marchar hacia la muerte. Aparecerán los intérpretes de este hecho, los abogados, los filósofos, los moralistas. Vendrán los médicos, los sirvientes, los testigos, los economistas con sus máquinas de cálculo. E imagino será justo que se asomen todos ellos: a fin de cuentas Michael no solo era yo sino también ellos. No como ellos, sino ellos. No fue él solamente un estupendo accidente del funk, el rock y el pop vertidos en un crisol destilado por la potencia subyugante del disco music, este cincuentón que ahora yace en el ataúd y cuyos mejores días habían quedado atrás —aquellos de Thriller y la fantasiosa cantidad de discos aparecidos en nuestras casas por intervención de la magia o los de Bad, la revolución del vídeo clip y quién sabe cuántas glorias más—, no fue solamente el bailarín imposible y antigravitacional o el hombre impecablemente disfrazado, no solo el pasado triste y sórdido a manos de un padre enamorado del dinero y de una industria enloquecida, además de todo eso, Michael fue el señor de los dominios del escándalo y de aquellos que los tabloides han bautizado como territorios de la “extravagancia”.

Ahora que lo veo en su espléndido féretro, también lo descubro recostado en la cámara de oxígeno, tan pacífico, redimido casi, como si aguardara la llegada de la muerte en la suspensión de la vida, en la congeladora de las arrugas y el tiempo. Ser joven fue siempre una de sus consignas, apresar al niño que nunca fue, y al igual que Howard Hughes, Michael optó por aislar el factor muerte, por suprimir el polvo, la suciedad, la enfermedad y la vida, y echarse a contemplar la eternidad. Aunque la cámara de oxígeno anticipara su muerte, persiguió la elegancia, la juventud y lo bello, las tres grandes fuerzas del hecho contemporáneo, las tres letales víboras de la vida moderna. Sirvió a las tres a partes iguales y con ello sintetizó la añoranza y el ideal de todos sus contemporáneos: fue un hito de la esbeltez, de la delgadez, del hambre —pesaba cincuenta y tres kilos a la hora de su muerte— a la manera de Jagger o de Bowie, estableció las pautas de la desconcertante androginia contemporánea, sirvió a la elegancia a la manera de un maniquí por el que desfilaron los cambios y caprichos del buen porte y la costura robotizada, padeció la juventud en su rostro, en su figura infantil e idiotizada, y caminó del negro al blanco acaso como la más grande desviación humana jamás vista.

Son estos los restos de este tiempo, estas, las excretas de nuestro paso por la Tierra si aceptamos ahora ser contemporáneos de todos los hombres. Por eso, por ser ellos, por ser los hombres, nunca se perdonará a Michael no soportar haber sido él, solo él, joven ébano y belleza, ahora, a su muerte, no soportaremos desconocernos en él, en su rostro cincelado y transfigurado, desconocernos en él quienes nos conocimos en él, los negros, los violentos, la venganza, los hermanos en el gospel. No le perdonaremos haberle otorgado el permiso para entrar en nuestra infancia y hacer de ella, de nuestra adolescencia y juventud una ilusión, tan solo para destruirla con su partida, con su huida. No le perdonaremos situar una muerte dentro de todos nosotros, endebles hombres contemporáneos, algo insoportable, ésta, la muerte de lo que fuimos, de lo que quisimos ser y no fuimos. No le perdonaremos haber sido tan natural y espontáneo en sus orígenes, y llegar a ser tan insoportablemente ambiguo a su hora final, no apreciamos nosotros las indefiniciones, no las admitimos, nos abruman en todo lo arbitrarias que son; no le perdonaremos haber terminado como un andrógino asqueroso. No perdonaremos a este palpable Dorian Gray haber tentado la juventud porque nos tortura a nosotros descubrirnos viejos cuando echamos un vistazo al espejo y constatamos el ardor de los años y del tiempo. Jamás te perdonaremos, Michael, que intentases ser blanco como nosotros, y tampoco hemos de perdonarte habernos repudiado y renegado de nosotros, Michael, nosotros, negros.

Como es visto, con su final inesperado y catastrófico, Michael muere por nosotros, muere para que vivamos en paz.

3 Madonna (ante el cuerpo de Michael)

Muerto Michael, no puedo parar de llorarte. No puedo detener mis lágrimas ante tu cadáver que es el mío. ¿Crecimos juntos, recuerdas? Yo, la chica materialista, tú el joven rey, yo, la reina, tú el pop, la banda sonora de esa gran carretera que es el presente a nuestros pies, el pop tras nosotros, colgado de nuestros pulgares, debajo de nuestros pulgares.

No puedo detener mis lágrimas ante tu cuerpo, Michael, ahora, en el celoso brocal de tu vida.

¿Recuerdas el fulgurante traje rojo, las bragas negras y sedosas, las intimidades de puta que usé para ti esa noche, my sweet prince and lord, mi pequeño niño hundido en el infinito rancho de tu extravío? ¿Recuerdas mi regalo, yo, vampiresa para ti, mi ultrajado bebé, carne tibia de porcelana, infante colgado en mis mamas de tráfico oscuro y sórdido coito? ¿Recuerdas, mi Baby Face, recuerdas la noche en que tu falo frío, inocente, mínimo, negro, no llegó a sentir siquiera mi carne de Mesalina, de Magdalena y Salomé?

¡Dime algo, figura de ébano!: mañana seré vieja, no habrá retorno, no habrá talento ni pureza, no habrá espontaneidad, fiereza, escena ni ruido. Quedaré yo, sola, cansada, derruida, sola, y tú, descompuesto en el infinito para otorgar la gloria a tus fieles, tú y tu máscara de plástico cera. Tú, Michael Joseph Jackson, nacido el 58 y muerto el veinticinco de junio de un año trasmontano, solo tú perdurarás momificado, escupido, vociferado por siempre.

Yo, a la caída del crepúsculo, exigiré que me conduzcan al escenario, que me humillen en él, porque estoy viva y soy la luz.

La luz, Michael.

La luz.

Friday, June 26, 2009

Thursday, May 07, 2009

Retiros imposibles

1

Hace tiempo procuraba ganar ciertos lugares, recorrerlos, aunque es tanto ya, que los he dejado de buscar y olvidado casi. Pero los últimos días han retornado con cautela, como la luz que salpica el rostro de un preso la última mañana antes de irse. La búsqueda había comenzado cuando niño: mi bautismo de sangre —es un decir— lo recibí con el agua y la sal de celuloide en esas películas americanas que vuelven loco a cualquiera, aquellos films con la clásica escena, tan americana por cierto, de un hombre que fracasa o está a punto de fracasar, mientras la noche lo sorprende como la boca de un lobo, una oscuridad que lo encumbra sobre una silla de patas largas mientras se recoda en la esquina de la barra, sorbe un martini, la mirada extraviada en el vacío, y el cantinero se mueve silencioso con los oídos atentos a la confidencia inicial. Bien, este cuadro y otros han sido para mí, leche materna y gorjeo, con lo cual quiero decir que desde siempre fueron de mi propiedad. O casi: para interpretarlos echaba en falta la barra del bar, es decir, la escenografía.

Obsesivo como soy, me puse a buscar el lugar adecuado para recrear mi fracaso. La primera dificultad pudo haber sido mi edad: frisaba yo unos nueve, aunque mi apariencia fuese de diez años. El segundo escollo se escondía en la locación: barrio de San Juan, ciudad de Quito, década del 80. El tercero acaso fueran los bolsillos: ni un talento. Consigno estos detalles, imbéciles ya para la mayoría, porque imagino contribuyen al cuento: no se comportaban geografía ni historia muy dóciles a la hora de respaldar mi cometido. Ya en el terreno de lo concreto, una tarde descendí del cerro con el fin de peinar el lugar y alcanzar mi objetivo, con tan mala fortuna que solo di con un par de músculos agarrotados, la reprimenda del dueño de una cantina y el melancólico contemplar de los lamentables remedos de mi ilusión. ¿Había yo buscado bien? ¿Me permitían mi edad y mi imaginación, husmear, sagaz, en pos de un retiro romántico, alcohólico y triste? ¿Había seleccionado adecuadamente los lugares encontrados en la guía de la ciudad, veinte, treinta años atrás? Recuerdo haber escogido bares y restaurantes de hoteles y algunos restaurantes de lujo sin hotel para dar con la barra de mi dorado bar. Adelanté mis pasos hasta La Rotisserie, por ejemplo, el restaurante de un hotel muy céntrico donde lustros atrás se había rodado una comedia picante mexicana. ¿Encontré en La Rotisserie a mi cantinero, diligente y noble, el cancerbero de la soledad? ¿O tal vez fue en la Belle Époque, un restaurante de húmedas paredes ensalzado por la reina Sofía a su paso por Quito, periplo del que nadie guarda ya memoria en la ciudad? ¿Era Belle Époque, así se llamaba el lugar? ¿Tenía barra, barman, coctelera y dry martini? ¿O lo confundo ahora con un puterío que todo mundo adoraba en la Quito de los 80, uno perdido entre las calles, siempre dadas al extravío, del barrio de La Mariscal? ¿O Kon-Tiki fue el telón donde mi soledad de oficinista neoyorquino, la corbata fina y negra apenas desatada, la camisa blanca con los puños doblados, el cabello revuelto y la mirada de lobo apesadumbrado, inconsolable, desató todo su furor? Kon-Tiki, Kon-Tiki: ¿no era ésa una posada cara de comida polinesia? Esos años además registran una barra de cocteles en la temprana calle Amazonas (la que denominan bulevar) quizá en su cruce con la Robles, igual que una parada de cervezas en la Amazonas cruce con la Orellana, versión de pub inglés bautizada con el nombre de Bush: ¿descubrí ahí a mis compañeros en el sendero del desaliento, en la vecina silla de los cocteles o en la pobre barra del desangelado Bush y su letrero de neón? ¿Habré yo buscado bien?

