
Tuesday, July 26, 2011
Sunday, July 24, 2011
Una jugada light
Copio aquí la versión íntegra de mi respuesta al artículo de Eduardo Varas, El manto de la invisibilidad (http://hermanocerdo.com/2011/06/el-manto-de-la-invisibilidad/). La versión condensada de este artículo fue publicada gracias a la amabilidad de la revista virtual Hermano Cerdo.
Que Eduardo Varas se detuviera a escribir el texto El manto de la invisibilidad es ya un síntoma: en el Ecuador se echa de menos una generación literaria, la aparición de algo nuevo. Ocurre que en este país un puñado de individuos ha roto el cascarón (¡cascarón!) de los treinta o va camino de los cuarenta y se sofoca (escribo se sofoca e inmediatamente me falta el aire, me sofoco) porque su obra cobra mucho menos dividendos que los cifrados en ella de acuerdo con las cábalas. Ocurre que envejecemos y la obra no despega. Ocurre que ya pintamos una que otra cana, alguna arruga, y seguimos haciendo desplantes, un corte de manga aquí, una cruz invertida allá, y el panorama no cambia. Ocurre que hemos tocado un par de flautas y aún no acertamos a afinar el instrumento, menos a despertar a la belleza. Lo dicho hasta aquí, expresado sin sarcasmo, podría servir de abstract o acaso como una glosa del texto de Varas. El resto de la tragedia podría habérnosla evitado o al menos hubiésemos agradecido si disimulaba con mayor gracia, por si un lector despierto husmeara esas páginas, un visitante foráneo, por ejemplo. ¿Qué íbamos a decirle a ese extranjero, tan abandonados, tan sin raíces como sostiene Varas, tan pagados de nosotros sin embargo, en nuestro papel de fundadores de las nuevas letras ecuatorianas? ¿Qué excusas podríamos ofrecerle acerca de algo que se aproxima peligrosamente a un déjà vu, el jodido lloriqueo de un puñado de caras nuevas con distintas caretas, una fila corta, cortísima, que a pesar de ello casi alcanza el grado cero de la memoria? Las explicaciones quedarán reservadas a los turistas. Nosotros, casa adentro, podremos voltear la cabeza. Nos avergüenza mirarnos de frente.
Queda dicho: hacía falta una generación. Esto que puede ser un reclamo ingenioso y en otra geografía una necesidad, en la nuestra se convierte automáticamente en sospecha. ¿Para qué desgajar un grupo, por qué hacer sumas, perpetrar restas y copiar en limpio una lista? ¿Para qué hacerlo si no subyace a ese acto una batalla estética, un enfrentamiento formal, para qué intentarlo si el lance no es desplegado como una tensión entre formas de pensar y escribir, para qué si no se trata de exponer puntos de vista distintos, otros, y poner en evidencia un enfrentamiento entre concepciones del mundo en la arena literaria? Me asombra que Varas comience con una quejita —que detrás de él supuestamente yace un vacío inescrutable y ominoso, el de una narrativa ecuatoriana “ausente”— y se arroje sobre la humanidad entera. Me asombra que en su salto ni por un instante le preocupe formular una poética personal o la de un grupo, que no intente reflexionar sobre un programa estético ni manifieste alguna obsesión, un interés formal mínimo. Me asombra que diga tan poco, casi nada acerca de su oficio o su cocina literaria y se limite a describir cómo ha llegado hasta ese punto en el desierto, situado a medio camino entre catarsis, abulia y turismo literarios. Me deslumbra cuán bueno es para zurcir nombres escogidos al azar y a eso bautizar con un apelativo por demás simplón, vacuo por lo demás: payasos tristes. (Me detengo un instante, gruñón y puntilloso que soy: ¿por qué payasos, por qué tristes? ¿Por qué no alegres si han conseguido saltar en el vacío y obtenido visa para todas las literaturas del mundo? ¿Por qué payasos si en ninguna parte se sugiere que su oficio sea el de hacernos reír, el de chorrear la payasada? ¿Por qué? ¿Acaso la gratuidad es uno de los valores de esta literatura descomprometida, de esta jugada light? ¿Acaso hoy en día la ocurrencia paga rentas por sí misma?)
