
Wednesday, July 29, 2009
Friday, June 26, 2009
Thursday, May 07, 2009
Retiros imposibles
1
Hace tiempo procuraba ganar ciertos lugares, recorrerlos, aunque es tanto ya, que los he dejado de buscar y olvidado casi. Pero los últimos días han retornado con cautela, como la luz que salpica el rostro de un preso la última mañana antes de irse. La búsqueda había comenzado cuando niño: mi bautismo de sangre —es un decir— lo recibí con el agua y la sal de celuloide en esas películas americanas que vuelven loco a cualquiera, aquellos films con la clásica escena, tan americana por cierto, de un hombre que fracasa o está a punto de fracasar, mientras la noche lo sorprende como la boca de un lobo, una oscuridad que lo encumbra sobre una silla de patas largas mientras se recoda en la esquina de la barra, sorbe un martini, la mirada extraviada en el vacío, y el cantinero se mueve silencioso con los oídos atentos a la confidencia inicial. Bien, este cuadro y otros han sido para mí, leche materna y gorjeo, con lo cual quiero decir que desde siempre fueron de mi propiedad. O casi: para interpretarlos echaba en falta la barra del bar, es decir, la escenografía.
Obsesivo como soy, me puse a buscar el lugar adecuado para recrear mi fracaso. La primera dificultad pudo haber sido mi edad: frisaba yo unos nueve, aunque mi apariencia fuese de diez años. El segundo escollo se escondía en la locación: barrio de San Juan, ciudad de Quito, década del 80. El tercero acaso fueran los bolsillos: ni un talento. Consigno estos detalles, imbéciles ya para la mayoría, porque imagino contribuyen al cuento: no se comportaban geografía ni historia muy dóciles a la hora de respaldar mi cometido. Ya en el terreno de lo concreto, una tarde descendí del cerro con el fin de peinar el lugar y alcanzar mi objetivo, con tan mala fortuna que solo di con un par de músculos agarrotados, la reprimenda del dueño de una cantina y el melancólico contemplar de los lamentables remedos de mi ilusión. ¿Había yo buscado bien? ¿Me permitían mi edad y mi imaginación, husmear, sagaz, en pos de un retiro romántico, alcohólico y triste? ¿Había seleccionado adecuadamente los lugares encontrados en la guía de la ciudad, veinte, treinta años atrás? Recuerdo haber escogido bares y restaurantes de hoteles y algunos restaurantes de lujo sin hotel para dar con la barra de mi dorado bar. Adelanté mis pasos hasta La Rotisserie, por ejemplo, el restaurante de un hotel muy céntrico donde lustros atrás se había rodado una comedia picante mexicana. ¿Encontré en La Rotisserie a mi cantinero, diligente y noble, el cancerbero de la soledad? ¿O tal vez fue en la Belle Époque, un restaurante de húmedas paredes ensalzado por la reina Sofía a su paso por Quito, periplo del que nadie guarda ya memoria en la ciudad? ¿Era Belle Époque, así se llamaba el lugar? ¿Tenía barra, barman, coctelera y dry martini? ¿O lo confundo ahora con un puterío que todo mundo adoraba en la Quito de los 80, uno perdido entre las calles, siempre dadas al extravío, del barrio de La Mariscal? ¿O Kon-Tiki fue el telón donde mi soledad de oficinista neoyorquino, la corbata fina y negra apenas desatada, la camisa blanca con los puños doblados, el cabello revuelto y la mirada de lobo apesadumbrado, inconsolable, desató todo su furor? Kon-Tiki, Kon-Tiki: ¿no era ésa una posada cara de comida polinesia? Esos años además registran una barra de cocteles en la temprana calle Amazonas (la que denominan bulevar) quizá en su cruce con la Robles, igual que una parada de cervezas en la Amazonas cruce con la Orellana, versión de pub inglés bautizada con el nombre de Bush: ¿descubrí ahí a mis compañeros en el sendero del desaliento, en la vecina silla de los cocteles o en la pobre barra del desangelado Bush y su letrero de neón? ¿Habré yo buscado bien?
La verdad no creo haber pasado por ninguno de estos sitios, debí haber sido muy niño entonces, aunque estoy seguro que en ninguno de ellos iba a encontrar mi fugaz estrella de Edward Hopper. Ello por algo que no puedo ocultar: por aquel tiempo, virtud que en algunos aspectos todavía conserva, Quito era, sencillamente, una mierda. Durante aquellos y muchos años después, la soledad seguiría siendo algo cotidiano y muy temido en la ciudad, enfermedad que aislar entre paredes, cual una de ésas que se denominaron en un tiempo entregado a la estupidez y el romanticismo, enfermedades literarias.
2
Pero no me he detenido para recordar a Quito y sus dulces letargos, me he parado, como admite la dignidad mínima de un hombre, a pensar en lo imposible, en lo extinto, en lo negado en cualquier lugar y condición. De esa naturaleza ha sido, por ejemplo, la noción de bar. Don Luis Buñuel, cautivo de bares, medievalías y retiros, lamentaba la época nefasta en que le había tocado vivir, la que no respetaba nada, “ni los bares”, según decía. Su noción de bar era muy clara, un establecimiento apartado, “una docena de mesas a lo sumo”, silencioso, oscuro, bien provisto, retiro monástico en que la moneda de uso corriente era el anonimato y su correlato, el sosiego. Contemplación y sosiego, altas notas del cerrado egoísmo, defectos que se alejan en retirada en un tiempo de bullicio y cofradía, en uno en que el tiovivo y la campanada de la masa han vencido y campean con su traje omnipotente. Ya Buñuel vagaba por los interiores del hotel de “San José Purúa”, en México, en compañía de sus fieles Jean-Claude Carrière y Serge Silberman, guionista y productor de algunas de sus cintas, tras la clausura del bar del hotel, en 1980. ¿Qué sucederá con nosotros, bárbaros tecnológicos de inicios de milenio?
En el 80, cuando Buñuel contaba igual número de años, yo apenas tenía seis y ya comenzaba a inquietarme el pasado y la necesidad de retiro. Antes del bar, entre las páginas de las revistas y acaso en algún film, había reconocido el ambiente de París y sus pintorescos cafés. En uno de ellos, el «Cyrano», “un auténtico café de Pigalle, popular, con putas y chulos”, Buñuel se había integrado al grupo surrealista, tras la exhibición de su obra primera, Un chien andalou, la película del globo ocular seccionado por la navaja barbera y los dos maristas que arrean una dupla de pianos con sus respectivos burros podridos encima. Aunque desconociera el «Cyrano», creo haberlo presentido en esos años mozos y observarme sentado a una de sus mesas con la sola compañía de un largo café con crema, cigarrillo en una mano, pluma en la otra, concentrado en la tarea de llenar blocs y libretas con nombres de calles parisinas, prescripciones de guardarropía, la trama de un policial en que el verdadero asesino es un campesino idiota, la descripción física detallada de Quint, el personaje de Otra vuelta de tuerca, y muchas estampas pornográficas, zoofílicas y antropofágicas. Aunque pudiera pasar por presuntuoso, la tercera parte de aquello navegaba por mi mente y eso supo dejarme conforme.
Sobre los cafés ansío extenderme en otra entrega, pero lo que sí diré es que su añoranza ciega no me indujo a salir de casa, al revés de lo que me ocurrió con los bares: me conformé con ensoñar París, cerrar el paraguas, dejar el abrigo blanco bien doblado sobre la silla contigua y sentarme a escribir. Al fin y al cabo, París siempre será París.
Algo que me asombra es la negativa del tiempo a darme la razón, a mí, a Buñuel y a París, la obstinada resistencia de mi ciudad, Quito, para dejarse persuadir por la necesidad de apartamiento y contemplación, algo que en realidad no debería asombrarme si advertimos que los bares del mundo van extinguiéndose a paso de gigante y ninguno queda acaso, y los cafés son hoy por hoy lugares de chacoteo y exhibición antes que refugios de ensimismamiento y trabajo. Si la inspiración es despertada, como Flaubert escribió, por “la contemplación del mar, el amor, la mujer”, con lo que terminamos presa de las musas, ¿arrobarse con el sigiloso paso de los fantasmas, escuchar su respiración fatigada, apurar la copa, o mejor, no apurarla, dejar sobre la mesa un cubo de hielo y contemplar cómo se derrite y forma un lago en el que la barcaza de nuestros sueños naufraga inexorable, extraviarse en ello, en una meditación, constituye la zozobra de esta despreciable era?
Hecho y deshecho, como gustaba decir Onetti, algunas veces he intentado tomar una copa en la barra de un restaurante o sentarme a escribir un par de ideas en la servilleta de un café, pero siempre fracasé rotundamente y con sistema; apenas principiado el whisky o el vermú sentí clavados en mi espalda decenas, cientos, miles de ojos o comenzó a escocerme la hora de retornar a mi encierro casero. En el café, no ha faltado la ocasión de sentir una palmada familiar en el hombro y admitir el reflejo inmediato que oculta la servilleta en los bolsillos o, hecha una pelota, la salva dentro de un puño.
—Nada…, espero a alguien… Pensaba.
Hemos salido juntos, con el recién llegado, y nos hemos sumergido en la plebe.
Aunque ahora que lo pienso, no nos caería mal tentar el riesgo y fundar entre ambos distinta cofradía: la Sociedad de los Amigos del Crimen, los Bares y los Cafés.
Inscrita ella sea. —
Hace tiempo procuraba ganar ciertos lugares, recorrerlos, aunque es tanto ya, que los he dejado de buscar y olvidado casi. Pero los últimos días han retornado con cautela, como la luz que salpica el rostro de un preso la última mañana antes de irse. La búsqueda había comenzado cuando niño: mi bautismo de sangre —es un decir— lo recibí con el agua y la sal de celuloide en esas películas americanas que vuelven loco a cualquiera, aquellos films con la clásica escena, tan americana por cierto, de un hombre que fracasa o está a punto de fracasar, mientras la noche lo sorprende como la boca de un lobo, una oscuridad que lo encumbra sobre una silla de patas largas mientras se recoda en la esquina de la barra, sorbe un martini, la mirada extraviada en el vacío, y el cantinero se mueve silencioso con los oídos atentos a la confidencia inicial. Bien, este cuadro y otros han sido para mí, leche materna y gorjeo, con lo cual quiero decir que desde siempre fueron de mi propiedad. O casi: para interpretarlos echaba en falta la barra del bar, es decir, la escenografía.