La verdad no creo haber pasado por ninguno de estos sitios, debí haber sido muy niño entonces, aunque estoy seguro que en ninguno de ellos iba a encontrar mi fugaz estrella de Edward Hopper. Ello por algo que no puedo ocultar: por aquel tiempo, virtud que en algunos aspectos todavía conserva, Quito era, sencillamente, una mierda. Durante aquellos y muchos años después, la soledad seguiría siendo algo cotidiano y muy temido en la ciudad, enfermedad que aislar entre paredes, cual una de ésas que se denominaron en un tiempo entregado a la estupidez y el romanticismo, enfermedades literarias.

2

Pero no me he detenido para recordar a Quito y sus dulces letargos, me he parado, como admite la dignidad mínima de un hombre, a pensar en lo imposible, en lo extinto, en lo negado en cualquier lugar y condición. De esa naturaleza ha sido, por ejemplo, la noción de bar. Don Luis Buñuel, cautivo de bares, medievalías y retiros, lamentaba la época nefasta en que le había tocado vivir, la que no respetaba nada, “ni los bares”, según decía. Su noción de bar era muy clara, un establecimiento apartado, “una docena de mesas a lo sumo”, silencioso, oscuro, bien provisto, retiro monástico en que la moneda de uso corriente era el anonimato y su correlato, el sosiego. Contemplación y sosiego, altas notas del cerrado egoísmo, defectos que se alejan en retirada en un tiempo de bullicio y cofradía, en uno en que el tiovivo y la campanada de la masa han vencido y campean con su traje omnipotente. Ya Buñuel vagaba por los interiores del hotel de “San José Purúa”, en México, en compañía de sus fieles Jean-Claude Carrière y Serge Silberman, guionista y productor de algunas de sus cintas, tras la clausura del bar del hotel, en 1980. ¿Qué sucederá con nosotros, bárbaros tecnológicos de inicios de milenio?

En el 80, cuando Buñuel contaba igual número de años, yo apenas tenía seis y ya comenzaba a inquietarme el pasado y la necesidad de retiro. Antes del bar, entre las páginas de las revistas y acaso en algún film, había reconocido el ambiente de París y sus pintorescos cafés. En uno de ellos, el «Cyrano», “un auténtico café de Pigalle, popular, con putas y chulos”, Buñuel se había integrado al grupo surrealista, tras la exhibición de su obra primera, Un chien andalou, la película del globo ocular seccionado por la navaja barbera y los dos maristas que arrean una dupla de pianos con sus respectivos burros podridos encima. Aunque desconociera el «Cyrano», creo haberlo presentido en esos años mozos y observarme sentado a una de sus mesas con la sola compañía de un largo café con crema, cigarrillo en una mano, pluma en la otra, concentrado en la tarea de llenar blocs y libretas con nombres de calles parisinas, prescripciones de guardarropía, la trama de un policial en que el verdadero asesino es un campesino idiota, la descripción física detallada de Quint, el personaje de Otra vuelta de tuerca, y muchas estampas pornográficas, zoofílicas y antropofágicas. Aunque pudiera pasar por presuntuoso, la tercera parte de aquello navegaba por mi mente y eso supo dejarme conforme.

Sobre los cafés ansío extenderme en otra entrega, pero lo que sí diré es que su añoranza ciega no me indujo a salir de casa, al revés de lo que me ocurrió con los bares: me conformé con ensoñar París, cerrar el paraguas, dejar el abrigo blanco bien doblado sobre la silla contigua y sentarme a escribir. Al fin y al cabo, París siempre será París.

Algo que me asombra es la negativa del tiempo a darme la razón, a mí, a Buñuel y a París, la obstinada resistencia de mi ciudad, Quito, para dejarse persuadir por la necesidad de apartamiento y contemplación, algo que en realidad no debería asombrarme si advertimos que los bares del mundo van extinguiéndose a paso de gigante y ninguno queda acaso, y los cafés son hoy por hoy lugares de chacoteo y exhibición antes que refugios de ensimismamiento y trabajo. Si la inspiración es despertada, como Flaubert escribió, por “la contemplación del mar, el amor, la mujer”, con lo que terminamos presa de las musas, ¿arrobarse con el sigiloso paso de los fantasmas, escuchar su respiración fatigada, apurar la copa, o mejor, no apurarla, dejar sobre la mesa un cubo de hielo y contemplar cómo se derrite y forma un lago en el que la barcaza de nuestros sueños naufraga inexorable, extraviarse en ello, en una meditación, constituye la zozobra de esta despreciable era?

Hecho y deshecho, como gustaba decir Onetti, algunas veces he intentado tomar una copa en la barra de un restaurante o sentarme a escribir un par de ideas en la servilleta de un café, pero siempre fracasé rotundamente y con sistema; apenas principiado el whisky o el vermú sentí clavados en mi espalda decenas, cientos, miles de ojos o comenzó a escocerme la hora de retornar a mi encierro casero. En el café, no ha faltado la ocasión de sentir una palmada familiar en el hombro y admitir el reflejo inmediato que oculta la servilleta en los bolsillos o, hecha una pelota, la salva dentro de un puño.

—Nada…, espero a alguien… Pensaba.

Hemos salido juntos, con el recién llegado, y nos hemos sumergido en la plebe.

Aunque ahora que lo pienso, no nos caería mal tentar el riesgo y fundar entre ambos distinta cofradía: la Sociedad de los Amigos del Crimen, los Bares y los Cafés.

Inscrita ella sea. —

Thursday, April 30, 2009

Closed

Congelado por escritura de libro.

Friday, March 06, 2009

YO, FRANCO. Almacén

Iniciar algo en este lugar es una manera de diferir la derrota. Los planes se tejen con la ilusión que toda industria exige y el procedimiento, exigido, tenaz, paciente, reserva esas alegrías contenidas detrás de un dique, dispuestas a desbordarse entre los pliegues de fibras, huesos y músculos. Si la esperanza es mayor, podría pensarse que las recompensas han de estimar mayor justicia, mayor efecto, mayor penetración. Mas cuando uno abre los ojos a la vida en este sitio, el destino de azares y logros viene determinado por la medida del límite corto y la posibilidad inmediata, por la vara de lo pequeño. Las derrotas se fraguan en nuestro medio porque no forman parte de lo excepcional sino de lo corriente: cada empresa alberga en su interior el germen de un inminente fracaso, el virus de su propia destrucción.

Basta ver nuestras industrias, nuestros emprendimientos, nuestros proyectos. Compañías de papel y vil mentira, emprendedores de lengua y embuste, besamanos de profesión, comerciantes inflados como un globo, revistas que son quioscos, periódicos que son quioscos, editoriales que son quioscos, plazas de cien metros, folletines, libretos, embriones de films, manchones de tinta, bravatas, payasos, merolicos, saltimbanquis, botafuegos, viaductos de dos carriles, avenidas de dos carriles, calles de uno y dos carriles, dos carriles. Ah, y los escribanos que rayaron sus tres letras e invirtieron las rentas en seguir copulando con la alumna de turno y obsequiarle a su dama oficial una casa pequeñoburguesa en un barrio pequeñoburgués, mientras la alumna, esa joven puta, se revuelca con el charlatán encanecido sobre las sábanas manchadas de moco y esputo de un motel. Y el motel es quiosco, opera como quiosco, sus planos son armazones de quiosco. O, para decirlo con una paráfrasis: todo huele almacén en este lugar.

No hay manera de concluir las cosas en este sitio, no hay forma de atizar una flama en este país, en el Ecuador. Ni siquiera hay que cercenarte los güevos, aquellos que podrían encender una llamarada, apenas dejar que la ilusión arda, apenas inflamar un par de sueños. Apenas dejarte, tolerarte, soportarte. Sería mejor, aunque de ninguna manera indispensable, colgar un rótulo sobre la puerta, a un costado de la máquina de turnos y escuchar la voz: “Enanizar es consigna” y entonces quizás arrugaremos un periódico, liaremos un amasijo, nos lo pondremos bajo la cabeza y nos dormiremos.

Aunque en este lugar nadie duerme o acepta dormir porque hay algo más importante. El sueño, es sabido, constituye un delito contra la Virgen, nuestra patrona. Es preciso defender la modorra. Así rezan los fieles.

Yo, prescribo. —

Wednesday, January 07, 2009

Atrapados en Caracas

Feria Internacional del Libro de Venezuela 2008

Dígase, para justificar la primera persona, que solo tenía ganas de salir de casa, patear calles y trotar mundo. Recuérdese además, a la hora de zanjar las cuentas, que el Ecuador es un paisito de capillas literarias, de favores pequeños y prolongada cobranza, que su república de las letras oscila entre la burocracia, el exilio y la inercia. Téngase esto en mente a la hora de asestar un porrazo al crítico.

Liemos el grupo para montar la escena: los novelistas Javier Vásconez y Juan Pablo Castro, el editor Yanko Molina y el ensayista Estrella, pálidos, sendas las chaquetas e imaginarias las corbatas, abandonan Quito con destino Caracas. Desde el principio no albergan mayor esperanza: van a la Feria del Libro de Venezuela en plena era del Coronel Chávez. Se dice que el Ecuador es el primer país convidado a la feria, que la invitación se extiende a setenta artistas, que los escritores Adoum y Donoso Pareja serán honrados. Se dice. Desde las páginas de una revista, Adoum ha interpuesto sus palabras para agradecer y plañir con cursilería el honor que le cabe por haberse tomado su nombre para bautizar uno de los pabellones de la Feria y hacer fila junto a los conspicuos nombres de, ay, Manuelita Sáenz y el Libertador Bolívar. Adoum, el patriota.