Creo que mi amigo Varas ha incurrido en grave frivolidad al actuar de ese modo, al sustituir graciosamente la primera persona del singular y su pronombre, yo, por el narrativamente complejo nosotros. Quizá desesperado, ansioso al descubrirse solo, so lonely, ha terminado por realizar una transferencia poco hábil de sus ideas a una nómina y con ello tratar de componer una comunidad de criterios. Tal vez se ha mirado en el espejo al afeitarse, se ha sabido alcanzado por una misión y no ha dudado un instante en hablar a nombre del resto. El problema reside en aquello que dice por los otros, en aquello que confiere a sus contemporáneos como si de una patente de corso se tratase. El problema reside en que sus gestos además de recurrentes (el tipo de mohín expresado en privado en este país), son injustos y miopes en lo que a tradición se refiere. El problema es que busca conmiseración con sus arrebatos de melodrama, pero no deja de ser soberbio (“Todo lo hemos visto desde la distancia del observador sabio”) y solazarse en el rechazo. Varas parte de la exageración y el sensacionalismo cuando escribe “porque fuimos discriminados, crecimos en terror, vivimos en ausencia y nos interesamos por la narrativa a pesar de no tener los recursos bibliográficos a la mano, o una sociedad con cultura lectora.” Yo, por ejemplo, que crecí en un barrio popular de Quito y soy hijo de maestros de escuela, no la pasé tan dura como parece haberle ocurrido a Varas. No recuerdo haber sido discriminado y dudo mucho que mi barrio fuese vecino de Auschwitz. Mi padre me dio un par de títulos que aunque no fueron rarezas ni sutiles excentricidades, sí me permitieron conocer, por ejemplo, a Suetonio y Quevedo, a Dumas y Verne, a Rojas y Donoso Pareja, si queremos hablar de ecuatorianos. Desconocida para mí ha sido hasta ahora que la situación en Guayaquil, donde me parece Varas creció, fuese tan desoladora como para apreciar tan de cerca el terror y alimentarse literariamente de él. No sabía hasta leer este texto que un escritor como él hubiese acumulado la experiencia de un Genet o un Primo Levi. Algo que saludo y, en cierto modo, envidio.
En el fondo no es más que la repetición de un prejuicio y la ostentación de un complejo. Al narrador ecuatoriano parece otorgar prestigio hacer el papel del fundador, Creador primigenio en la representación del Génesis, árbol nacido en el erial, palo en inexorable descomposición. Pero algo ocurre en una literatura, algo siniestro, cuando el soplo del Creador repite que nadie existe detrás de nosotros, que a nadie debemos, que de la nada hemos surgido. Es lo que he venido escuchando en este país en boca de lectores y escritores siempre jóvenes y algo astutos, a veces cínicos, a veces graves, a la expectativa de agarrar por la cola una obra maestra todos ellos. Y resulta no solo curioso sino completamente intrigante el hecho de que a medida que la obra maestra no cuaja, el rencor contra el fantasma de los “ausentes” se endurece hasta convertirse en roca. Resulta fácil atender al prejuicio y escribir la palabra “nada”, resulta fácil, útil y, hay que decirlo, cobarde, no reconocer que ya otros fracasaron en la empresa de cosechar las peras de esta narrativa en el olmo de la nada. Si admitimos esa nada no queda más que soportar el cortante silencio entre un Icaza y un Leonardo Valencia, si me permiten ser arbitrario con los nombres. La nada, el silencio y Dios a la vuelta de la esquina. Pero, querido Eduardo Varas: ¿en verdad conoces tú el significado de la palabra nada?
Pienso que somos de veras injustos e inmaduros cuando en un acto que no es una payasada sino ramplón ilusionismo desaparecemos los nombres de, por ejemplo, Abdón Ubidia, Vladimiro Rivas Iturralde, Jorge Velasco Mackenzie, Iván Egüez, Francisco Proaño Arandi o Javier Vásconez, nuestros antecesores en esto de los grupos y generaciones literarias, si de verdad ello existe y sirve para algo. ¿Acaso se escamotea su presencia porque no se han leído sus obras o porque no se admite que uno las haya leído? El prejuicio en torno a lo que se ha escrito puede conducirnos, como ciertamente antes lo ha hecho, a desperdiciar el valor de la experiencia, atributo que no valoramos porque pertenece, supongo, a los fantasmas tan temidos. Esfumar su imagen no hace sino dilatar el enfrentamiento entre concepciones del mundo de unos escritores y otros, no logra sino eludir las batallas estéticas que una generación debe asumir en contra de otra.
Digo que se trata de la ostentación de un complejo porque he comenzado a sospechar lo que sigue. La razón de la ceguera de nuestros narradores —cosa que no ocurre, u ocurre mucho menos con los poetas de este país, entre los que sí se atestigua una continuidad, de Alfredo Gangotena y Carrera Andrade a, podría ser, Juan José Rodríguez y Ernesto Carrión— es que deseamos no mantener deuda alguna porque en el fondo nos avergonzamos de lo que ha sido escrito, no por cómo lo ha sido sino por lo que se describe en esos cuentos y novelas ecuatorianas, por aquello que es contado. Porque nos sonrojamos al descubrirnos mestizos, embusteros, escasamente emprendedores, poco ambiciosos, pendencieros siempre y dotados de todo el color local que una literatura de esa calaña gasta. Porque no somos el otro que siempre hemos ambicionado, porque no alcanzamos a vernos en la otra orilla y disfrutar de aquello que suponemos es moderno, rápido y contemporáneo. Porque, en definitiva, nuestro problema es social, no literario, y al avergonzamos de la representación —que al cumplir con lo que debe, negar la realidad y reconstruirla, representarla, nos obliga a apreciar lo que no deseamos—, pareciera que lo representado se convierte en la sílfide que nos condena a la fealdad y la periferia. ¿De qué nos avergonzamos? ¿De la literatura escrita o de la realidad que se descubre en ella, de las referencias de esa literatura? No puede comprenderse de otro modo que ahora, muy campantes, nos desembaracemos rápidamente de un realismo que tanto mal (y tanto bien) ha hecho a nuestra literatura e intentemos huir por la vía de la evasión y el olvido. No de otro modo puede comprenderse que tratemos de liberarnos de la literatura nacional, de las literaturas nacionales, algo que en razón de abolir costumbrismo y pintoresquismo admite entera justicia, pero que en función de alimentar el prejuicio no hace sino llevarnos a la amnesia y la zafiedad.