Obsesivo como soy, me puse a buscar el lugar adecuado para recrear mi fracaso. La primera dificultad pudo haber sido mi edad: frisaba yo unos nueve, aunque mi apariencia fuese de diez años. El segundo escollo se escondía en la locación: barrio de San Juan, ciudad de Quito, década del 80. El tercero acaso fueran los bolsillos: ni un talento. Consigno estos detalles, imbéciles ya para la mayoría, porque imagino contribuyen al cuento: no se comportaban geografía ni historia muy dóciles a la hora de respaldar mi cometido. Ya en el terreno de lo concreto, una tarde descendí del cerro con el fin de peinar el lugar y alcanzar mi objetivo, con tan mala fortuna que solo di con un par de músculos agarrotados, la reprimenda del dueño de una cantina y el melancólico contemplar de los lamentables remedos de mi ilusión. ¿Había yo buscado bien? ¿Me permitían mi edad y mi imaginación, husmear, sagaz, en pos de un retiro romántico, alcohólico y triste? ¿Había seleccionado adecuadamente los lugares encontrados en la guía de la ciudad, veinte, treinta años atrás? Recuerdo haber escogido bares y restaurantes de hoteles y algunos restaurantes de lujo sin hotel para dar con la barra de mi dorado bar. Adelanté mis pasos hasta La Rotisserie, por ejemplo, el restaurante de un hotel muy céntrico donde lustros atrás se había rodado una comedia picante mexicana. ¿Encontré en La Rotisserie a mi cantinero, diligente y noble, el cancerbero de la soledad? ¿O tal vez fue en la Belle Époque, un restaurante de húmedas paredes ensalzado por la reina Sofía a su paso por Quito, periplo del que nadie guarda ya memoria en la ciudad? ¿Era Belle Époque, así se llamaba el lugar? ¿Tenía barra, barman, coctelera y dry martini? ¿O lo confundo ahora con un puterío que todo mundo adoraba en la Quito de los 80, uno perdido entre las calles, siempre dadas al extravío, del barrio de La Mariscal? ¿O Kon-Tiki fue el telón donde mi soledad de oficinista neoyorquino, la corbata fina y negra apenas desatada, la camisa blanca con los puños doblados, el cabello revuelto y la mirada de lobo apesadumbrado, inconsolable, desató todo su furor? Kon-Tiki, Kon-Tiki: ¿no era ésa una posada cara de comida polinesia? Esos años además registran una barra de cocteles en la temprana calle Amazonas (la que denominan bulevar) quizá en su cruce con la Robles, igual que una parada de cervezas en la Amazonas cruce con la Orellana, versión de pub inglés bautizada con el nombre de Bush: ¿descubrí ahí a mis compañeros en el sendero del desaliento, en la vecina silla de los cocteles o en la pobre barra del desangelado Bush y su letrero de neón? ¿Habré yo buscado bien?
La verdad no creo haber pasado por ninguno de estos sitios, debí haber sido muy niño entonces, aunque estoy seguro que en ninguno de ellos iba a encontrar mi fugaz estrella de Edward Hopper. Ello por algo que no puedo ocultar: por aquel tiempo, virtud que en algunos aspectos todavía conserva, Quito era, sencillamente, una mierda. Durante aquellos y muchos años después, la soledad seguiría siendo algo cotidiano y muy temido en la ciudad, enfermedad que aislar entre paredes, cual una de ésas que se denominaron en un tiempo entregado a la estupidez y el romanticismo, enfermedades literarias.
2
Pero no me he detenido para recordar a Quito y sus dulces letargos, me he parado, como admite la dignidad mínima de un hombre, a pensar en lo imposible, en lo extinto, en lo negado en cualquier lugar y condición. De esa naturaleza ha sido, por ejemplo, la noción de bar. Don Luis Buñuel, cautivo de bares, medievalías y retiros, lamentaba la época nefasta en que le había tocado vivir, la que no respetaba nada, “ni los bares”, según decía. Su noción de bar era muy clara, un establecimiento apartado, “una docena de mesas a lo sumo”, silencioso, oscuro, bien provisto, retiro monástico en que la moneda de uso corriente era el anonimato y su correlato, el sosiego. Contemplación y sosiego, altas notas del cerrado egoísmo, defectos que se alejan en retirada en un tiempo de bullicio y cofradía, en uno en que el tiovivo y la campanada de la masa han vencido y campean con su traje omnipotente. Ya Buñuel vagaba por los interiores del hotel de “San José Purúa”, en México, en compañía de sus fieles Jean-Claude Carrière y Serge Silberman, guionista y productor de algunas de sus cintas, tras la clausura del bar del hotel, en 1980. ¿Qué sucederá con nosotros, bárbaros tecnológicos de inicios de milenio?
En el 80, cuando Buñuel contaba igual número de años, yo apenas tenía seis y ya comenzaba a inquietarme el pasado y la necesidad de retiro. Antes del bar, entre las páginas de las revistas y acaso en algún film, había reconocido el ambiente de París y sus pintorescos cafés. En uno de ellos, el «Cyrano», “un auténtico café de Pigalle, popular, con putas y chulos”, Buñuel se había integrado al grupo surrealista, tras la exhibición de su obra primera, Un chien andalou, la película del globo ocular seccionado por la navaja barbera y los dos maristas que arrean una dupla de pianos con sus respectivos burros podridos encima. Aunque desconociera el «Cyrano», creo haberlo presentido en esos años mozos y observarme sentado a una de sus mesas con la sola compañía de un largo café con crema, cigarrillo en una mano, pluma en la otra, concentrado en la tarea de llenar blocs y libretas con nombres de calles parisinas, prescripciones de guardarropía, la trama de un policial en que el verdadero asesino es un campesino idiota, la descripción física detallada de Quint, el personaje de Otra vuelta de tuerca, y muchas estampas pornográficas, zoofílicas y antropofágicas. Aunque pudiera pasar por presuntuoso, la tercera parte de aquello navegaba por mi mente y eso supo dejarme conforme.
Sobre los cafés ansío extenderme en otra entrega, pero lo que sí diré es que su añoranza ciega no me indujo a salir de casa, al revés de lo que me ocurrió con los bares: me conformé con ensoñar París, cerrar el paraguas, dejar el abrigo blanco bien doblado sobre la silla contigua y sentarme a escribir. Al fin y al cabo, París siempre será París.
Algo que me asombra es la negativa del tiempo a darme la razón, a mí, a Buñuel y a París, la obstinada resistencia de mi ciudad, Quito, para dejarse persuadir por la necesidad de apartamiento y contemplación, algo que en realidad no debería asombrarme si advertimos que los bares del mundo van extinguiéndose a paso de gigante y ninguno queda acaso, y los cafés son hoy por hoy lugares de chacoteo y exhibición antes que refugios de ensimismamiento y trabajo. Si la inspiración es despertada, como Flaubert escribió, por “la contemplación del mar, el amor, la mujer”, con lo que terminamos presa de las musas, ¿arrobarse con el sigiloso paso de los fantasmas, escuchar su respiración fatigada, apurar la copa, o mejor, no apurarla, dejar sobre la mesa un cubo de hielo y contemplar cómo se derrite y forma un lago en el que la barcaza de nuestros sueños naufraga inexorable, extraviarse en ello, en una meditación, constituye la zozobra de esta despreciable era?
Hecho y deshecho, como gustaba decir Onetti, algunas veces he intentado tomar una copa en la barra de un restaurante o sentarme a escribir un par de ideas en la servilleta de un café, pero siempre fracasé rotundamente y con sistema; apenas principiado el whisky o el vermú sentí clavados en mi espalda decenas, cientos, miles de ojos o comenzó a escocerme la hora de retornar a mi encierro casero. En el café, no ha faltado la ocasión de sentir una palmada familiar en el hombro y admitir el reflejo inmediato que oculta la servilleta en los bolsillos o, hecha una pelota, la salva dentro de un puño.
—Nada…, espero a alguien… Pensaba.
Hemos salido juntos, con el recién llegado, y nos hemos sumergido en la plebe.
Aunque ahora que lo pienso, no nos caería mal tentar el riesgo y fundar entre ambos distinta cofradía: la Sociedad de los Amigos del Crimen, los Bares y los Cafés.
Inscrita ella sea. —
Thursday, April 30, 2009
Monday, March 09, 2009
Friday, March 06, 2009
YO, FRANCO. Almacén
Iniciar algo en este lugar es una manera de diferir la derrota. Los planes se tejen con la ilusión que toda industria exige y el procedimiento, exigido, tenaz, paciente, reserva esas alegrías contenidas detrás de un dique, dispuestas a desbordarse entre los pliegues de fibras, huesos y músculos. Si la esperanza es mayor, podría pensarse que las recompensas han de estimar mayor justicia, mayor efecto, mayor penetración. Mas cuando uno abre los ojos a la vida en este sitio, el destino de azares y logros viene determinado por la medida del límite corto y la posibilidad inmediata, por la vara de lo pequeño. Las derrotas se fraguan en nuestro medio porque no forman parte de lo excepcional sino de lo corriente: cada empresa alberga en su interior el germen de un inminente fracaso, el virus de su propia destrucción.
Basta ver nuestras industrias, nuestros emprendimientos, nuestros proyectos. Compañías de papel y vil mentira, emprendedores de lengua y embuste, besamanos de profesión, comerciantes inflados como un globo, revistas que son quioscos, periódicos que son quioscos, editoriales que son quioscos, plazas de cien metros, folletines, libretos, embriones de films, manchones de tinta, bravatas, payasos, merolicos, saltimbanquis, botafuegos, viaductos de dos carriles, avenidas de dos carriles, calles de uno y dos carriles, dos carriles. Ah, y los escribanos que rayaron sus tres letras e invirtieron las rentas en seguir copulando con la alumna de turno y obsequiarle a su dama oficial una casa pequeñoburguesa en un barrio pequeñoburgués, mientras la alumna, esa joven puta, se revuelca con el charlatán encanecido sobre las sábanas manchadas de moco y esputo de un motel. Y el motel es quiosco, opera como quiosco, sus planos son armazones de quiosco. O, para decirlo con una paráfrasis: todo huele almacén en este lugar.
No hay manera de concluir las cosas en este sitio, no hay forma de atizar una flama en este país, en el Ecuador. Ni siquiera hay que cercenarte los güevos, aquellos que podrían encender una llamarada, apenas dejar que la ilusión arda, apenas inflamar un par de sueños. Apenas dejarte, tolerarte, soportarte. Sería mejor, aunque de ninguna manera indispensable, colgar un rótulo sobre la puerta, a un costado de la máquina de turnos y escuchar la voz: “Enanizar es consigna” y entonces quizás arrugaremos un periódico, liaremos un amasijo, nos lo pondremos bajo la cabeza y nos dormiremos.
Aunque en este lugar nadie duerme o acepta dormir porque hay algo más importante. El sueño, es sabido, constituye un delito contra la Virgen, nuestra patrona. Es preciso defender la modorra. Así rezan los fieles.