Decía que partimos sin más esperanza que revisar títulos y conocer a uno que otro colega, un mexicano aquí, un centroamericano allá, novelistas, poetas, venezolanos, dramaturgos. Decía que el escepticismo nacía aquí, en el Ecuador, donde las notificaciones, los cronogramas, el programa de conferencias llegaban tarde y nada quedaba en claro. ¿Una página web, un plan de viaje, un itinerario? ¿Para qué? Basta una tabla de conferencias que se anticipan, por decir lo menos, grises. Y Chávez. Y el terrorismo mediático. Y la mesa del nuevo socialismo. Y las mujeres en la literatura, el sesgo correctamente político que abruma. Y los recitales. Y el carrusel poético. Y algunos malentendidos en el camino de Caracas. Y el irrespeto.
Pero habíamos aceptado salir y a algo debíamos dedicarnos. A patear calles y trotar mundo. A conocer un poeta aquí, un novelista allá, según la suerte echase las cartas. A descubrir que en Venezuela los verdes de un dólar se cambian oficialmente a 2.50 bolívares, y a 3, 3.50 y hasta 4 en el mercado negro. Así es que henos aquí los del cuento, Vásconez, Castro, Molina y el que raya, sentados a horcajadas en taburetes de la trastienda de una pastelería cuasi italiana, transando el cambio de uno por cuatro, mejor no es posible, ahí los que cierran el trato con vasos de café humeante sobre la mesa —la temperatura en Caracas es de 30 y 35 grados—, ahí nosotros en el papel de mafiosos de pastelería. De manera que casi habíamos olvidado nuestro objetivo pues la cosa pintaba cariz de acción, calle y mundanidad, aquello que a los novelistas excita y a los críticos estimula en grado extremo. Aparentemente Caracas iba a resultarnos hermana.

En el vestíbulo del hotel —un gigante gris expropiado por Chávez a la cadena Hilton—, el Alba Caracas, pululan los ecuatorianos, la “delegación”. Es cosa de invocar y pedir: si usted desea un poeta, tenga aquí un poeta, si un novelista, he aquí un novelista, si un teatrero, venga por un teatrero. ¿Percusionistas, actores, arlequines? ¿Matadores de toros? Todos caben en esta fiesta: no podría esperarse cosa distinta a que el gobierno hermano del Ecuador se solidarice con el de Venezuela y colme las habitaciones del Alba (trasunto de Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, el proyecto de integración alternativo al ALCA propugnado por Chávez), que cubra sus pasillos, ascensores, vestíbulos con la crème ecuatoriana. De hecho, nunca antes en el Ecuador había visto yo tanta intelligentia reunida, todo gracias al gobierno bolivariano de Venezuela y a su proyecto de república populista. ¡Unir nada más y nada menos que a moros y cristianos andinos en feliz procesión hacia la nada, los brazos enlazados y la frente altiva! Y todo gracias a los pasajes estatales, a las habitaciones estatales, a las blancas sábanas estatales, a la suculenta comida de un hotel del Estado.

(A propósito de comida: los cocineros chavistas terminan por ofrecer una lección de fordismo y producción en serie a los buenosparanada de la cadena Hilton. Si la comida es aceptable y sirve para nutrir a los cerebros ecuatorianos es porque hay un sustrato básico que elimina diferencias entre la entrada, el plato fuerte y los postres, de tal manera que al segundo día ya no se distingue si el postre es la entrada, el plato fuerte la bebida o la entrada el pan: todo se remite a una raíz común combinada en las secretas ollas del Alba. Aceptable es sinónimo de deseable y deseable es sinónimo de popular en la cocina de los países socialistas. ¿Para qué más? ¿Para qué, si da con el combustible que alimentará los huesos y músculos de los artistas de la nación convidada? Ahí radica la diferencia ética entre Paris Hilton y su cadena de hoteluchos y el bien faire del Coronel Chávez, en ello se oculta la esencia del bienestar para todos versus el privilegio de pocos).

Bien alimentados, echamos un vistazo a la feria. “¡Bienvenidos a la Feria del Libro de Venezuela!”, reza la voz de una presentadora de circo. “¡Bienvenidos a la Feria del Libro de Venezuela!”, repite a voz en cuello, y ya comienzo a perder la paciencia. El lugar elegido es el parque de Los Caobos, situado a unos pasos del hotel en que nos quedamos. Para no descuidarlo, empecemos por el hígado: extraviados en el mundo contemporáneo, a la deriva en el parque, Vásconez y yo nos declaramos ajenos al manoseo del arte como un espectáculo de masas, consumo y variedad: Claudio Magris y un bello libro, Ithaca y más allá, por ejemplo, comparte cartel con sombreros de paja, caldo de lagarto, té helado de un dólar y unas abominables sudaderas de Guevara, el doctor Castro y Karl; los estantes, dispuestos en el largo corredor de dióxido de carbono de los que practican trote matinal, lucen precarios, desordenados, exiguos. Afinando la búsqueda, la decepción final: ediciones antiguas, tomos baratos subvencionados por el milagro socialista de Venezuela, escasas novedades, grandes editoriales en lengua española ausentes casi por completo. Fuera de la feria, un librero chavista de las Librerías del Sur —misión ideada por el gobierno bolivariano para difundir la cultura entre el pueblo llano a través de la expropiación de librerías privadas— me contará que algunas editoriales extranjeras pensaban usar el espacio de la feria para montar un show y acusar al régimen de colocar óbices a la circulación y distribución de los libros. “No podía permitirse y por eso quedaron fuera”, dirá, y yo cerraré el pico para que él siga soltando el suyo. Me entero, por ejemplo, que el régimen paga los derechos de ciertas obras a las editoriales y a los autores con el objetivo de publicar títulos subvencionados. Es el caso de El vano ayer, de Isaac Rosa, penúltimo premio Rómulo Gallegos, que compramos a poco más de un dólar, volumen que en el Ecuador viene a costar algo más de veinte en su edición de Seix Barral. Como andamos bajo sospecha, los cuatro del grupo nos dedicamos a juntar las piezas: el régimen bolivariano practica una competencia desleal aparejada de estrategias como la expropiación y el espanto a las editoriales internacionales, principalmente españolas. El resultado: ausencia casi total en la feria de títulos de Tusquets, Anagrama, Santillana-Alfaguara, Océano, casas que se la pensaron muy bien antes de acudir y terminaron por no hacerlo o enviar los huesos. Vásconez y yo nos miramos. ¿Bienvenidos a la Feria del Libro de Venezuela?

* * *

Revelada la pobreza del evento, la noche del primer día acudimos a escuchar la exposición de Vásconez quien se llegó a Caracas con la conferencia La novela como naturaleza muerta. Vásconez viste una chaqueta nueva color azzurra, camisa blanca y corbata de puntos. Bajo el toldo, discurrimos sobre ecología, naturaleza, imaginación y el arte de novelar. Esa noche asisten José Sánchez Lecuna y su esposa Ana María Velázquez, dos venezolanos amigos de Vásconez. Sánchez Lecuna, un hombre pacífico y tierno, ha hecho su carrera en Francia, se especializa en literatura francesa y vivió algún tiempo en el Japón cuando niño. Resulta, de hecho, un ser tan extraño en Venezuela como un argonauta europeo atrapado en un cyber tropical. En un momento de la ronda de preguntas, Vásconez recuerda a Conrad y su “Horror, horror”, del Corazón de las Tinieblas. Mientras habla, observo a Martin Sheen emergiendo de las entrañas del terror embadurnado de grasa y verde vegetal, pero me expulsa del ensueño la nueva gracia de la masa: una orquesta comienza a tocar en el lote contiguo al parque interrumpiendo la audición. La cultura de masas, el deporte de la cultura, la homogenización. El horror.

Otros seis días se suceden en el marco de la Feria, el Alba Caracas y Venezuela. Las mesas de conferencia inician tarde, mal o nunca, los conferencistas hablan de aquello que no saben, se instalan con un tema que los sorprende minutos antes de montarse al potro, apelan al populismo tan rentable en estas tierras. Que Manuela Sáenz no es la amante de Bolívar, que se trata de una heroína por cuenta propia, armada por el mismísimo San Martín. Que es cuestionable hablar de literatura ecuatoriana del siglo XXI por premura e inconsistencia de concepto, que es mejor hacer una retrospectiva del último siglo XX y declarar muerta a la nueva generación: al fin y al cabo, ¿a quién le interesa si ya Adoum ha expresado su pesar por la falta de compromiso de esos paletos? Que las mujeres leen a los hombres dice una matrona, no así los varones a las mujeres quienes prefieren a los machos de su género, Hemingway, Faulkner, Miller, en lugar de practicar la calceta con las escritoras del género femenino. En todas las mesas hay quienes aplauden. En todas las mesas alguien reclama no haber sido tomado en cuenta, “yo también escribo sobre esto y estotro” se emperra. En todas las mesas las moscas caraqueñas zumban sobre la frente de los ecuatorianos muertos de sueño frente a las iluminaciones de otros ecuatorianos. Como es costumbre, todo queda entre nosotros. Bajo un velo de silencio.

* * *

La generosidad de Vásconez no conoce límites: día tras día intenta conseguirme una mesa para que lea las cuartillas que he llevado a Venezuela. Se lo agradezco, en persona y por escrito ahora. Pero lo que mi amigo parece haber perdido de vista por un instante es que nos dirigimos lentamente hacia la nada. Ex nihilo nihil fit.

Mientras tanto, el mismo Vásconez, J. P. Castro, Yanko y yo nos dedicamos a pasar por la piedra al universo y a platicar de literatura en los bares, restaurantes, salones y vestíbulos del hotel. Aguzando el oído, una mañana escuchamos la interpretación de un argentino afiebrado que intenta apuntalar la hipótesis de que la caída de las Torres Gemelas es una farsa maquinada por los americanos para encender la mecha de la guerra. Cientos de pequeñas bombas y explosivos se han instalado en cada piso del World Trade Center para colapsarlo como un edificio viejo. Una película de mala factura se ha rodado para consumar la comedia universal. El argentino es locuaz y exhibe ojos de fanático. Nos brinda tela que cortar para el resto de la tarde. Si la guerra no ha tenido lugar, como deliró ya un francés, la caída de las Torres tampoco es real. Nada es real. La guerra no es real. Bush no lo es. Ni el socialismo. Ni Caracas. Ni el argentino. Ni tú.