Yo, prescribo. —
Basta ver nuestras industrias, nuestros emprendimientos, nuestros proyectos. Compañías de papel y vil mentira, emprendedores de lengua y embuste, besamanos de profesión, comerciantes inflados como un globo, revistas que son quioscos, periódicos que son quioscos, editoriales que son quioscos, plazas de cien metros, folletines, libretos, embriones de films, manchones de tinta, bravatas, payasos, merolicos, saltimbanquis, botafuegos, viaductos de dos carriles, avenidas de dos carriles, calles de uno y dos carriles, dos carriles. Ah, y los escribanos que rayaron sus tres letras e invirtieron las rentas en seguir copulando con la alumna de turno y obsequiarle a su dama oficial una casa pequeñoburguesa en un barrio pequeñoburgués, mientras la alumna, esa joven puta, se revuelca con el charlatán encanecido sobre las sábanas manchadas de moco y esputo de un motel. Y el motel es quiosco, opera como quiosco, sus planos son armazones de quiosco. O, para decirlo con una paráfrasis: todo huele almacén en este lugar.
No hay manera de concluir las cosas en este sitio, no hay forma de atizar una flama en este país, en el Ecuador. Ni siquiera hay que cercenarte los güevos, aquellos que podrían encender una llamarada, apenas dejar que la ilusión arda, apenas inflamar un par de sueños. Apenas dejarte, tolerarte, soportarte. Sería mejor, aunque de ninguna manera indispensable, colgar un rótulo sobre la puerta, a un costado de la máquina de turnos y escuchar la voz: “Enanizar es consigna” y entonces quizás arrugaremos un periódico, liaremos un amasijo, nos lo pondremos bajo la cabeza y nos dormiremos.
Aunque en este lugar nadie duerme o acepta dormir porque hay algo más importante. El sueño, es sabido, constituye un delito contra la Virgen, nuestra patrona. Es preciso defender la modorra. Así rezan los fieles.
Yo, prescribo. —
Tuesday, February 17, 2009
Wednesday, January 07, 2009
Atrapados en Caracas
Feria Internacional del Libro de Venezuela 2008
Dígase, para justificar la primera persona, que solo tenía ganas de salir de casa, patear calles y trotar mundo. Recuérdese además, a la hora de zanjar las cuentas, que el Ecuador es un paisito de capillas literarias, de favores pequeños y prolongada cobranza, que su república de las letras oscila entre la burocracia, el exilio y la inercia. Téngase esto en mente a la hora de asestar un porrazo al crítico.
Liemos el grupo para montar la escena: los novelistas Javier Vásconez y Juan Pablo Castro, el editor Yanko Molina y el ensayista Estrella, pálidos, sendas las chaquetas e imaginarias las corbatas, abandonan Quito con destino Caracas. Desde el principio no albergan mayor esperanza: van a la Feria del Libro de Venezuela en plena era del Coronel Chávez. Se dice que el Ecuador es el primer país convidado a la feria, que la invitación se extiende a setenta artistas, que los escritores Adoum y Donoso Pareja serán honrados. Se dice. Desde las páginas de una revista, Adoum ha interpuesto sus palabras para agradecer y plañir con cursilería el honor que le cabe por haberse tomado su nombre para bautizar uno de los pabellones de la Feria y hacer fila junto a los conspicuos nombres de, ay, Manuelita Sáenz y el Libertador Bolívar. Adoum, el patriota.
Decía que partimos sin más esperanza que revisar títulos y conocer a uno que otro colega, un mexicano aquí, un centroamericano allá, novelistas, poetas, venezolanos, dramaturgos. Decía que el escepticismo nacía aquí, en el Ecuador, donde las notificaciones, los cronogramas, el programa de conferencias llegaban tarde y nada quedaba en claro. ¿Una página web, un plan de viaje, un itinerario? ¿Para qué? Basta una tabla de conferencias que se anticipan, por decir lo menos, grises. Y Chávez. Y el terrorismo mediático. Y la mesa del nuevo socialismo. Y las mujeres en la literatura, el sesgo correctamente político que abruma. Y los recitales. Y el carrusel poético. Y algunos malentendidos en el camino de Caracas. Y el irrespeto.
Pero habíamos aceptado salir y a algo debíamos dedicarnos. A patear calles y trotar mundo. A conocer un poeta aquí, un novelista allá, según la suerte echase las cartas. A descubrir que en Venezuela los verdes de un dólar se cambian oficialmente a 2.50 bolívares, y a 3, 3.50 y hasta 4 en el mercado negro. Así es que henos aquí los del cuento, Vásconez, Castro, Molina y el que raya, sentados a horcajadas en taburetes de la trastienda de una pastelería cuasi italiana, transando el cambio de uno por cuatro, mejor no es posible, ahí los que cierran el trato con vasos de café humeante sobre la mesa —la temperatura en Caracas es de 30 y 35 grados—, ahí nosotros en el papel de mafiosos de pastelería. De manera que casi habíamos olvidado nuestro objetivo pues la cosa pintaba cariz de acción, calle y mundanidad, aquello que a los novelistas excita y a los críticos estimula en grado extremo. Aparentemente Caracas iba a resultarnos hermana.
En el vestíbulo del hotel —un gigante gris expropiado por Chávez a la cadena Hilton—, el Alba Caracas, pululan los ecuatorianos, la “delegación”. Es cosa de invocar y pedir: si usted desea un poeta, tenga aquí un poeta, si un novelista, he aquí un novelista, si un teatrero, venga por un teatrero. ¿Percusionistas, actores, arlequines? ¿Matadores de toros? Todos caben en esta fiesta: no podría esperarse cosa distinta a que el gobierno hermano del Ecuador se solidarice con el de Venezuela y colme las habitaciones del Alba (trasunto de Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, el proyecto de integración alternativo al ALCA propugnado por Chávez), que cubra sus pasillos, ascensores, vestíbulos con la crème ecuatoriana. De hecho, nunca antes en el Ecuador había visto yo tanta intelligentia reunida, todo gracias al gobierno bolivariano de Venezuela y a su proyecto de república populista. ¡Unir nada más y nada menos que a moros y cristianos andinos en feliz procesión hacia la nada, los brazos enlazados y la frente altiva! Y todo gracias a los pasajes estatales, a las habitaciones estatales, a las blancas sábanas estatales, a la suculenta comida de un hotel del Estado.
(A propósito de comida: los cocineros chavistas terminan por ofrecer una lección de fordismo y producción en serie a los buenosparanada de la cadena Hilton. Si la comida es aceptable y sirve para nutrir a los cerebros ecuatorianos es porque hay un sustrato básico que elimina diferencias entre la entrada, el plato fuerte y los postres, de tal manera que al segundo día ya no se distingue si el postre es la entrada, el plato fuerte la bebida o la entrada el pan: todo se remite a una raíz común combinada en las secretas ollas del Alba. Aceptable es sinónimo de deseable y deseable es sinónimo de popular en la cocina de los países socialistas. ¿Para qué más? ¿Para qué, si da con el combustible que alimentará los huesos y músculos de los artistas de la nación convidada? Ahí radica la diferencia ética entre Paris Hilton y su cadena de hoteluchos y el bien faire del Coronel Chávez, en ello se oculta la esencia del bienestar para todos versus el privilegio de pocos).
Bien alimentados, echamos un vistazo a la feria. “¡Bienvenidos a la Feria del Libro de Venezuela!”, reza la voz de una presentadora de circo. “¡Bienvenidos a la Feria del Libro de Venezuela!”, repite a voz en cuello, y ya comienzo a perder la paciencia. El lugar elegido es el parque de Los Caobos, situado a unos pasos del hotel en que nos quedamos. Para no descuidarlo, empecemos por el hígado: extraviados en el mundo contemporáneo, a la deriva en el parque, Vásconez y yo nos declaramos ajenos al manoseo del arte como un espectáculo de masas, consumo y variedad: Claudio Magris y un bello libro, Ithaca y más allá, por ejemplo, comparte cartel con sombreros de paja, caldo de lagarto, té helado de un dólar y unas abominables sudaderas de Guevara, el doctor Castro y Karl; los estantes, dispuestos en el largo corredor de dióxido de carbono de los que practican trote matinal, lucen precarios, desordenados, exiguos. Afinando la búsqueda, la decepción final: ediciones antiguas, tomos baratos subvencionados por el milagro socialista de Venezuela, escasas novedades, grandes editoriales en lengua española ausentes casi por completo. Fuera de la feria, un librero chavista de las Librerías del Sur —misión ideada por el gobierno bolivariano para difundir la cultura entre el pueblo llano a través de la expropiación de librerías privadas— me contará que algunas editoriales extranjeras pensaban usar el espacio de la feria para montar un show y acusar al régimen de colocar óbices a la circulación y distribución de los libros. “No podía permitirse y por eso quedaron fuera”, dirá, y yo cerraré el pico para que él siga soltando el suyo. Me entero, por ejemplo, que el régimen paga los derechos de ciertas obras a las editoriales y a los autores con el objetivo de publicar títulos subvencionados. Es el caso de El vano ayer, de Isaac Rosa, penúltimo premio Rómulo Gallegos, que compramos a poco más de un dólar, volumen que en el Ecuador viene a costar algo más de veinte en su edición de Seix Barral. Como andamos bajo sospecha, los cuatro del grupo nos dedicamos a juntar las piezas: el régimen bolivariano practica una competencia desleal aparejada de estrategias como la expropiación y el espanto a las editoriales internacionales, principalmente españolas. El resultado: ausencia casi total en la feria de títulos de Tusquets, Anagrama, Santillana-Alfaguara, Océano, casas que se la pensaron muy bien antes de acudir y terminaron por no hacerlo o enviar los huesos. Vásconez y yo nos miramos. ¿Bienvenidos a la Feria del Libro de Venezuela?
* * *
Revelada la pobreza del evento, la noche del primer día acudimos a escuchar la exposición de Vásconez quien se llegó a Caracas con la conferencia La novela como naturaleza muerta. Vásconez viste una chaqueta nueva color azzurra, camisa blanca y corbata de puntos. Bajo el toldo, discurrimos sobre ecología, naturaleza, imaginación y el arte de novelar. Esa noche asisten José Sánchez Lecuna y su esposa Ana María Velázquez, dos venezolanos amigos de Vásconez. Sánchez Lecuna, un hombre pacífico y tierno, ha hecho su carrera en Francia, se especializa en literatura francesa y vivió algún tiempo en el Japón cuando niño. Resulta, de hecho, un ser tan extraño en Venezuela como un argonauta europeo atrapado en un cyber tropical. En un momento de la ronda de preguntas, Vásconez recuerda a Conrad y su “Horror, horror”, del Corazón de las Tinieblas. Mientras habla, observo a Martin Sheen emergiendo de las entrañas del terror embadurnado de grasa y verde vegetal, pero me expulsa del ensueño la nueva gracia de la masa: una orquesta comienza a tocar en el lote contiguo al parque interrumpiendo la audición. La cultura de masas, el deporte de la cultura, la homogenización. El horror.
Otros seis días se suceden en el marco de la Feria, el Alba Caracas y Venezuela. Las mesas de conferencia inician tarde, mal o nunca, los conferencistas hablan de aquello que no saben, se instalan con un tema que los sorprende minutos antes de montarse al potro, apelan al populismo tan rentable en estas tierras. Que Manuela Sáenz no es la amante de Bolívar, que se trata de una heroína por cuenta propia, armada por el mismísimo San Martín. Que es cuestionable hablar de literatura ecuatoriana del siglo XXI por premura e inconsistencia de concepto, que es mejor hacer una retrospectiva del último siglo XX y declarar muerta a la nueva generación: al fin y al cabo, ¿a quién le interesa si ya Adoum ha expresado su pesar por la falta de compromiso de esos paletos? Que las mujeres leen a los hombres dice una matrona, no así los varones a las mujeres quienes prefieren a los machos de su género, Hemingway, Faulkner, Miller, en lugar de practicar la calceta con las escritoras del género femenino. En todas las mesas hay quienes aplauden. En todas las mesas alguien reclama no haber sido tomado en cuenta, “yo también escribo sobre esto y estotro” se emperra. En todas las mesas las moscas caraqueñas zumban sobre la frente de los ecuatorianos muertos de sueño frente a las iluminaciones de otros ecuatorianos. Como es costumbre, todo queda entre nosotros. Bajo un velo de silencio.
* * *
La generosidad de Vásconez no conoce límites: día tras día intenta conseguirme una mesa para que lea las cuartillas que he llevado a Venezuela. Se lo agradezco, en persona y por escrito ahora. Pero lo que mi amigo parece haber perdido de vista por un instante es que nos dirigimos lentamente hacia la nada. Ex nihilo nihil fit.
Mientras tanto, el mismo Vásconez, J. P. Castro, Yanko y yo nos dedicamos a pasar por la piedra al universo y a platicar de literatura en los bares, restaurantes, salones y vestíbulos del hotel. Aguzando el oído, una mañana escuchamos la interpretación de un argentino afiebrado que intenta apuntalar la hipótesis de que la caída de las Torres Gemelas es una farsa maquinada por los americanos para encender la mecha de la guerra. Cientos de pequeñas bombas y explosivos se han instalado en cada piso del World Trade Center para colapsarlo como un edificio viejo. Una película de mala factura se ha rodado para consumar la comedia universal. El argentino es locuaz y exhibe ojos de fanático. Nos brinda tela que cortar para el resto de la tarde. Si la guerra no ha tenido lugar, como deliró ya un francés, la caída de las Torres tampoco es real. Nada es real. La guerra no es real. Bush no lo es. Ni el socialismo. Ni Caracas. Ni el argentino. Ni tú.
* * *
¿Algo puede ser internacional por el mero hecho de reunir un ecuatoriano aquí, un argentino loco allá, un venezolano desesperado, un cubano con ojos de Goebbels que se ha, literalmente, colado en nuestra mesa para darnos lecciones de revolución y liderazgo?, me pregunto mientras doy vueltas en la cama y el ruido de los coches toma mi habitación por las paredes y ventanas. ¿Puede llamarse internacional un pegoste hecho al apuro para promocionar a un régimen? ¿Qué es lo internacional si no una forma de ver las cosas, una actitud, un diálogo, el flujo libre de las ideas, no una mancha diluyéndose en la frontera?
* * *
Extraño a mi mujer, extraño a mi hijo.
* * *
A la hora del almuerzo en el Alba veo a Jorge Enrique Adoum sentarse a la mesa con un cigarrillo negro encendido y comenzar el rito. Se lo ve disminuido, opacado, abatido casi, un hombre que mastica, bebe un sorbo de agua, da una chupada al cigarro y mastica otra vez. Lo han tratado mal, peor, y él lo sabe, pero declara a la prensa que Venezuela vive un buen momento político. Ninguna atención, ningún servicio, ningún protocolo han prodigado al Patriota. Solo una arenga del Ministro de Cultura de Venezuela, que nos perdimos pero nos cuentan, una medallita y ya está. Los incondicionales contentos, la revolución y la cultura revolucionaria. Una mordida a un pan reseco, un sorbo, otra calada. Masticar.
A Donoso Pareja lo veo de lejos una tarde en el vestíbulo del hotel; la mata plateada, ciertamente gallarda, la cabeza ladeada, la mirada intensa. Quien empujaba su silla lo ha dejado por un momento, instante que Donoso aprovecha para descansar del viaje. Después no lo vuelvo a ver. Permanecerá en la habitación, supongo, en compañía de su esposa o de un asistente. Encarcelado en una habitación de hotel.
Caracas se desdibuja. No es, o no lo parece, la metrópoli mundana que esperábamos. Lo de más riesgo ha sido cambiar dólares en la pastelería. Pero ya estamos empachados de café y de intentar hacernos entender. De hecho, algo sucede con los venezolanos, es como si no se enterasen, como si hablasen un idioma de tronco común con el nuestro, pero ajeno en el fondo. Dentro de la habitación las cosas tampoco mejoran: en la televisión Chávez habla, grita, chilla, convoca a las masas, a la multitud. Elecciones de no sé qué. Muros pintarrajeados, camisetas rojas, brigadas femeninas, activismo. Apago el aparato e intento dormir, pero el murmullo de la calle no cesa. Lo enciendo otra vez: más Chávez, todo es Chávez. Más chillidos. Más verborrea. Más sermones. Zappeo. La televisión por cable del hotel debe ser la más aburrida del planeta Tierra. La revolución, el socialismo son castos, verticales, impolutos. El lugar más procaz que hallamos en Caracas es el Museo de Arte Contemporáneo. De no ser por el Museo, Caracas hubiese sido una fábrica de pacata militancia y algo más apenas.
Ahora sé también que el Ecuador no es el primer país invitado, que no voy a trotar calles ni buscar mundo, y que no voy a leer jamás mis cuartillas ni vencer el tedio. Al fin y al cabo a mí no me gusta trotar mundo ni viajar a ninguna parte. Al fin y al cabo no sé en qué escala del deshonor puede ser medido el hecho de que hubiese aceptado venir, volar en una aerolínea dudosa, ser recibido por fantasmas al punto de que nunca se nos da la bienvenida, un mimo, una patada en el culo a la hora de irnos, al punto de que no se nos entrega un programa de mano, una volante, una ruta de peligros de la ciudad, que jamás supimos ni sabremos quién es el director del evento, cómo viste ni si es fiel. Pero, y esto es una moraleja, hemos reído incontables horas con el novelista Castro y nos hemos relatado nuestras vidas. Al fin y al cabo la amistad se labra en cualquier parte, en la desgracia y mucho más, lo sé ahora, en el tedio. La amistad ha de servirnos como tabla de salvación en el mar del tedio. Por eso hablamos y hablamos y hablamos, con Castro, con un Yanko que hace horas extras de sueño y aparece a media mañana en el hall, reluciente y desesperado, y con Javier. Ahora, la feria es una bruma, un borrón sin trascendencia sumergido bajo la lluvia que cae, esporádica, sobre Caracas, algo ante lo que solo cabe la queja, la llamada de atención, el grito. Es el retrato del nuevo socialismo, de cómo las cosas no pueden ni deben ser hechas, en el Ecuador, en Perú, en Mongolia, aunque sabemos, presentimos, que este hacer encierra un contagio. Al menos los convidados, con nuestra carga de inocencia, bobería y humor negro, moros y cristianos enlazados de las manos, nos hemos puesto por primera vez de acuerdo sobre cómo no deben hacerse las cosas. Después vendrán las mentiras y las declaraciones a favor, la burocracia, el exilio, la inercia, pero esa es una historia casa adentro, la historia de nuestras vidas. La Feria ha sido una estupidez, un error, un equívoco. El socialismo —y el capitalismo de masas— es el caos.
En el hotel en el que nos confinan a la vuelta (el vuelo de la aerolínea estatal, Santa Bárbara, se ha cancelado y nos abandonan en un hotel de playa), Juan Pablo toma nota de la actitud de los gallinazos que rodean el lugar como una lúgubre amenaza. “Torva la mirada”, escribe. La verdad, me entra un miedo, un miedo contra el cual no previene la amistad siquiera. Algo que puede contaminarlo todo, algo que nos rebasa, que nos abisma e invade. Algo incrustado en la pupila negra del ave de rapiña.
El horror. Las horas.
El horror. —
Dígase, para justificar la primera persona, que solo tenía ganas de salir de casa, patear calles y trotar mundo. Recuérdese además, a la hora de zanjar las cuentas, que el Ecuador es un paisito de capillas literarias, de favores pequeños y prolongada cobranza, que su república de las letras oscila entre la burocracia, el exilio y la inercia. Téngase esto en mente a la hora de asestar un porrazo al crítico.
Liemos el grupo para montar la escena: los novelistas Javier Vásconez y Juan Pablo Castro, el editor Yanko Molina y el ensayista Estrella, pálidos, sendas las chaquetas e imaginarias las corbatas, abandonan Quito con destino Caracas. Desde el principio no albergan mayor esperanza: van a la Feria del Libro de Venezuela en plena era del Coronel Chávez. Se dice que el Ecuador es el primer país convidado a la feria, que la invitación se extiende a setenta artistas, que los escritores Adoum y Donoso Pareja serán honrados. Se dice. Desde las páginas de una revista, Adoum ha interpuesto sus palabras para agradecer y plañir con cursilería el honor que le cabe por haberse tomado su nombre para bautizar uno de los pabellones de la Feria y hacer fila junto a los conspicuos nombres de, ay, Manuelita Sáenz y el Libertador Bolívar. Adoum, el patriota.
Decía que partimos sin más esperanza que revisar títulos y conocer a uno que otro colega, un mexicano aquí, un centroamericano allá, novelistas, poetas, venezolanos, dramaturgos. Decía que el escepticismo nacía aquí, en el Ecuador, donde las notificaciones, los cronogramas, el programa de conferencias llegaban tarde y nada quedaba en claro. ¿Una página web, un plan de viaje, un itinerario? ¿Para qué? Basta una tabla de conferencias que se anticipan, por decir lo menos, grises. Y Chávez. Y el terrorismo mediático. Y la mesa del nuevo socialismo. Y las mujeres en la literatura, el sesgo correctamente político que abruma. Y los recitales. Y el carrusel poético. Y algunos malentendidos en el camino de Caracas. Y el irrespeto.