* * *

¿Algo puede ser internacional por el mero hecho de reunir un ecuatoriano aquí, un argentino loco allá, un venezolano desesperado, un cubano con ojos de Goebbels que se ha, literalmente, colado en nuestra mesa para darnos lecciones de revolución y liderazgo?, me pregunto mientras doy vueltas en la cama y el ruido de los coches toma mi habitación por las paredes y ventanas. ¿Puede llamarse internacional un pegoste hecho al apuro para promocionar a un régimen? ¿Qué es lo internacional si no una forma de ver las cosas, una actitud, un diálogo, el flujo libre de las ideas, no una mancha diluyéndose en la frontera?

* * *

Extraño a mi mujer, extraño a mi hijo.

* * *

A la hora del almuerzo en el Alba veo a Jorge Enrique Adoum sentarse a la mesa con un cigarrillo negro encendido y comenzar el rito. Se lo ve disminuido, opacado, abatido casi, un hombre que mastica, bebe un sorbo de agua, da una chupada al cigarro y mastica otra vez. Lo han tratado mal, peor, y él lo sabe, pero declara a la prensa que Venezuela vive un buen momento político. Ninguna atención, ningún servicio, ningún protocolo han prodigado al Patriota. Solo una arenga del Ministro de Cultura de Venezuela, que nos perdimos pero nos cuentan, una medallita y ya está. Los incondicionales contentos, la revolución y la cultura revolucionaria. Una mordida a un pan reseco, un sorbo, otra calada. Masticar.

A Donoso Pareja lo veo de lejos una tarde en el vestíbulo del hotel; la mata plateada, ciertamente gallarda, la cabeza ladeada, la mirada intensa. Quien empujaba su silla lo ha dejado por un momento, instante que Donoso aprovecha para descansar del viaje. Después no lo vuelvo a ver. Permanecerá en la habitación, supongo, en compañía de su esposa o de un asistente. Encarcelado en una habitación de hotel.

Caracas se desdibuja. No es, o no lo parece, la metrópoli mundana que esperábamos. Lo de más riesgo ha sido cambiar dólares en la pastelería. Pero ya estamos empachados de café y de intentar hacernos entender. De hecho, algo sucede con los venezolanos, es como si no se enterasen, como si hablasen un idioma de tronco común con el nuestro, pero ajeno en el fondo. Dentro de la habitación las cosas tampoco mejoran: en la televisión Chávez habla, grita, chilla, convoca a las masas, a la multitud. Elecciones de no sé qué. Muros pintarrajeados, camisetas rojas, brigadas femeninas, activismo. Apago el aparato e intento dormir, pero el murmullo de la calle no cesa. Lo enciendo otra vez: más Chávez, todo es Chávez. Más chillidos. Más verborrea. Más sermones. Zappeo. La televisión por cable del hotel debe ser la más aburrida del planeta Tierra. La revolución, el socialismo son castos, verticales, impolutos. El lugar más procaz que hallamos en Caracas es el Museo de Arte Contemporáneo. De no ser por el Museo, Caracas hubiese sido una fábrica de pacata militancia y algo más apenas.

Ahora sé también que el Ecuador no es el primer país invitado, que no voy a trotar calles ni buscar mundo, y que no voy a leer jamás mis cuartillas ni vencer el tedio. Al fin y al cabo a mí no me gusta trotar mundo ni viajar a ninguna parte. Al fin y al cabo no sé en qué escala del deshonor puede ser medido el hecho de que hubiese aceptado venir, volar en una aerolínea dudosa, ser recibido por fantasmas al punto de que nunca se nos da la bienvenida, un mimo, una patada en el culo a la hora de irnos, al punto de que no se nos entrega un programa de mano, una volante, una ruta de peligros de la ciudad, que jamás supimos ni sabremos quién es el director del evento, cómo viste ni si es fiel. Pero, y esto es una moraleja, hemos reído incontables horas con el novelista Castro y nos hemos relatado nuestras vidas. Al fin y al cabo la amistad se labra en cualquier parte, en la desgracia y mucho más, lo sé ahora, en el tedio. La amistad ha de servirnos como tabla de salvación en el mar del tedio. Por eso hablamos y hablamos y hablamos, con Castro, con un Yanko que hace horas extras de sueño y aparece a media mañana en el hall, reluciente y desesperado, y con Javier. Ahora, la feria es una bruma, un borrón sin trascendencia sumergido bajo la lluvia que cae, esporádica, sobre Caracas, algo ante lo que solo cabe la queja, la llamada de atención, el grito. Es el retrato del nuevo socialismo, de cómo las cosas no pueden ni deben ser hechas, en el Ecuador, en Perú, en Mongolia, aunque sabemos, presentimos, que este hacer encierra un contagio. Al menos los convidados, con nuestra carga de inocencia, bobería y humor negro, moros y cristianos enlazados de las manos, nos hemos puesto por primera vez de acuerdo sobre cómo no deben hacerse las cosas. Después vendrán las mentiras y las declaraciones a favor, la burocracia, el exilio, la inercia, pero esa es una historia casa adentro, la historia de nuestras vidas. La Feria ha sido una estupidez, un error, un equívoco. El socialismo —y el capitalismo de masas— es el caos.

En el hotel en el que nos confinan a la vuelta (el vuelo de la aerolínea estatal, Santa Bárbara, se ha cancelado y nos abandonan en un hotel de playa), Juan Pablo toma nota de la actitud de los gallinazos que rodean el lugar como una lúgubre amenaza. “Torva la mirada”, escribe. La verdad, me entra un miedo, un miedo contra el cual no previene la amistad siquiera. Algo que puede contaminarlo todo, algo que nos rebasa, que nos abisma e invade. Algo incrustado en la pupila negra del ave de rapiña.

El horror. Las horas.

El horror. —

Thursday, December 04, 2008

YO, FRANCO. Sangre de cobardes

Soy un cobarde. Siempre lo he sido y ahora es tarde para cambiar, un intento fallido. Ser cobarde no es lo que se piensa, no es ocultarse tras las paredes, escurrirse por la alfombra, ladear el sombrero para que el ala oculte la pobreza, la fealdad o el desatino. Un cobarde puede, fácilmente, respirar a la luz pública, moverse en las calles, tomar una máquina y vapulear a un inocente. Un cobarde puede dejar que el sol bañe su frente, desvanecerse en la multitud, hacerse pasar por bueno. Un cobarde puede olvidar que es cobarde, fortalecerse en su debilidad y afilar las garras, puede engatusar, manipular, labrar su entorno como quien edifica una morada nueva, una casa, como quien trama su ratonera.

Han de saber que un cobarde detesta a partes iguales la soledad y el ridículo, que teme por igual —las manos crispadas y el sueño entrecortado— la batalla y las batallas movidas por las discrepancias. Es el dueño de la armonía, el amo de la quietud, capricho en que conjuga su realidad. Es, en consecuencia, un presente, la inmovilidad, la piedra. Tipos así somos principio y fin de nuestro territorio, somos, los cobardes, la gran excepción.

Condición indispensable del cobarde nuestra debilidad, la inseguridad y blandura de nuestros corazones, condición indispensable no decidir, dudar, temblar. Emprender podemos aunque nunca nos sentiremos responsables, caminamos sin mutar, sin evolucionar, dudamos de la duda como el hombre de honor teme a la decisión injusta, porque para los dubitativos la justicia empieza y termina en su propia cabeza.

Caprichoso, demiurgo, juez, el cobarde talla el mundo, lo amolda sin domeñarlo, le otorga la curva de su mano como el guante se adhiere a unos dedos, sin misericordia, sin resignación. El cobarde es el peor realista, es el fantasioso, el conspirador, el tallador que interpreta al diplomático, al manipulador, al persuasivo encantador de serpientes. Encantador: encantador casi siempre entraña cobardía.

Distancia y mofa, piel fría, tacto nervioso, ligereza aparente, andar sinuoso, identifican al cobarde. Podría ser, amigablemente, quien vive a la vera de un fantasma o aquel atrapado en la red de un defecto. Aunque cabe corregir y mencionar que quizá se proyecte una sombra en su hábitat, que podemos identificarlo si abrimos bien los ojos: la oscuridad de su conciencia, bajo la que actúa, lo engaña cuando él pretende engañar al resto.

Heme aquí, un cobarde. Yo, el cobarde. —

Wednesday, November 26, 2008

El bebé de Hitchcock


Aquí, Hitchcock. Aquí Hitchcock oculto tras la piedra. Aquí, el Mago del suspenso fingiendo ocultarse como si fuera un niño. ¿Consciente fue Alfred Hitchcock de que habríamos de descubrir la farsa, de que la maquinación sería asaz evidente que hasta el distraído la viese? ¿Qué maquinación, cuál? Para quien no lo sepa, Hitchcock fue amante de figurar y payasear, de aparecer como sombra en la ventana de un film o manipular lupas hasta que uno de sus ojos se hinchara desmesurada, monstruosamente, y sacra la foto. ¿Y qué sobre la entrada de su programa de tevé, aquel famoso en que Hitchcock presentaba una noche a Martin Sheen quien, irascible, perdía la paciencia con un amigo, lo aporreaba y mataba, cortaba el cuerpo en pedacitos y los sumergía en ácidos que despedían el recuerdo del amigo en el desagüe? ¿Qué con esas apariciones coquetas, bien pensadas, con las que Hitchcock maquillaba su angustia de degenerado perverso, curioso? Aquí el ojo derecho de Hitchcock, aquí su suave y gordo cachete ansioso de ser sorprendido mientras finge ocultarse del espectador. ¿Por qué ha de representar esta comedia el Mago Hitchcock? ¿Por qué si ya el cuerpo fue disuelto y solo queda la cabeza del amigo en mis manos? Representar ha, el Mago del suspenso, porque el degenerado perverso y curioso que reposa en ti espera que el gran maniático expíe su culpa con un juego, y el juego solo puede representarse en público. En público, como es el cine. Solo queda que descubras la cabeza que guardé en una hielera, la prueba, y que la mires de cerca, a los ojos. Solo queda por ver que la cabeza de Hitchcock es una esfera grande sobre el cuerpo escaso, una desproporcionada bola con un cachete fláccido y un ojo fisgón. Queda por comprobar, lo has intentado, que Hitchcock fue un recién nacido, que Alfred Hitchcock es un bebé.