Pero habíamos aceptado salir y a algo debíamos dedicarnos. A patear calles y trotar mundo. A conocer un poeta aquí, un novelista allá, según la suerte echase las cartas. A descubrir que en Venezuela los verdes de un dólar se cambian oficialmente a 2.50 bolívares, y a 3, 3.50 y hasta 4 en el mercado negro. Así es que henos aquí los del cuento, Vásconez, Castro, Molina y el que raya, sentados a horcajadas en taburetes de la trastienda de una pastelería cuasi italiana, transando el cambio de uno por cuatro, mejor no es posible, ahí los que cierran el trato con vasos de café humeante sobre la mesa —la temperatura en Caracas es de 30 y 35 grados—, ahí nosotros en el papel de mafiosos de pastelería. De manera que casi habíamos olvidado nuestro objetivo pues la cosa pintaba cariz de acción, calle y mundanidad, aquello que a los novelistas excita y a los críticos estimula en grado extremo. Aparentemente Caracas iba a resultarnos hermana.
En el vestíbulo del hotel —un gigante gris expropiado por Chávez a la cadena Hilton—, el Alba Caracas, pululan los ecuatorianos, la “delegación”. Es cosa de invocar y pedir: si usted desea un poeta, tenga aquí un poeta, si un novelista, he aquí un novelista, si un teatrero, venga por un teatrero. ¿Percusionistas, actores, arlequines? ¿Matadores de toros? Todos caben en esta fiesta: no podría esperarse cosa distinta a que el gobierno hermano del Ecuador se solidarice con el de Venezuela y colme las habitaciones del Alba (trasunto de Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, el proyecto de integración alternativo al ALCA propugnado por Chávez), que cubra sus pasillos, ascensores, vestíbulos con la crème ecuatoriana. De hecho, nunca antes en el Ecuador había visto yo tanta intelligentia reunida, todo gracias al gobierno bolivariano de Venezuela y a su proyecto de república populista. ¡Unir nada más y nada menos que a moros y cristianos andinos en feliz procesión hacia la nada, los brazos enlazados y la frente altiva! Y todo gracias a los pasajes estatales, a las habitaciones estatales, a las blancas sábanas estatales, a la suculenta comida de un hotel del Estado.
(A propósito de comida: los cocineros chavistas terminan por ofrecer una lección de fordismo y producción en serie a los buenosparanada de la cadena Hilton. Si la comida es aceptable y sirve para nutrir a los cerebros ecuatorianos es porque hay un sustrato básico que elimina diferencias entre la entrada, el plato fuerte y los postres, de tal manera que al segundo día ya no se distingue si el postre es la entrada, el plato fuerte la bebida o la entrada el pan: todo se remite a una raíz común combinada en las secretas ollas del Alba. Aceptable es sinónimo de deseable y deseable es sinónimo de popular en la cocina de los países socialistas. ¿Para qué más? ¿Para qué, si da con el combustible que alimentará los huesos y músculos de los artistas de la nación convidada? Ahí radica la diferencia ética entre Paris Hilton y su cadena de hoteluchos y el bien faire del Coronel Chávez, en ello se oculta la esencia del bienestar para todos versus el privilegio de pocos).
Bien alimentados, echamos un vistazo a la feria. “¡Bienvenidos a la Feria del Libro de Venezuela!”, reza la voz de una presentadora de circo. “¡Bienvenidos a la Feria del Libro de Venezuela!”, repite a voz en cuello, y ya comienzo a perder la paciencia. El lugar elegido es el parque de Los Caobos, situado a unos pasos del hotel en que nos quedamos. Para no descuidarlo, empecemos por el hígado: extraviados en el mundo contemporáneo, a la deriva en el parque, Vásconez y yo nos declaramos ajenos al manoseo del arte como un espectáculo de masas, consumo y variedad: Claudio Magris y un bello libro, Ithaca y más allá, por ejemplo, comparte cartel con sombreros de paja, caldo de lagarto, té helado de un dólar y unas abominables sudaderas de Guevara, el doctor Castro y Karl; los estantes, dispuestos en el largo corredor de dióxido de carbono de los que practican trote matinal, lucen precarios, desordenados, exiguos. Afinando la búsqueda, la decepción final: ediciones antiguas, tomos baratos subvencionados por el milagro socialista de Venezuela, escasas novedades, grandes editoriales en lengua española ausentes casi por completo. Fuera de la feria, un librero chavista de las Librerías del Sur —misión ideada por el gobierno bolivariano para difundir la cultura entre el pueblo llano a través de la expropiación de librerías privadas— me contará que algunas editoriales extranjeras pensaban usar el espacio de la feria para montar un show y acusar al régimen de colocar óbices a la circulación y distribución de los libros. “No podía permitirse y por eso quedaron fuera”, dirá, y yo cerraré el pico para que él siga soltando el suyo. Me entero, por ejemplo, que el régimen paga los derechos de ciertas obras a las editoriales y a los autores con el objetivo de publicar títulos subvencionados. Es el caso de El vano ayer, de Isaac Rosa, penúltimo premio Rómulo Gallegos, que compramos a poco más de un dólar, volumen que en el Ecuador viene a costar algo más de veinte en su edición de Seix Barral. Como andamos bajo sospecha, los cuatro del grupo nos dedicamos a juntar las piezas: el régimen bolivariano practica una competencia desleal aparejada de estrategias como la expropiación y el espanto a las editoriales internacionales, principalmente españolas. El resultado: ausencia casi total en la feria de títulos de Tusquets, Anagrama, Santillana-Alfaguara, Océano, casas que se la pensaron muy bien antes de acudir y terminaron por no hacerlo o enviar los huesos. Vásconez y yo nos miramos. ¿Bienvenidos a la Feria del Libro de Venezuela?
* * *
Revelada la pobreza del evento, la noche del primer día acudimos a escuchar la exposición de Vásconez quien se llegó a Caracas con la conferencia La novela como naturaleza muerta. Vásconez viste una chaqueta nueva color azzurra, camisa blanca y corbata de puntos. Bajo el toldo, discurrimos sobre ecología, naturaleza, imaginación y el arte de novelar. Esa noche asisten José Sánchez Lecuna y su esposa Ana María Velázquez, dos venezolanos amigos de Vásconez. Sánchez Lecuna, un hombre pacífico y tierno, ha hecho su carrera en Francia, se especializa en literatura francesa y vivió algún tiempo en el Japón cuando niño. Resulta, de hecho, un ser tan extraño en Venezuela como un argonauta europeo atrapado en un cyber tropical. En un momento de la ronda de preguntas, Vásconez recuerda a Conrad y su “Horror, horror”, del Corazón de las Tinieblas. Mientras habla, observo a Martin Sheen emergiendo de las entrañas del terror embadurnado de grasa y verde vegetal, pero me expulsa del ensueño la nueva gracia de la masa: una orquesta comienza a tocar en el lote contiguo al parque interrumpiendo la audición. La cultura de masas, el deporte de la cultura, la homogenización. El horror.
Otros seis días se suceden en el marco de la Feria, el Alba Caracas y Venezuela. Las mesas de conferencia inician tarde, mal o nunca, los conferencistas hablan de aquello que no saben, se instalan con un tema que los sorprende minutos antes de montarse al potro, apelan al populismo tan rentable en estas tierras. Que Manuela Sáenz no es la amante de Bolívar, que se trata de una heroína por cuenta propia, armada por el mismísimo San Martín. Que es cuestionable hablar de literatura ecuatoriana del siglo XXI por premura e inconsistencia de concepto, que es mejor hacer una retrospectiva del último siglo XX y declarar muerta a la nueva generación: al fin y al cabo, ¿a quién le interesa si ya Adoum ha expresado su pesar por la falta de compromiso de esos paletos? Que las mujeres leen a los hombres dice una matrona, no así los varones a las mujeres quienes prefieren a los machos de su género, Hemingway, Faulkner, Miller, en lugar de practicar la calceta con las escritoras del género femenino. En todas las mesas hay quienes aplauden. En todas las mesas alguien reclama no haber sido tomado en cuenta, “yo también escribo sobre esto y estotro” se emperra. En todas las mesas las moscas caraqueñas zumban sobre la frente de los ecuatorianos muertos de sueño frente a las iluminaciones de otros ecuatorianos. Como es costumbre, todo queda entre nosotros. Bajo un velo de silencio.
* * *
La generosidad de Vásconez no conoce límites: día tras día intenta conseguirme una mesa para que lea las cuartillas que he llevado a Venezuela. Se lo agradezco, en persona y por escrito ahora. Pero lo que mi amigo parece haber perdido de vista por un instante es que nos dirigimos lentamente hacia la nada. Ex nihilo nihil fit.
Mientras tanto, el mismo Vásconez, J. P. Castro, Yanko y yo nos dedicamos a pasar por la piedra al universo y a platicar de literatura en los bares, restaurantes, salones y vestíbulos del hotel. Aguzando el oído, una mañana escuchamos la interpretación de un argentino afiebrado que intenta apuntalar la hipótesis de que la caída de las Torres Gemelas es una farsa maquinada por los americanos para encender la mecha de la guerra. Cientos de pequeñas bombas y explosivos se han instalado en cada piso del World Trade Center para colapsarlo como un edificio viejo. Una película de mala factura se ha rodado para consumar la comedia universal. El argentino es locuaz y exhibe ojos de fanático. Nos brinda tela que cortar para el resto de la tarde. Si la guerra no ha tenido lugar, como deliró ya un francés, la caída de las Torres tampoco es real. Nada es real. La guerra no es real. Bush no lo es. Ni el socialismo. Ni Caracas. Ni el argentino. Ni tú.
* * *
¿Algo puede ser internacional por el mero hecho de reunir un ecuatoriano aquí, un argentino loco allá, un venezolano desesperado, un cubano con ojos de Goebbels que se ha, literalmente, colado en nuestra mesa para darnos lecciones de revolución y liderazgo?, me pregunto mientras doy vueltas en la cama y el ruido de los coches toma mi habitación por las paredes y ventanas. ¿Puede llamarse internacional un pegoste hecho al apuro para promocionar a un régimen? ¿Qué es lo internacional si no una forma de ver las cosas, una actitud, un diálogo, el flujo libre de las ideas, no una mancha diluyéndose en la frontera?
* * *
Extraño a mi mujer, extraño a mi hijo.
* * *
A la hora del almuerzo en el Alba veo a Jorge Enrique Adoum sentarse a la mesa con un cigarrillo negro encendido y comenzar el rito. Se lo ve disminuido, opacado, abatido casi, un hombre que mastica, bebe un sorbo de agua, da una chupada al cigarro y mastica otra vez. Lo han tratado mal, peor, y él lo sabe, pero declara a la prensa que Venezuela vive un buen momento político. Ninguna atención, ningún servicio, ningún protocolo han prodigado al Patriota. Solo una arenga del Ministro de Cultura de Venezuela, que nos perdimos pero nos cuentan, una medallita y ya está. Los incondicionales contentos, la revolución y la cultura revolucionaria. Una mordida a un pan reseco, un sorbo, otra calada. Masticar.
A Donoso Pareja lo veo de lejos una tarde en el vestíbulo del hotel; la mata plateada, ciertamente gallarda, la cabeza ladeada, la mirada intensa. Quien empujaba su silla lo ha dejado por un momento, instante que Donoso aprovecha para descansar del viaje. Después no lo vuelvo a ver. Permanecerá en la habitación, supongo, en compañía de su esposa o de un asistente. Encarcelado en una habitación de hotel.
Caracas se desdibuja. No es, o no lo parece, la metrópoli mundana que esperábamos. Lo de más riesgo ha sido cambiar dólares en la pastelería. Pero ya estamos empachados de café y de intentar hacernos entender. De hecho, algo sucede con los venezolanos, es como si no se enterasen, como si hablasen un idioma de tronco común con el nuestro, pero ajeno en el fondo. Dentro de la habitación las cosas tampoco mejoran: en la televisión Chávez habla, grita, chilla, convoca a las masas, a la multitud. Elecciones de no sé qué. Muros pintarrajeados, camisetas rojas, brigadas femeninas, activismo. Apago el aparato e intento dormir, pero el murmullo de la calle no cesa. Lo enciendo otra vez: más Chávez, todo es Chávez. Más chillidos. Más verborrea. Más sermones. Zappeo. La televisión por cable del hotel debe ser la más aburrida del planeta Tierra. La revolución, el socialismo son castos, verticales, impolutos. El lugar más procaz que hallamos en Caracas es el Museo de Arte Contemporáneo. De no ser por el Museo, Caracas hubiese sido una fábrica de pacata militancia y algo más apenas.
Ahora sé también que el Ecuador no es el primer país invitado, que no voy a trotar calles ni buscar mundo, y que no voy a leer jamás mis cuartillas ni vencer el tedio. Al fin y al cabo a mí no me gusta trotar mundo ni viajar a ninguna parte. Al fin y al cabo no sé en qué escala del deshonor puede ser medido el hecho de que hubiese aceptado venir, volar en una aerolínea dudosa, ser recibido por fantasmas al punto de que nunca se nos da la bienvenida, un mimo, una patada en el culo a la hora de irnos, al punto de que no se nos entrega un programa de mano, una volante, una ruta de peligros de la ciudad, que jamás supimos ni sabremos quién es el director del evento, cómo viste ni si es fiel. Pero, y esto es una moraleja, hemos reído incontables horas con el novelista Castro y nos hemos relatado nuestras vidas. Al fin y al cabo la amistad se labra en cualquier parte, en la desgracia y mucho más, lo sé ahora, en el tedio. La amistad ha de servirnos como tabla de salvación en el mar del tedio. Por eso hablamos y hablamos y hablamos, con Castro, con un Yanko que hace horas extras de sueño y aparece a media mañana en el hall, reluciente y desesperado, y con Javier. Ahora, la feria es una bruma, un borrón sin trascendencia sumergido bajo la lluvia que cae, esporádica, sobre Caracas, algo ante lo que solo cabe la queja, la llamada de atención, el grito. Es el retrato del nuevo socialismo, de cómo las cosas no pueden ni deben ser hechas, en el Ecuador, en Perú, en Mongolia, aunque sabemos, presentimos, que este hacer encierra un contagio. Al menos los convidados, con nuestra carga de inocencia, bobería y humor negro, moros y cristianos enlazados de las manos, nos hemos puesto por primera vez de acuerdo sobre cómo no deben hacerse las cosas. Después vendrán las mentiras y las declaraciones a favor, la burocracia, el exilio, la inercia, pero esa es una historia casa adentro, la historia de nuestras vidas. La Feria ha sido una estupidez, un error, un equívoco. El socialismo —y el capitalismo de masas— es el caos.
En el hotel en el que nos confinan a la vuelta (el vuelo de la aerolínea estatal, Santa Bárbara, se ha cancelado y nos abandonan en un hotel de playa), Juan Pablo toma nota de la actitud de los gallinazos que rodean el lugar como una lúgubre amenaza. “Torva la mirada”, escribe. La verdad, me entra un miedo, un miedo contra el cual no previene la amistad siquiera. Algo que puede contaminarlo todo, algo que nos rebasa, que nos abisma e invade. Algo incrustado en la pupila negra del ave de rapiña.
El horror. Las horas.
El horror. —
Thursday, December 04, 2008
YO, FRANCO. Sangre de cobardes
Soy un cobarde. Siempre lo he sido y ahora es tarde para cambiar, un intento fallido. Ser cobarde no es lo que se piensa, no es ocultarse tras las paredes, escurrirse por la alfombra, ladear el sombrero para que el ala oculte la pobreza, la fealdad o el desatino. Un cobarde puede, fácilmente, respirar a la luz pública, moverse en las calles, tomar una máquina y vapulear a un inocente. Un cobarde puede dejar que el sol bañe su frente, desvanecerse en la multitud, hacerse pasar por bueno. Un cobarde puede olvidar que es cobarde, fortalecerse en su debilidad y afilar las garras, puede engatusar, manipular, labrar su entorno como quien edifica una morada nueva, una casa, como quien trama su ratonera.
Han de saber que un cobarde detesta a partes iguales la soledad y el ridículo, que teme por igual —las manos crispadas y el sueño entrecortado— la batalla y las batallas movidas por las discrepancias. Es el dueño de la armonía, el amo de la quietud, capricho en que conjuga su realidad. Es, en consecuencia, un presente, la inmovilidad, la piedra. Tipos así somos principio y fin de nuestro territorio, somos, los cobardes, la gran excepción.
Condición indispensable del cobarde nuestra debilidad, la inseguridad y blandura de nuestros corazones, condición indispensable no decidir, dudar, temblar. Emprender podemos aunque nunca nos sentiremos responsables, caminamos sin mutar, sin evolucionar, dudamos de la duda como el hombre de honor teme a la decisión injusta, porque para los dubitativos la justicia empieza y termina en su propia cabeza.
Caprichoso, demiurgo, juez, el cobarde talla el mundo, lo amolda sin domeñarlo, le otorga la curva de su mano como el guante se adhiere a unos dedos, sin misericordia, sin resignación. El cobarde es el peor realista, es el fantasioso, el conspirador, el tallador que interpreta al diplomático, al manipulador, al persuasivo encantador de serpientes. Encantador: encantador casi siempre entraña cobardía.
Distancia y mofa, piel fría, tacto nervioso, ligereza aparente, andar sinuoso, identifican al cobarde. Podría ser, amigablemente, quien vive a la vera de un fantasma o aquel atrapado en la red de un defecto. Aunque cabe corregir y mencionar que quizá se proyecte una sombra en su hábitat, que podemos identificarlo si abrimos bien los ojos: la oscuridad de su conciencia, bajo la que actúa, lo engaña cuando él pretende engañar al resto.
Heme aquí, un cobarde. Yo, el cobarde. —
Han de saber que un cobarde detesta a partes iguales la soledad y el ridículo, que teme por igual —las manos crispadas y el sueño entrecortado— la batalla y las batallas movidas por las discrepancias. Es el dueño de la armonía, el amo de la quietud, capricho en que conjuga su realidad. Es, en consecuencia, un presente, la inmovilidad, la piedra. Tipos así somos principio y fin de nuestro territorio, somos, los cobardes, la gran excepción.
Condición indispensable del cobarde nuestra debilidad, la inseguridad y blandura de nuestros corazones, condición indispensable no decidir, dudar, temblar. Emprender podemos aunque nunca nos sentiremos responsables, caminamos sin mutar, sin evolucionar, dudamos de la duda como el hombre de honor teme a la decisión injusta, porque para los dubitativos la justicia empieza y termina en su propia cabeza.
Caprichoso, demiurgo, juez, el cobarde talla el mundo, lo amolda sin domeñarlo, le otorga la curva de su mano como el guante se adhiere a unos dedos, sin misericordia, sin resignación. El cobarde es el peor realista, es el fantasioso, el conspirador, el tallador que interpreta al diplomático, al manipulador, al persuasivo encantador de serpientes. Encantador: encantador casi siempre entraña cobardía.
Distancia y mofa, piel fría, tacto nervioso, ligereza aparente, andar sinuoso, identifican al cobarde. Podría ser, amigablemente, quien vive a la vera de un fantasma o aquel atrapado en la red de un defecto. Aunque cabe corregir y mencionar que quizá se proyecte una sombra en su hábitat, que podemos identificarlo si abrimos bien los ojos: la oscuridad de su conciencia, bajo la que actúa, lo engaña cuando él pretende engañar al resto.
Heme aquí, un cobarde. Yo, el cobarde. —
Wednesday, November 26, 2008
El bebé de Hitchcock

Aquí, Hitchcock. Aquí Hitchcock oculto tras la piedra. Aquí, el Mago del suspenso fingiendo ocultarse como si fuera un niño. ¿Consciente fue Alfred Hitchcock de que habríamos de descubrir la farsa, de que la maquinación sería asaz evidente que hasta el distraído la viese? ¿Qué maquinación, cuál? Para quien no lo sepa, Hitchcock fue amante de figurar y payasear, de aparecer como sombra en la ventana de un film o manipular lupas hasta que uno de sus ojos se hinchara desmesurada, monstruosamente, y sacra la foto. ¿Y qué sobre la entrada de su programa de tevé, aquel famoso en que Hitchcock presentaba una noche a Martin Sheen quien, irascible, perdía la paciencia con un amigo, lo aporreaba y mataba, cortaba el cuerpo en pedacitos y los sumergía en ácidos que despedían el recuerdo del amigo en el desagüe? ¿Qué con esas apariciones coquetas, bien pensadas, con las que Hitchcock maquillaba su angustia de degenerado perverso, curioso? Aquí el ojo derecho de Hitchcock, aquí su suave y gordo cachete ansioso de ser sorprendido mientras finge ocultarse del espectador. ¿Por qué ha de representar esta comedia el Mago Hitchcock? ¿Por qué si ya el cuerpo fue disuelto y solo queda la cabeza del amigo en mis manos? Representar ha, el Mago del suspenso, porque el degenerado perverso y curioso que reposa en ti espera que el gran maniático expíe su culpa con un juego, y el juego solo puede representarse en público. En público, como es el cine. Solo queda que descubras la cabeza que guardé en una hielera, la prueba, y que la mires de cerca, a los ojos. Solo queda por ver que la cabeza de Hitchcock es una esfera grande sobre el cuerpo escaso, una desproporcionada bola con un cachete fláccido y un ojo fisgón. Queda por comprobar, lo has intentado, que Hitchcock fue un recién nacido, que Alfred Hitchcock es un bebé.
Wednesday, October 29, 2008
Monday, October 27, 2008
YO, FRANCO. Sobre la necesidad de las cartas (II)
Ansiosos, veloces, derrotados, los mensajes se disfrazan mejor que una carta antigua, como si acudieran a una cita amorosa: mientras más hambre de abandono y deseo, con artificio mayor se comportan. De esta manera corren con el apremio y la formalidad de una esquela y amenazan con el terror de los anónimos. Falsos por una cara, intimidan con la otra. Retratan con atino este mundo, su necesidad, su carencia.