Monday, October 27, 2008

YO, FRANCO. Sobre la necesidad de las cartas (II)

Ansiosos, veloces, derrotados, los mensajes se disfrazan mejor que una carta antigua, como si acudieran a una cita amorosa: mientras más hambre de abandono y deseo, con artificio mayor se comportan. De esta manera corren con el apremio y la formalidad de una esquela y amenazan con el terror de los anónimos. Falsos por una cara, intimidan con la otra. Retratan con atino este mundo, su necesidad, su carencia.

(Las cartas antiguas no envolvían mejores augurios, atendieron, simplemente, otra llenura: sortearon la soledad en el siglo de la distancia. Esa lejanía hoy se ha quebrado, uno puede hablar con quien le plazca, aunque yo no confíe en ti ni tú en él.

Ay, el vacío, ay, la centuria: enferma de necesidad no reniega de su engreimiento).

Gracias a su doble carácter, la súplica y el telegrama intentan revelar con desespero qué o quiénes hablan por detrás. No la verdad, no el secreto, lo que piensan ser o están siendo. No procuran, como intentaban las cartas, descubrir a sus firmantes, identificarlos. Los telegramas hablan, las cartas escuchan.

Los telegramas se extravían en la realidad, en medio del murmullo imparable de los que se descubren y oxigenan. Se funden en el anonimato de la red, pisoteados unos por otros, unos locos más que los otros intentando marcar su huella. Atentaban las cartas contra la realidad, tentaban la trasgresión, la reescribían mediante el lance del amor o el decreto de la guerra, la provocaban. La extraviaban, no se hundían en ella.

Por ello, quizá, se tomaban menos en serio a sí mismas, las cartas. No seguían el flujo de la vida, la necesidad y el trabajo, caminaban bajo vientos distintos, caminaban en el retiro. Eran escritas para matar el tiempo, conjuraban el día y divagaban. No habitaban la morada del tedio. Por el contrario los telegramas huyen de la vida y su pretexto. Afirman el tedio, son terapias.

Se escriben, luego, en la rutina de una oficina, frente a una pantalla y en ágora. Son rasgados en la distracción, a contracorriente del silencio, la meditación y el retiro. Ahí se fragmenta y tartamudea, ahí adelanta un paso el ego, ahí se escurre el bulto.

Bien escurrido, el mensaje apunta a nadie, a parte alguna. Va a parar, penosamente, sobre un muro derruido. Se desparraman sus letras en la superficie y el orden rueda hecho añicos. Sin composición, sin cavilación, apenas orden. No llega a su destinatario el mensaje de los telegramas. Lacan, quien sostenía que un mensaje inconsciente bien dirigido al inconsciente de otro le llega necesariamente, no contemplaba la consagración de lo ordinario, el sudor de lo dicho.

Queda por escribir esto: el escritor fracasado dobló la esquina y desapareció. Yo rasgo las servilletas y las guardo en mi bolsillo. En casa el orden retornará. Volverá con la necesidad de las palabras y la casualidad de las cosas, retornará con la necesidad de las cartas. —

Monday, October 20, 2008

Fleur, Ingeborg Bachmann

YO, FRANCO. Sobre la necesidad de las cartas

«Sobre el escritorio del doctor la encontré, me llevé la revista y leí tu artículo sobre Thomas Bernhard. Como es habitual, no estoy de acuerdo: el artista procura el silencio, nunca el sonido. Así sucede con Walser, con Frisch, con la poesía, en eso se afanan Bernhard e Inge Bachmann». Mientras Franco lee este mail, una lancha altera con su tórrido desgano los lechuguines del Guayas y yo me tomo una cerveza. La espesura del cielo gris desaparece cuando el brillo del sol conquista el horizonte hasta morir tras una isla. Como para el habitante de cualquier puerto, las aletas de mi nariz son inmunes al hedor del malecón, al sudor de los cuerpos, al humor que asciende desde la tripa. La necesidad de las cartas. Flora ha enviado a Franco otro de una serie de mails sobre el tema de la palabra y el silencio. Citó nuevamente a Nietzsche (“en todo hablar hay una pizca de desprecio. El lenguaje, parece, ha sido inventado solo para decir lo ordinario”), hizo un send y se ha excusado de la necesidad de tomar el teléfono y hablarle, se eximió de dar la cara exponiéndose a la verdad. Retorna la escritura con esta arma, anónima, hasta para quien ha retenido el sudor del cuerpo después de una cama, hasta para quien conserva el olor juvenil del deseo. Son telegramas, mensajes que atienden a lo inmediato, a la urgencia de notificación. Eso es: son notificaciones. Un anciano de barba blanca y cotona atraviesa el malecón, agobiado por un tiempo que no le permitió ser lo que él quiso y solo le ha dejado la injuria y la inquina. Se percibe en su modo de llevar el bastón, se sabe que el escritor barbudo ha de odiar. Mientras se aleja y observo el ondular de sus bastas, pienso en las diferencias, en las peculiaridades: si a una carta escrita a mano corresponde un mundo de esperanza (el despertar de un amorío, la venganza inminente, la insalvable llamada al frente), a una de esas que aparecen en la pantalla de una máquina ha de corresponderle uno de espera: la distancia entre la ansiedad y lo promisorio, la peculiaridad de lo inminente y lo posible. A partir de ello intento liar una secuencia: en el mundo antiguo uno escribía cartas con la ilusión de que un suceso o una llamada trastornase el orden de las cosas, por el contrario, cuando uno envía un mail, no parece albergar ilusión mayor, parece ser que las cosas no podrán ser alteradas por un suceso dicho en unas frases apenas, y que soñar ya no es posible porque la velocidad constituye una interpretación de la derrota. Así tenemos que en aquel mundo, lento y ya extinguido, uno aguardaba pacientemente la llegada del papel, oía los nudillos del cartero y su apacible ritual (bocina del triciclo, paquete de envío, esperanza del nombre, extravío siempre acechante), mientras en este mundo uno desencripta su máquina hastiado, y halla lo que supone ya, lo que imagina. Si ocurre así, pienso (y lo escribo en pedazos de servilletas de papel), los vocablos previsibles e imaginados anticipan solamente un encanto, la acumulación, uno y otro sepultados en sus mazmorras electrónicas, uno detrás de otro abandonados al olvido, curiosidad solo de una notificación de futuro. El resto verdaderamente importante, aquellos mensajes ardientemente esperados (no el telegrama, no la súplica) se atesoraban en un breve arcón, entre las páginas de un libro, al costado de una almohada o en un paquete atado con cinta. Conformaban de ese modo un tesoro.

Tuesday, October 14, 2008

Carvajal

Simulacro de la escarcha
en el día soleado,
mapa de un cielo de estrellas
albas y enanas, o un firmamento
que apenas se sostiene
de las cuerdas mecidas
por un rumor de niños que se alejan.
Las flores del cerezo
copan el cuadro de la ventana.

I

La ofrenda del cerezo, Carvajal

Wednesday, October 08, 2008

YO, FRANCO. La necesidad de las cartas

Reza el anuario del colegio Stella Maris: «Rodolfo Parra, aula del 68. Aptitud para la oratoria y el método socrático. Escribe versos desde niño. Muy buen dibujante y caricaturista. Carrera proyectada: derecho. “Quiero defender a los pobres y a los presos de conciencia”. Personaje: Malcolm X. Se augura éxito».

«Estimado Genaro Franco: Con satisfacción le comunicamos que aprobamos su carta y usted ha sido admitido en la Escuela de Aviadores del Sur del Estado. Para la incorporación deberá enviarnos sus señas personales, los números de carné de identidad y afiliación social y un código de nueve dígitos. Este código servirá para el acceso a nuestras instalaciones y para la práctica de ensayos. Le rogamos memorizarlo y no difundirlo. De acuerdo con su comunicación lo esperamos el 17 de febrero. En el formulario la descripción de los efectos personales requeridos…»

«Despacho para la hija del señor Descalzi: dos suéteres ingleses de cachemira XS, vestido de coctel de Yves Saint Laurent número 2, tres pantalones a cuadros N°. veintidós, un pañuelo de cuello Chanel color celeste. Total: nueve mil quinientos cuarenta sucres. Seña: Srta. Flora Descalzi, Riobamba»

Retorna la escritura:

«…leí el artículo sobre Naipaul, Antigualla. Como siempre no estoy de acuerdo: no se intenta el sonido, el artista procura el silencio. Como Walser, como Buzzatti, como la poesía. En eso se afana Naipaul, en eso Marguerite Duras e Ingeborg Bachmann. En eso, Franco, antigualla. Por lo demás todo bien, como siempre».

¿Para qué hablar si uno puede escribir? No es preciso dar la cara, solo un send y ya está.

Rodolfo que ha devenido en Rod vaga ahora por los muelles. Bebió dos botellas de Pilsener mientras miraba el agua de la ría. En pedazos de servilletas ha escrito parejas antitéticas, mirado la luna, hecho un rollo, gran sorbo de cerveza, y guardado los papeles en los bolsillos abombados de la americana amarilla. Vagó un par de horas por los muelles y camina a su casa en el barrio del Centenario. Los gatos se repliegan cuando Rod mete la llave en la cerradura. No enciende las luces, se tiende sobre el brazo acolchado del sofá (sofá de hierro y espuma), toma el aparato y marca el número. “¿Me escuchas, Flora, me escuchas, tú?”