(Las cartas antiguas no envolvían mejores augurios, atendieron, simplemente, otra llenura: sortearon la soledad en el siglo de la distancia. Esa lejanía hoy se ha quebrado, uno puede hablar con quien le plazca, aunque yo no confíe en ti ni tú en él.
Ay, el vacío, ay, la centuria: enferma de necesidad no reniega de su engreimiento).
Gracias a su doble carácter, la súplica y el telegrama intentan revelar con desespero qué o quiénes hablan por detrás. No la verdad, no el secreto, lo que piensan ser o están siendo. No procuran, como intentaban las cartas, descubrir a sus firmantes, identificarlos. Los telegramas hablan, las cartas escuchan.
Los telegramas se extravían en la realidad, en medio del murmullo imparable de los que se descubren y oxigenan. Se funden en el anonimato de la red, pisoteados unos por otros, unos locos más que los otros intentando marcar su huella. Atentaban las cartas contra la realidad, tentaban la trasgresión, la reescribían mediante el lance del amor o el decreto de la guerra, la provocaban. La extraviaban, no se hundían en ella.
Por ello, quizá, se tomaban menos en serio a sí mismas, las cartas. No seguían el flujo de la vida, la necesidad y el trabajo, caminaban bajo vientos distintos, caminaban en el retiro. Eran escritas para matar el tiempo, conjuraban el día y divagaban. No habitaban la morada del tedio. Por el contrario los telegramas huyen de la vida y su pretexto. Afirman el tedio, son terapias.
Se escriben, luego, en la rutina de una oficina, frente a una pantalla y en ágora. Son rasgados en la distracción, a contracorriente del silencio, la meditación y el retiro. Ahí se fragmenta y tartamudea, ahí adelanta un paso el ego, ahí se escurre el bulto.
Bien escurrido, el mensaje apunta a nadie, a parte alguna. Va a parar, penosamente, sobre un muro derruido. Se desparraman sus letras en la superficie y el orden rueda hecho añicos. Sin composición, sin cavilación, apenas orden. No llega a su destinatario el mensaje de los telegramas. Lacan, quien sostenía que un mensaje inconsciente bien dirigido al inconsciente de otro le llega necesariamente, no contemplaba la consagración de lo ordinario, el sudor de lo dicho.
Queda por escribir esto: el escritor fracasado dobló la esquina y desapareció. Yo rasgo las servilletas y las guardo en mi bolsillo. En casa el orden retornará. Volverá con la necesidad de las palabras y la casualidad de las cosas, retornará con la necesidad de las cartas. —
(Las cartas antiguas no envolvían mejores augurios, atendieron, simplemente, otra llenura: sortearon la soledad en el siglo de la distancia. Esa lejanía hoy se ha quebrado, uno puede hablar con quien le plazca, aunque yo no confíe en ti ni tú en él.
Ay, el vacío, ay, la centuria: enferma de necesidad no reniega de su engreimiento).
Gracias a su doble carácter, la súplica y el telegrama intentan revelar con desespero qué o quiénes hablan por detrás. No la verdad, no el secreto, lo que piensan ser o están siendo. No procuran, como intentaban las cartas, descubrir a sus firmantes, identificarlos. Los telegramas hablan, las cartas escuchan.
Los telegramas se extravían en la realidad, en medio del murmullo imparable de los que se descubren y oxigenan. Se funden en el anonimato de la red, pisoteados unos por otros, unos locos más que los otros intentando marcar su huella. Atentaban las cartas contra la realidad, tentaban la trasgresión, la reescribían mediante el lance del amor o el decreto de la guerra, la provocaban. La extraviaban, no se hundían en ella.
Por ello, quizá, se tomaban menos en serio a sí mismas, las cartas. No seguían el flujo de la vida, la necesidad y el trabajo, caminaban bajo vientos distintos, caminaban en el retiro. Eran escritas para matar el tiempo, conjuraban el día y divagaban. No habitaban la morada del tedio. Por el contrario los telegramas huyen de la vida y su pretexto. Afirman el tedio, son terapias.
Se escriben, luego, en la rutina de una oficina, frente a una pantalla y en ágora. Son rasgados en la distracción, a contracorriente del silencio, la meditación y el retiro. Ahí se fragmenta y tartamudea, ahí adelanta un paso el ego, ahí se escurre el bulto.
Bien escurrido, el mensaje apunta a nadie, a parte alguna. Va a parar, penosamente, sobre un muro derruido. Se desparraman sus letras en la superficie y el orden rueda hecho añicos. Sin composición, sin cavilación, apenas orden. No llega a su destinatario el mensaje de los telegramas. Lacan, quien sostenía que un mensaje inconsciente bien dirigido al inconsciente de otro le llega necesariamente, no contemplaba la consagración de lo ordinario, el sudor de lo dicho.
Queda por escribir esto: el escritor fracasado dobló la esquina y desapareció. Yo rasgo las servilletas y las guardo en mi bolsillo. En casa el orden retornará. Volverá con la necesidad de las palabras y la casualidad de las cosas, retornará con la necesidad de las cartas. —
Monday, October 20, 2008
YO, FRANCO. Sobre la necesidad de las cartas
«Sobre el escritorio del doctor la encontré, me llevé la revista y leí tu artículo sobre Thomas Bernhard. Como es habitual, no estoy de acuerdo: el artista procura el silencio, nunca el sonido. Así sucede con Walser, con Frisch, con la poesía, en eso se afanan Bernhard e Inge Bachmann». Mientras Franco lee este mail, una lancha altera con su tórrido desgano los lechuguines del Guayas y yo me tomo una cerveza. La espesura del cielo gris desaparece cuando el brillo del sol conquista el horizonte hasta morir tras una isla. Como para el habitante de cualquier puerto, las aletas de mi nariz son inmunes al hedor del malecón, al sudor de los cuerpos, al humor que asciende desde la tripa. La necesidad de las cartas. Flora ha enviado a Franco otro de una serie de mails sobre el tema de la palabra y el silencio. Citó nuevamente a Nietzsche (“en todo hablar hay una pizca de desprecio. El lenguaje, parece, ha sido inventado solo para decir lo ordinario”), hizo un send y se ha excusado de la necesidad de tomar el teléfono y hablarle, se eximió de dar la cara exponiéndose a la verdad. Retorna la escritura con esta arma, anónima, hasta para quien ha retenido el sudor del cuerpo después de una cama, hasta para quien conserva el olor juvenil del deseo. Son telegramas, mensajes que atienden a lo inmediato, a la urgencia de notificación. Eso es: son notificaciones. Un anciano de barba blanca y cotona atraviesa el malecón, agobiado por un tiempo que no le permitió ser lo que él quiso y solo le ha dejado la injuria y la inquina. Se percibe en su modo de llevar el bastón, se sabe que el escritor barbudo ha de odiar. Mientras se aleja y observo el ondular de sus bastas, pienso en las diferencias, en las peculiaridades: si a una carta escrita a mano corresponde un mundo de esperanza (el despertar de un amorío, la venganza inminente, la insalvable llamada al frente), a una de esas que aparecen en la pantalla de una máquina ha de corresponderle uno de espera: la distancia entre la ansiedad y lo promisorio, la peculiaridad de lo inminente y lo posible. A partir de ello intento liar una secuencia: en el mundo antiguo uno escribía cartas con la ilusión de que un suceso o una llamada trastornase el orden de las cosas, por el contrario, cuando uno envía un mail, no parece albergar ilusión mayor, parece ser que las cosas no podrán ser alteradas por un suceso dicho en unas frases apenas, y que soñar ya no es posible porque la velocidad constituye una interpretación de la derrota. Así tenemos que en aquel mundo, lento y ya extinguido, uno aguardaba pacientemente la llegada del papel, oía los nudillos del cartero y su apacible ritual (bocina del triciclo, paquete de envío, esperanza del nombre, extravío siempre acechante), mientras en este mundo uno desencripta su máquina hastiado, y halla lo que supone ya, lo que imagina. Si ocurre así, pienso (y lo escribo en pedazos de servilletas de papel), los vocablos previsibles e imaginados anticipan solamente un encanto, la acumulación, uno y otro sepultados en sus mazmorras electrónicas, uno detrás de otro abandonados al olvido, curiosidad solo de una notificación de futuro. El resto verdaderamente importante, aquellos mensajes ardientemente esperados (no el telegrama, no la súplica) se atesoraban en un breve arcón, entre las páginas de un libro, al costado de una almohada o en un paquete atado con cinta. Conformaban de ese modo un tesoro.
Tuesday, October 14, 2008
Carvajal
Simulacro de la escarcha
en el día soleado,
mapa de un cielo de estrellas
albas y enanas, o un firmamento
que apenas se sostiene
de las cuerdas mecidas
por un rumor de niños que se alejan.
Las flores del cerezo
copan el cuadro de la ventana.
I
La ofrenda del cerezo, Carvajal
en el día soleado,
mapa de un cielo de estrellas
albas y enanas, o un firmamento
que apenas se sostiene
de las cuerdas mecidas
por un rumor de niños que se alejan.
Las flores del cerezo
copan el cuadro de la ventana.
I
La ofrenda del cerezo, Carvajal
Wednesday, October 08, 2008
YO, FRANCO. La necesidad de las cartas
Reza el anuario del colegio Stella Maris: «Rodolfo Parra, aula del 68. Aptitud para la oratoria y el método socrático. Escribe versos desde niño. Muy buen dibujante y caricaturista. Carrera proyectada: derecho. “Quiero defender a los pobres y a los presos de conciencia”. Personaje: Malcolm X. Se augura éxito».
«Estimado Genaro Franco: Con satisfacción le comunicamos que aprobamos su carta y usted ha sido admitido en la Escuela de Aviadores del Sur del Estado. Para la incorporación deberá enviarnos sus señas personales, los números de carné de identidad y afiliación social y un código de nueve dígitos. Este código servirá para el acceso a nuestras instalaciones y para la práctica de ensayos. Le rogamos memorizarlo y no difundirlo. De acuerdo con su comunicación lo esperamos el 17 de febrero. En el formulario la descripción de los efectos personales requeridos…»
«Despacho para la hija del señor Descalzi: dos suéteres ingleses de cachemira XS, vestido de coctel de Yves Saint Laurent número 2, tres pantalones a cuadros N°. veintidós, un pañuelo de cuello Chanel color celeste. Total: nueve mil quinientos cuarenta sucres. Seña: Srta. Flora Descalzi, Riobamba»
Retorna la escritura:
«…leí el artículo sobre Naipaul, Antigualla. Como siempre no estoy de acuerdo: no se intenta el sonido, el artista procura el silencio. Como Walser, como Buzzatti, como la poesía. En eso se afana Naipaul, en eso Marguerite Duras e Ingeborg Bachmann. En eso, Franco, antigualla. Por lo demás todo bien, como siempre».