Su clave es “dimenticareericominciarecelentano”. ¿El proveedor?… estupideces. Franco mira su correo. Mensaje de Flora: “…leí el artículo sobre Naipaul, Antigualla. Como siempre no…” Se apresta a leer, a verlo.

Wednesday, October 01, 2008

El polvo y los elementos

Luz silenciosa, de Carlos Reygadas

Utilicemos, para el caso, la absurda hipótesis de que allí donde haya una obra de arte, una película o un libro, una historia debe ser contada. Pensemos, por otro lado, en la hipótesis de que una obra debe contar apenas nada, ocultar lo que puede ser referido, retenerlo con el fin de no decir acerca de lo evidente si no sobre sus sucedáneos. Pensemos en lo uno y en lo otro mientras contemplamos Luz silenciosa (Stellet Licht, 2006) en la oscuridad. ¿Cuál su historia? ¿El adulterio, una muerte de amor y sufrimiento? ¿El estudio de una comunidad, la menonita, en Chihuahua, México? Esto último también aunque no sea a todos evidente, aquello indiscutiblemente. ¿Sirven de algo estas razones a la hora de interpretar una película, debemos aplicarnos en ésas, sus historias sencillas, simples hasta la insulsez?

Antes de otras conjeturas, la pregunta de fondo: ¿qué ha ocurrido con la manufactura clásica del cine contemporáneo que le aparecen aquí y allá bombas que tratan de saltar su canon por el aire? ¿Qué omite la narrativa amena, rápida y de efecto de aquello que al hombre preocupa y corroe, y que el cine aún puede recoger? ¿Cuál la explicación de una propuesta extrema al punto de detener el plano y congelarlo, de atender a los elementos a la par que al hombre, engarzados con el hombre, de atentar contra la palabra hasta callarla, de dinamitar la narrativa del cine para devolverlo a su origen y prehistoria, la pintura? ¿Qué se escapa al espectáculo que solo el arte puede decir a través de una pantalla?

Allá, en el primer párrafo uno que puede ser un buen verbo: contemplar. Lo ha dicho ya el crítico mexicano Rafael Lemus acerca de Luz silenciosa, “como una pintura de gran formato, no exige ser vista sino contemplada”, y de ese modo podemos contemplar los elementos y la mecánica del mundo, los oficios del amor y la naturaleza, contemplar el silencio y el dolor, contemplar la muerte. Detener el vértigo de la Tierra y admirar la entrada de las reses al ordeño, la máquina trilladora del maíz en su desgaste, el anonimato inútil y definitivo de una flor, el trabajo del hombre y su producto, el motor, la caída de una hoja de cedro rojo en la escena de los amantes, admirar la nieve en su cegadora esplendidez. Retornar a los elementos de los que nos hemos venido alejando irremediablemente a causa de la ansiedad. Más que observar el dolor humano, admirarlo. Admirar el dolor como se admira la proporción de un edificio antiguo, como se admira un amanecer o la luz en La lección de música. Retornar al polvo que sufre y observarlo.

¿Para qué contar una historia, entonces, para qué hilar una trama si con un plano o una lentitud el mundo puede ser dicho? ¿Para qué apelar a la palabra y al movimiento si aquello que requiere la conciliación entre la naturaleza y el sufrimiento es la muda exposición de los objetos con el fin de atrapar su alma? ¿Por qué atender a la manufactura si la pena contemporánea clama por una cura primigenia, elemental, un encuadre estético y piadoso desprovisto de inocencia, despojado de todo resabio narrativo y técnico para decir con naturalidad el polvo y los elementos? A éste, un encuadre que transcribe conscientemente otros como Dreyer y Antonioni para huir del preciosismo y crear un lenguaje, lo que le importa es el fin y para ello ha hecho de los medios su fin.

¿Reviste importancia que esta película sea la imagen de una comunidad o de un amorío? Más importante una coma, un período, más importante el tiempo verbal. Más importante la luz que, silenciosa, ingresa por una ventana. —

Monday, September 29, 2008

El cordero

"He terminado un libro malvado y me siento inocente como un cordero": Melville.

LOS BORRACHOS: (15) Bret Easton Ellis

Dilema de un moralista

Diego Cornejo Menacho, Miércoles y estiércoles, Alfaguara, Quito, 2008, 135 pp.

Encrucijada riesgosa para un autor es dar con el tono y el género que demanda la materia novelesca, la mayoría sufre en el camino tropiezos dictados por la inexperiencia, la egolatría, la ambición ciega y la ausencia de sentido literario. No es éste el caso de Miércoles y estiércoles, segunda novela de Diego Cornejo Menacho (Quito, 1949), autor que ha ubicado su punto intermedio escarbando en el arsenal de la novela negra y el thriller. La observación del género, necesaria, refiere solo una arista de este libro pues el proyecto rebasa sus límites hasta bordear los desafíos de escritura de una novela más ambiciosa que recrea episodios conocidos de la crónica política y policial del Ecuador —el caso de la desaparición de dos jóvenes hermanos, Carlos Santiago y Pedro Andrés Restrepo, a manos de la policía, suceso acaecido un par de décadas ha, bajo una atmósfera de represión política que desató un intenso cuestionamiento de los métodos policiales y los procedimientos del Estado. La ambición es notoria en las voces múltiples y en la reflexión del narrador que desmadeja la intriga y permite asomarnos a la historia. En medio, los personajes están vivos, los diálogos son creíbles, las cavilaciones intensas, la trama hábilmente tejida; Cornejo acumula sus puntos con imaginación y talento, con buen dominio y manejo de la técnica, algo que es imposible desdeñar en el contexto de una literatura, la ecuatoriana, más bien descuidada en torno a estos conceptos. El libro se aproxima a la demanda del lector por un producto exento de esnobismo, ingenuidad y lugares comunes que lo atrape en la mesa de novedades por sus virtudes emotivas, seductoras y por conducir a la reflexión.

Sin embargo, Miércoles y estiércoles es presa de sus virtudes en la medida que persigue y alcanza sus ambiciones con aplicación. Echar mano de la novela negra, el thriller y sus formas supone, como lo sabe el autor, discutir una perspectiva ética, evidenciar mediante la armazón novelesca la naturaleza moral en la cual se escenifican los hechos. A este respecto, es didáctico el autor a la hora de disponer claves a lo largo de la novela para conseguirlo: por ejemplo, con el fin de persuadir sobre la conciencia de los personajes, concede la palabra a su flujo interior bajo la forma de monólogos que al inicio escuchamos deslumbrados, comprometidos a la vuelta, prevenidos más tarde, crasamente advertidos al final: un autor que motivado moralmente ha dispuesto los monólogos al final de cada capítulo con el fin de asomarse al corazón de sus personajes, descubre estéticamente el truco y lo malogra. ¿A qué obedece el didactismo? A que el autor confía en los recursos el soporte moral de la obra. No basta que el autor ironice sobre la condición moral de sus personajes —la “institución policial”, por ejemplo—, sino que desconcierten ellos en su virtud o vicio a través de los sucesos y de las palabras, que el autor escriba moralmente cada página. Cornejo lo consigue a través de los hechos, apunta, dispara bien, pero no logra exponer una perspectiva de autor sobre la naturaleza del bien y del mal más allá de los móviles de sus personajes. Hay método, curiosidad, inquietud, pero no arrojo para ir más allá de la forma del thriller y sus métodos y transgredirlos. Ocurre que Cornejo supone que transigir frente a los juegos de sospecha del policial no le permitirá cuajar el trasfondo moral que desea dar a su novela, prefiere hacer uso de la intriga del thriller y confiar a otros mecanismos narrativos la problemática moral. Equivoca su estrategia: en ambos casos enfrentar la definición del entorno ético de una obra no implica barajar métodos y seleccionar aquel conjeturado como el más neutral, si no permitir que la estética del libro dispuesta en su estructura, en los personajes y en el tiempo consume el universo moral del autor.

Aplicado en el trabajo técnico, Cornejo busca dar verosimilitud a lo narrado. Alcanzar esa verosimilitud tiene su precio y el autor lo paga. Acuña una conciencia de lo coloquial a partir de la voz de sus personajes, de sus modos de habla y sus giros. Enfrenta nuevamente el dilema ético como un problema técnico, y, en su trayecto, engolosinado en los hallazgos de la voz popular, pierde por momentos de vista que lo coloquial está al servicio de una estructura mayor, la voz narrativa, a quien debe servir y no a la inversa. La frase hecha, el refrán, el lugar común, a la vez que enseñan disipan, a la vez que comentan alienan. Aunque tienta una disyuntiva ética, Cornejo concibe el recurso por conciencia, la amenidad en el contar (aunque ésta sea introspectiva o dramática) por perspectiva, el enfoque vario por polifonía. Quizá esto muestre que se trata de un escritor moralista antes que de un autor moral, un autor de queja antes que un autor de conciencia.

Concluyamos con una posibilidad: Miércoles y estiércoles, novela de título nada eufónico aunque trabajo notable, deberá ser vencida. No porque fracase: el resultado es seductor, emocionante, reflexivo. Deberá ser vencida en la siguiente novela de su autor bajo una perspectiva de conciencia, como un fresco de correspondencias éticas cual es la novela concebida como un género de arte. —

Wednesday, September 24, 2008

YO, FRANCO. Rod

Venga a cargarlo.

Las botas golpean en los escalones, uno por uno, un fabuloso estruendo.

Rod ha bebido nueve o diez gin tonics en la barra, solo, sin amigos ni mujerzuelas.

Sexto, el cantinero, sirvió el último y pensaba: éste no aguanta uno más.

Aunque también: diablos, qué mal vestido está.