¿Para qué hablar si uno puede escribir? No es preciso dar la cara, solo un send y ya está.
Rodolfo que ha devenido en Rod vaga ahora por los muelles. Bebió dos botellas de Pilsener mientras miraba el agua de la ría. En pedazos de servilletas ha escrito parejas antitéticas, mirado la luna, hecho un rollo, gran sorbo de cerveza, y guardado los papeles en los bolsillos abombados de la americana amarilla. Vagó un par de horas por los muelles y camina a su casa en el barrio del Centenario. Los gatos se repliegan cuando Rod mete la llave en la cerradura. No enciende las luces, se tiende sobre el brazo acolchado del sofá (sofá de hierro y espuma), toma el aparato y marca el número. “¿Me escuchas, Flora, me escuchas, tú?”
Su clave es “dimenticareericominciarecelentano”. ¿El proveedor?… estupideces. Franco mira su correo. Mensaje de Flora: “…leí el artículo sobre Naipaul, Antigualla. Como siempre no…” Se apresta a leer, a verlo.
«Estimado Genaro Franco: Con satisfacción le comunicamos que aprobamos su carta y usted ha sido admitido en la Escuela de Aviadores del Sur del Estado. Para la incorporación deberá enviarnos sus señas personales, los números de carné de identidad y afiliación social y un código de nueve dígitos. Este código servirá para el acceso a nuestras instalaciones y para la práctica de ensayos. Le rogamos memorizarlo y no difundirlo. De acuerdo con su comunicación lo esperamos el 17 de febrero. En el formulario la descripción de los efectos personales requeridos…»
«Despacho para la hija del señor Descalzi: dos suéteres ingleses de cachemira XS, vestido de coctel de Yves Saint Laurent número 2, tres pantalones a cuadros N°. veintidós, un pañuelo de cuello Chanel color celeste. Total: nueve mil quinientos cuarenta sucres. Seña: Srta. Flora Descalzi, Riobamba»
Retorna la escritura:
«…leí el artículo sobre Naipaul, Antigualla. Como siempre no estoy de acuerdo: no se intenta el sonido, el artista procura el silencio. Como Walser, como Buzzatti, como la poesía. En eso se afana Naipaul, en eso Marguerite Duras e Ingeborg Bachmann. En eso, Franco, antigualla. Por lo demás todo bien, como siempre».
¿Para qué hablar si uno puede escribir? No es preciso dar la cara, solo un send y ya está.
Rodolfo que ha devenido en Rod vaga ahora por los muelles. Bebió dos botellas de Pilsener mientras miraba el agua de la ría. En pedazos de servilletas ha escrito parejas antitéticas, mirado la luna, hecho un rollo, gran sorbo de cerveza, y guardado los papeles en los bolsillos abombados de la americana amarilla. Vagó un par de horas por los muelles y camina a su casa en el barrio del Centenario. Los gatos se repliegan cuando Rod mete la llave en la cerradura. No enciende las luces, se tiende sobre el brazo acolchado del sofá (sofá de hierro y espuma), toma el aparato y marca el número. “¿Me escuchas, Flora, me escuchas, tú?”
Su clave es “dimenticareericominciarecelentano”. ¿El proveedor?… estupideces. Franco mira su correo. Mensaje de Flora: “…leí el artículo sobre Naipaul, Antigualla. Como siempre no…” Se apresta a leer, a verlo.
Tuesday, October 07, 2008
Wednesday, October 01, 2008
El polvo y los elementos
Luz silenciosa, de Carlos Reygadas
Utilicemos, para el caso, la absurda hipótesis de que allí donde haya una obra de arte, una película o un libro, una historia debe ser contada. Pensemos, por otro lado, en la hipótesis de que una obra debe contar apenas nada, ocultar lo que puede ser referido, retenerlo con el fin de no decir acerca de lo evidente si no sobre sus sucedáneos. Pensemos en lo uno y en lo otro mientras contemplamos Luz silenciosa (Stellet Licht, 2006) en la oscuridad. ¿Cuál su historia? ¿El adulterio, una muerte de amor y sufrimiento? ¿El estudio de una comunidad, la menonita, en Chihuahua, México? Esto último también aunque no sea a todos evidente, aquello indiscutiblemente. ¿Sirven de algo estas razones a la hora de interpretar una película, debemos aplicarnos en ésas, sus historias sencillas, simples hasta la insulsez?
Antes de otras conjeturas, la pregunta de fondo: ¿qué ha ocurrido con la manufactura clásica del cine contemporáneo que le aparecen aquí y allá bombas que tratan de saltar su canon por el aire? ¿Qué omite la narrativa amena, rápida y de efecto de aquello que al hombre preocupa y corroe, y que el cine aún puede recoger? ¿Cuál la explicación de una propuesta extrema al punto de detener el plano y congelarlo, de atender a los elementos a la par que al hombre, engarzados con el hombre, de atentar contra la palabra hasta callarla, de dinamitar la narrativa del cine para devolverlo a su origen y prehistoria, la pintura? ¿Qué se escapa al espectáculo que solo el arte puede decir a través de una pantalla?
Allá, en el primer párrafo uno que puede ser un buen verbo: contemplar. Lo ha dicho ya el crítico mexicano Rafael Lemus acerca de Luz silenciosa, “como una pintura de gran formato, no exige ser vista sino contemplada”, y de ese modo podemos contemplar los elementos y la mecánica del mundo, los oficios del amor y la naturaleza, contemplar el silencio y el dolor, contemplar la muerte. Detener el vértigo de la Tierra y admirar la entrada de las reses al ordeño, la máquina trilladora del maíz en su desgaste, el anonimato inútil y definitivo de una flor, el trabajo del hombre y su producto, el motor, la caída de una hoja de cedro rojo en la escena de los amantes, admirar la nieve en su cegadora esplendidez. Retornar a los elementos de los que nos hemos venido alejando irremediablemente a causa de la ansiedad. Más que observar el dolor humano, admirarlo. Admirar el dolor como se admira la proporción de un edificio antiguo, como se admira un amanecer o la luz en La lección de música. Retornar al polvo que sufre y observarlo.
¿Para qué contar una historia, entonces, para qué hilar una trama si con un plano o una lentitud el mundo puede ser dicho? ¿Para qué apelar a la palabra y al movimiento si aquello que requiere la conciliación entre la naturaleza y el sufrimiento es la muda exposición de los objetos con el fin de atrapar su alma? ¿Por qué atender a la manufactura si la pena contemporánea clama por una cura primigenia, elemental, un encuadre estético y piadoso desprovisto de inocencia, despojado de todo resabio narrativo y técnico para decir con naturalidad el polvo y los elementos? A éste, un encuadre que transcribe conscientemente otros como Dreyer y Antonioni para huir del preciosismo y crear un lenguaje, lo que le importa es el fin y para ello ha hecho de los medios su fin.
¿Reviste importancia que esta película sea la imagen de una comunidad o de un amorío? Más importante una coma, un período, más importante el tiempo verbal. Más importante la luz que, silenciosa, ingresa por una ventana. —
Utilicemos, para el caso, la absurda hipótesis de que allí donde haya una obra de arte, una película o un libro, una historia debe ser contada. Pensemos, por otro lado, en la hipótesis de que una obra debe contar apenas nada, ocultar lo que puede ser referido, retenerlo con el fin de no decir acerca de lo evidente si no sobre sus sucedáneos. Pensemos en lo uno y en lo otro mientras contemplamos Luz silenciosa (Stellet Licht, 2006) en la oscuridad. ¿Cuál su historia? ¿El adulterio, una muerte de amor y sufrimiento? ¿El estudio de una comunidad, la menonita, en Chihuahua, México? Esto último también aunque no sea a todos evidente, aquello indiscutiblemente. ¿Sirven de algo estas razones a la hora de interpretar una película, debemos aplicarnos en ésas, sus historias sencillas, simples hasta la insulsez?
Antes de otras conjeturas, la pregunta de fondo: ¿qué ha ocurrido con la manufactura clásica del cine contemporáneo que le aparecen aquí y allá bombas que tratan de saltar su canon por el aire? ¿Qué omite la narrativa amena, rápida y de efecto de aquello que al hombre preocupa y corroe, y que el cine aún puede recoger? ¿Cuál la explicación de una propuesta extrema al punto de detener el plano y congelarlo, de atender a los elementos a la par que al hombre, engarzados con el hombre, de atentar contra la palabra hasta callarla, de dinamitar la narrativa del cine para devolverlo a su origen y prehistoria, la pintura? ¿Qué se escapa al espectáculo que solo el arte puede decir a través de una pantalla?
Allá, en el primer párrafo uno que puede ser un buen verbo: contemplar. Lo ha dicho ya el crítico mexicano Rafael Lemus acerca de Luz silenciosa, “como una pintura de gran formato, no exige ser vista sino contemplada”, y de ese modo podemos contemplar los elementos y la mecánica del mundo, los oficios del amor y la naturaleza, contemplar el silencio y el dolor, contemplar la muerte. Detener el vértigo de la Tierra y admirar la entrada de las reses al ordeño, la máquina trilladora del maíz en su desgaste, el anonimato inútil y definitivo de una flor, el trabajo del hombre y su producto, el motor, la caída de una hoja de cedro rojo en la escena de los amantes, admirar la nieve en su cegadora esplendidez. Retornar a los elementos de los que nos hemos venido alejando irremediablemente a causa de la ansiedad. Más que observar el dolor humano, admirarlo. Admirar el dolor como se admira la proporción de un edificio antiguo, como se admira un amanecer o la luz en La lección de música. Retornar al polvo que sufre y observarlo.
¿Para qué contar una historia, entonces, para qué hilar una trama si con un plano o una lentitud el mundo puede ser dicho? ¿Para qué apelar a la palabra y al movimiento si aquello que requiere la conciliación entre la naturaleza y el sufrimiento es la muda exposición de los objetos con el fin de atrapar su alma? ¿Por qué atender a la manufactura si la pena contemporánea clama por una cura primigenia, elemental, un encuadre estético y piadoso desprovisto de inocencia, despojado de todo resabio narrativo y técnico para decir con naturalidad el polvo y los elementos? A éste, un encuadre que transcribe conscientemente otros como Dreyer y Antonioni para huir del preciosismo y crear un lenguaje, lo que le importa es el fin y para ello ha hecho de los medios su fin.
¿Reviste importancia que esta película sea la imagen de una comunidad o de un amorío? Más importante una coma, un período, más importante el tiempo verbal. Más importante la luz que, silenciosa, ingresa por una ventana. —
Monday, September 29, 2008
Subscribe to:
Posts (Atom)