Rod calza botas negras con punta de triángulo, pantalón amarillo de franela y camisa con cuello de pico de pavo picada de flores, el fondo verde como una esmeralda. Seda.

Mal gusto el de este Rod.

Douglas me ha contado que vivió en New Orleáns. Debe ser esa la razón.

(Ahora Douglas también vive en los States. En el desierto, creo).

Sexto sale detrás de la barra. Venga a cargarlo, le digo.

Le advertí que no bebiera ese tonic, pero se puso necio como burro en chaparrón. Como siempre, hablaba, hablaba y hablaba.

Cierre el pico y tómelo del otro brazo, hay que bajarlo.

Tac-tac-tac-tac-tac.

¡Mire cuántos libros! Debe ser por eso que habla tanto: repite lo leído en estos ladrillos.

Cállese y déjelo en paz.

Se le ha fundido el coco a este Rod.

¿Apagó la luz? Ve que es tonto, por estar hablando de los libros: regrese y apague la luz.

¿Qué trae en la mano? ¿No le dije que se estuviera quieto?

Una foto. Bonita la vieja, ¿no? Con todo y suéter de loca.

Suena el vapor sobre la ría. Deje de oírme el corazón y regrese al bar. ¡Ni sílaba de la foto!

La cuatrojos boca abajo, abierta las patas.

Rod. –

LOS BORRACHOS: (14) Faulkner

Sunday, September 21, 2008

YO, FRANCO. Antigualla

Habría sido delgada de joven, distante, impaciente y con el mundo volcado a su interior. No podría decirse que sus mejillas hubiesen sido algo más que mejillas hundidas, tersas, frías, un poco húmedas, y que las lágrimas las hubiesen regado escasamente durante la infancia, casi nada después, solo insistir en que los ojos han sido siempre los mismos, un par de balcones de otra lechuza, testimonio de otra vida, idéntica, en el ayer, la que no demanda nada de una madre, de una mujer, de un hombre, la que nada espera: propietaria de sí misma, ella no desearía ser de nadie ni poseer a nadie, sería, lo que se dice, una mujer algo fría, una mujer sola, una persona. Así estaría bien.

Ha pasado el tiempo, los años avanzaron sobre la pared como una sombra: Flora habita en un departamento donde el orden y el polvo marcan su territorio hasta que el sábado la mucama venga con el plumero a remover la justicia del tiempo sobre el mueble. La atiende a las ocho, saluda con la mano sin cruzar palabra y se encierra en el cuarto de baño. Desde que cumpliera los cincuenta, Flora cepilla muy bien su corta melena todos los días a la misma hora, las nueve, la protege con una red y se baña cuidadosa, milimétricamente, a fin de evitar que el cabello sea estropeado por el agua. Pero al ir al ropero nunca ha podido reprimir el impulso de elegir todos los días lo que siempre elegirá para recordar sus votos de templanza y firmeza: un suéter oscuro con el cuello de tortuga que, inevitablemente, desarmará el arreglo. Las otras prendas acudirán por obligación, un pantalón con cuadros oscuros, un par de botines de gamuza, una bufanda de lana de rayas verdes y rojas, un par de guantes. Los anteojos rectangulares, marrones y caros, siempre boca abajo, siempre abiertos, serán tomados de la mesa de noche por su mano temblorosa y arrugada como el acto final del procedimiento.

Febo, el gato, repele y se encarama, alternativamente, en la víbora tubular de la máquina aspiradora. Flora lo observa desde la mesa blanca del desayunador mientras el café humea sobre el fondo gris de la ventana que enmarca los nevados en el occidente. Apura la taza pero siempre en el lecho un poso de óxido se estanca. Febo se ha hartado de la aspiradora y termina tendido sobre el sofá blanco y peludo, cansado de dar la guerra. Cesa por fin el sonido de la máquina y Flora puede extraer los papeles del cajón para disponerlos sobre la mesa, en bloques, uno al lado del otro. El trabajo apenas comienza, escribe a mano, con una caligrafía regular y uniforme dibujada sobre el papel común y corriente.

Procuran todos la normalidad, el apelativo de la angustia y la tristeza.

Deja reposar los anteojos boca abajo, abiertos sobre uno de los bloques. En una mesa cuadrangular y diminuta, situada en una esquina, se observa el teléfono. “Procuran todos la normalidad, el apelativo de la angustia y la tristeza, procuran el tedio para huir de la verdad, de la nada”.

—¿Me escuchas, antigualla, me escuchas, tú? —.

Thursday, September 18, 2008

Richard Wright Echoes


¿Por qué muere, vestido de gaitero, por qué muere Richard William Wright?

¿Muere porque el tiempo, agotado, no da más?

Monday, September 08, 2008

YO, FRANCO. Iglesias 227

Si retorno sobre lo mismo lo hago porque no puede vivir en una cabeza más que una idea, un dolor, y la escritura no es más que el febril acoso de esa pena. En el camino la vida puede hundirse en la desesperación: quizá en medio asome las orejas una obra que atestigüe el empeño del hombre como un , el empeño de un ego.

Dicho esto solo sé que el hombre cantó un tiempo y murió. Es una forma de decir: morir también puede significar fracasar: el hombre fracasó en el papel que su suerte le había designado, esto es, esfumarse no como un innovador si no como un solitario frente al piano de un salón de hotel. Hubiese sido un final digno.

Pero no: habiendo cantado al amor de la única forma posible, con romance, ímpetu y cursilería, convertido en un soñador, un cazador de lunas, un mercader de ilusiones, guardó el secreto por el cual sus contemporáneos lo odiaron: cantar los fastos de un mundo diluido, destruido, de un planeta en que el amor era una fuerza terrena. Un moderno jamás lo entendería: la ilusión reside en lo nuevo y no hay nada menos nuevo y renovable que el amor. El amor, se sabe, es memoria.

Su compromiso con las tonadas de terciopelo, edulcoradas diríamos, le compondrían una imagen a la medida, la del hombre elegante, bronceado de playa y delgado a petición, siempre al borde del descaro, siempre al extremo del desorden y lo oscuro. Un poco demasiado previsible. Un hombre poco demasiado imprevisible.

“¡Qué daría por tener tus caricias cada día!” cantaría, envuelto por su papel, mientras una dama rubia vestida de terciopelo se resiste a su encanto copiado de Dean Martin, de Cole Porter, de Paul Anka, de Johnny Fontane, de Serge Gainsbourg. Aunque menos que todos ellos, Iglesias sería su verdadero epígono, el que no cumpliría su destino de noche, soledad y fracaso. Se conformaría con ser envidiado por su apetito seductor, por su deslenguada torpeza, por su mal gusto al hablar de sí mismo. No sabría que todo puede ser perdonado excepto traicionar el fracaso.

Desaparecería en esa fecha tras entonar “mañana por la mañana, si no se rompe la noche, haremos locuras nuevas con el amor que nos sobre”, desaparecería porque lo único que dignifica la memoria de un verdadero crooner es el fracaso, nunca el dinero ni la fama. El romanticismo no volvería a anunciarlo en altavoces como el primero de los nocturnos americanos con habla de Castilla y quedaría solo la calle donde caminar y olvidarlo, un par de tías viejas que lo recordarían con un suspiro contenido, como la imagen de un vívido amorío imposible, como un pasado nunca habitado. Solo quedaría la calle donde olvidar su nombre. Olvidar su vida de tanto ocultar la verdad con mentiras. De tanto tentar a la pena. —

Friday, September 05, 2008

Antesala a la flor de hielo: Fleur Jaeggy

Negra la puerta de los testigos

Hoy he despertado noche. Hablamos de literatura ayer, nos embriagamos, injuriamos y vomitamos como es costumbre. Nombres distinguidos van, vienen, Rilke, César Vallejo, Proust, Pamuk, Ítalo Calvino, Javier Marías. Otros apuntan lo suyo y cierran filas en torno a lo maravillosos que son los libros y cuán importantes han sido para su vida y su obra, y entre todos procuran contagiarnos un entusiasmo que nos impida abandonarlos sobre la mesa de noche, unos con nostalgia, otros con gracia, los menos con gala de erudición mal aprendida. Ha sido una buena velada, entregada a la añoranza y la fe, como solo pueden predicar los grandes, como pueden únicamente decir los justos. Recuerdo las palabras de Pamuk y Rilke y Proust y no creo ser lo suficientemente elocuente para apreciarlas en todo su valor.

A pesar del centeno, nadie ha subido la voz, nadie se ha puesto rabioso. Van a disculparme ustedes, no pueden pedirme que sea edificante esta mañana: he amanecido noche. Si debo explicarlo diré que no he podido quitarme el sopor del whisky, que me he levantado medio dormido. Esto me recuerda que la modorra es el estado que mejor se abre a divagaciones sobre el sentido de la vida, sobre la felicidad y la desdicha, como lo ha hecho Pamuk con esas magníficas palabras pronunciadas en medio de abrazos, brindis y babeadas de ebrios. Debo hacer una pausa y aclararme la voz para decir que dos son las actividades que traen felicidad a mi mesa y estas son dormir y leer. Aunque así lo creo, no voy a formular aquí, frente a ustedes, interpretaciones del sueño en iluso afán de competir con Jung y Freud, o con intención más sospechosa de arrancarles un suspiro aquí, una risa allá. Igual que no hablaré de los sueños en un sentido esotérico, no me conformaré con hablar de la lectura y los libros como quien habla de los museos y las catedrales, es decir, con ánimo de conservación y acumulación.

Igual que Pamuk ha dicho sobre la felicidad puedo yo vociferar sobre la pena. Cierto que los libros me traen alguna felicidad en todo lo que tienen de deslumbrantes, reveladores y amenos, pero lo hacen en la misma medida en que descubren lo execrable, infeliz y absurdo que puede ser el mundo, en lo que dicen acerca del silencio y la ira, en lo que suman para que la existencia deje de tener un sentido y se diga solamente —lo ha escrito Samuel Beckett— como manchas en el silencio. Ésta, que es la lectura literaria, la forma más alta de la lectura porque enfrenta al ser con lo vacuo e incita a refocilarse en los humores de la carne, no es ciertamente edificante como podría serlo, por ejemplo, asomarse a las páginas de El origen de las especies, la Enciclopedia británica o aun a las del Dieciocho Brumario. Al menos no lo es, en el sentido de construir, sino que siempre, por su propia naturaleza, la lectura literaria es destructiva, negra, terrorista. No podría ser de otra manera si por un momento nos detenemos a pensar en que el loco, el gran loco, se hace a los caminos polvorientos de La Mancha haciendo pasar la sinrazón por razón a todo lo largo y ancho de las páginas de su aventura, con el solo fin de abrirnos los ojos, destruir la ilusión de lo cierto, y hacernos ver que la cordura es un grillete, no más que un grillete. Abracemos la locura entonces. Pero no solo a ella sino también al triunfo de la maldad sobre la torpeza de la bondad, Popeye y Benbow a ambos lados del manantial, Joe Christmas en el granero, Lena Groove en su carreta, Raskólnikov en la casa de préstamo de Aliona Ivánova, Lady Macbeth, las manos manchadas de sangre. Y no la maldad en solitario: oficio de la literatura es sumergirse en aguas profundas de las que quizá algún día saquen la cabeza Bardamu y Merseault, Malone muerto y Samsa, El Innombrable y la Guignol’s Band, para retenerlos como se retiene el dolor, el fracaso, el desamor, la incertidumbre y la soledad del ser, y si de esta manera se los retiene, estoy seguro que los hombres que vengan dejarán de hablar de la lectura como una pasión edificante.

Usted puede enojarse, abrir la boca y reclamar que visitan también esas páginas la piedad, la misericordia y el perdón, que hasta en los papeles de Faulkner, principalmente en los papeles de Faulkner, el hombre no queda abandonado a su suerte de polvo imperdonable sino que tiene oportunidad de ser salvado. Para curar su enojo me abandono a la modorra y afirmo que es la materia del silencio, del vacío, la maldad, el secreto, su materia digo, la que opera una transformación —una metamorfosis para ser más consecuente— en el yo, en el yo lector. La sinrazón, el delirio y el mal, no la redención, no la misericordia o el perdón, suenan, se graban, perduran en el testigo. La redención acaso transforme al creador, al demiurgo, a quien humaniza y dignifica, no al espectador de la comedia cuyo corazón y fibras, cuyas vísceras, no volverán nunca por su edad de la inocencia, por la edad de la ignorancia. Quédenos entonces a los lectores de literatura el cinismo, la ironía, la sorna para ensalzar nuestra creencia en la nada, nuestra anti-creencia.

No podía venir esta mañana a decirles que me siento dichoso cuando hablo de la lectura y de lo almibarada que puede resultar para nuestras vidas. En realidad he venido a decirles que la lectura literaria es un problema, un problema grave. Que aunque convoque lugares de felicidad, no deja de atraer el vacío y hundirnos. No quiero decepcionarlos, especialmente a los jóvenes o a las damas soñadoras que leen libros por las tardes, no quiero descargar mi bilis de lector amargo, solo anhelo levantar la voz y decir cuánto me fastidia que a la hora de hablar de nuestras lecturas pongamos esa expresión santurrona tan habitual en el falso culpable y el esposo hipócritamente fiel, como si asistiéramos al bautizo de un sobrino o a una boda, seré implacable con esa máscara porque no estoy de acuerdo con que la lectura sea un oficio del nosotros, argumento que una de las invitadas de ayer ha esgrimido y que también Cortázar, Julio Cortázar, que asomó primero y se fue el último, ha sugerido. Quizá en esta época en que las malas conciencias desean levantar el nosotros como un fortín tras el cual resguardarse de los pecados de barbarie, omisión y oscurantismo del pasado, sea más necesario reivindicar el yo y la edificación de un universo personal como baluarte de la lectura literaria, antes que cualquier prédica políticamente correcta. Qué lugar más íntimo, reservado y personal que el diálogo entre una conciencia escéptica y otra más o menos crítica dispuesta a hablar en alta voz, qué lugar más pecaminoso el hallazgo de una literatura. Por eso el autor, esa conciencia crítica, escribe el yo como si escribiese el nosotros, pero nunca habla del nosotros como si hablase del yo, porque cada uno carga su cruz en la Tierra y cada uno debe cargarla en soledad. El nosotros que reclaman los pedagogos y los moralistas, el nosotros que reclama quien cree lavar las palabras de la mugre con que la historia las ha embarrado, y con ello recuperar el verdadero sentido de vocablos como democracia, derechos humanos, pueblo y justicia social, su verdadero sentido, como reclamaba un Cortázar, la madrugada ya, no le sirve al lector de literatura, al lector en clave estética, tal vez y solo tal vez, al ciudadano y al hombre político, y a éstos únicamente si la supuesta autoridad moral que alguna vez se arrogó una izquierda romántica y tuerta, cediera paso a una verdadera criticidad, a un verdadero diálogo, a verdaderos enfrentamientos y combates por el sentido de las cosas a través de las palabras. Pero, según se advierte, aquello está lejos de ocurrir.

Hay quienes confían en que la lectura sacará al hombre de las tinieblas, del rencor y la intolerancia, que lo enseñará a ser justo y razonable, a ser un hombre democrático. Hay quienes creen que la lectura todo lo puede, desde evitar que las niñas dejen de comer y mueran anoréxicas hasta desasnar a los humillados. Hay quienes piensan, con cierto romanticismo y no poca propensión al melodrama, que vivir en un planeta de lectores profesionales puede precipitar una realidad distinta. Probablemente sí, quizá. Pero no es ésa la lectura literaria, no la lectura estética que nunca es llamada a vacunar contra los males que la sociedad y el Estado deben curar, no la lectura cuyo punto de partida y llegada es el ocio, una desembozada y refinada vagancia que no conoce fin en la construcción de edificios morales. Se engañan quienes suponen que la lectura literaria hará al hombre más justo, bondadoso y honesto, acaso lo convertirá en un ser más escéptico, desconfiado y suspicaz, en un ser más incierto. Es que además de procurar el yo, la lectura estética parte de la confusión y la incertidumbre, en busca de la conversación, la disquisición, la pelea, el alejamiento consciente, es decir, en pos de la negación. Por eso el hombre que no es confusión no lee, no lee literatura, quiero decir, el hombre decidido vive, ama, construye y muere en la acción. Somos los confundidos, los somnolientos, quienes leemos con ilusión, rabia y precipicio. No queda a los escritores más que pregonar la lectura porque en ella su vida se resume, porque les apasiona hablar del gremio y persuadir que su interés es el del resto, el de todos, pasar el interés de clase como el interés de la sociedad. Somos, pues, los escritores, una reaccionaria casta que, establecido el ocio como oxígeno para nuestros pulmones, se apoltrona en un sofá en burguesa y graciosa compañía a leer el libro que ha adquirido, tarjeta de crédito en mano, en una bella librería como ésta, papeles que se convertirán en su combustible y su razón de ser. No queda más que el lector de privilegio de sus ficciones y divagaciones sean los burgueses que sueñan con hacer el gángster, el aventurero y la puta, precisamente porque no lo son, porque disfrutan —y no querrán abandonarla nunca— su comodidad de respetables burgueses. Pues bien, ustedes deben oír lo que los escritores hemos sabido desde siempre pero que nos reservamos, pues decirlo atentaría contra el grupo, contra el sindicato: estamos seguros que lo auténticamente nuestro es jamás épater la bourgeoisie, hacer el bufón y recoger las migas, aunque precisamente el burgués será quien envidie las virtudes de un ocio que desconoce y de unas vidas que no conocería si no interviniese la sabiduría de la pluma de Faulkner y de Proust, de Marías y de Nuestra Señora de la Abyección, Elfriede Jelinek, tal como ha sido bautizada.

La lectura literaria nos hace intolerantes, severos y cínicos, no nos hace mejores hombres. Nos condena inquietos y amargados, nos hace discernir con irritación y nos incita a juzgar. Me hace, por ejemplo, atreverme a decir que igual que he oído con reverencia las palabras de Pamuk, quizá tanto o más que las de Rilke, he escuchado con irritación las de un tal Zoran Zivkovic, haciendo el payaso como si fuese un libro, que he escuchado con deleite, respeto, admiración y cierta vergüenza causada por mi zafiedad, a Javier Marías y a Proust, de la misma forma que he detestado el puñado de edificantes palabras de Cortázar, los extravíos de Velasco Mackenzie o la pedagogía de una señora cuyo nombre no quiero acordarme. Ahora quizá puedan entender, señores y señoras del jurado, a qué me refiero cuando sugerí que es más rentable inventar una teoría del sueño que afirmar estar medio dormido y decir lo que uno cree en verdad.

Finalmente, un pálpito: me ha dejado inquieto el hecho de que en dos ocasiones el recuerdo del padre fuese mencionado anoche, en boca del colombiano Cruz Kronfly y en la de Pamuk. Esto, creo yo, dice mucho sobre lo que he venido desbarrando. Kafka sea indulgente con ellos, porque no hacen más que confirmar que la escritura es una herida, una llaga profunda e incurable no menos grave que leer, leer literatura, quiero decir, una herida negra por la que puede irse y naufragar la vida y aun la negación de la vida, la noche: “todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda. No se sabe nada de la historia auténtica de los hombres”, leemos en el Céline más oscuro. “La expresión de que no hay nada que expresar, nada con qué expresar, nada desde dónde expresar, sin poder para expresar, sin deseo de expresar, junto a la obligación de expresar”, leemos en el Beckett más angustioso, en Beckett.

¿Existe sutura que pueda reunir los labios de la noche? —