Ante ello no queda a los payasos tristes más que enarbolar un cosmopolitismo disfrazado, un cosmopolitismo sin arraigos que pretendería medirse por los sellos migratorios en el pasaporte y no como una forma de entender lo literario. “Ser cosmopolita es una actitud espiritual que no se mide por la recurrencia en tramas y problemas cuya toponimia o situación histórica tiene poca relación con la nacionalidad del autor. Padilla mismo [el escritor mexicano Ignacio Padilla], más que un escritor cosmopolita es un viajero frecuente” escribe Christopher Domínguez Michael. La humanidad, ese último bastión que, para Varas, preserva su ilusión por lo literario, ha sido interpelada, atraída, criticada, convocada y conjurada por, si se me permite otra vez barajar nombres, ecuatorianos como Juan Montalvo, Pablo Palacio, Gonzalo Zaldumbide, Alfredo Pareja Diezcanseco, Benjamín Carrión, Raúl Andrade o Javier Vásconez, para no hablar de los poetas o los narradores ecuatorianos más recientes. En algunos de ellos esa “actitud espiritual” de la que habla Domínguez Michael —no el embeleso por los aeropuertos y los cuadernillos de pasaporte— ha sido, como en Borges, Salvador Elizondo o Lezama Lima —diferencias estéticas y de calidad aparte—, salvoconducto corriente y llave maestra para abrir la caja fuerte de los desafíos estéticos que impone toda literatura.
Esta evasión que supone negar lo existente a causa de prejuicios y complejos nos lleva a examinar sin remisión uno de los problemas que enfrenta el realismo en el Ecuador. Delator es que los narradores más jóvenes, los del cascarón de los treinta años y los de la crisis de los cuarenta, no logren representar la tierra que pisan, que no consigan asestar una palabra en contra del soso e inane estado de las cosas que constituye su escenario más inmediato. Sabemos que esas luces, esos neones y papeles en el asfalto forman parte de lo que niegan. Sabemos que, ocioso es repetirlo, no tienen ninguna obligación de narrarlos, de incidir con la forma en el corazón de su terreno. Pero también puede sospecharse que si no lo hacen, si se obstinan en evadir dichas calles, dichos neones, dicha mierda desperdigada en las aceras de una realidad plana, apenas vacía, apenas conflictiva —aquello que podría servir de materia prima para la novela contemporánea de este país—, es porque resulta menos problemático enajenarse, huir, componer maquetas de cartón piedra y atisbar la realidad a través de la ventana de un avión o desde la distancia de un sofá en una ciudad exótica, que para el caso puede ser cualquier ciudad. Yo mismo creo haber sido víctima de esa fiebre. Pero si yo odio, tú odias y los payasos tristes odian este país con encono y ninguno de nosotros hemos tenido las agallas para insultarlo, destruirlo y recrearlo mediante la literatura será mejor que rompamos el lápiz y aguardemos la llegada de otros que estén dispuestos a hacerlo. Podremos perfeccionar nuestros mundos toponímicamente ajenos y quizá hagamos un gran trabajo, pero si un solo autor no llega a problematizar este país, no creo que nuestra literatura pueda enseñar mucho a las otras. Es sabido que la novela debería pretender la mayor comprensión, la mayor objetividad o, si se prefiere, la mayor objetividad subjetiva en el conocimiento de lo real. Es una de sus características, de Flaubert en adelante. Con ello en mente, puede intuirse que el pavor que tienen algunos escritores jóvenes a recoger los vestigios de lo real y recrearlos en sus libros es el camino exactamente inverso a esa forma de conocimiento.
Supongo que detrás de todo esto reside un abandono en las telarañas de lo light. Es lo que puede atisbarse en el modo cómo Varas escribe su artículo, en su tono lánguido y descomprometido. Varas profiere que la “pertenencia” o la “identidad nacional” vale lo mismo que una frase de Woody Allen o que El capital de Marx es otra biblia que hay que olvidar. Supone que lo importante es ser visto y cree que la condición para abandonar la invisibilidad se ha cumplido gracias a los privilegios que obsequia la técnica al mundo contemporáneo. Para él, más importante es la exposición y el espectáculo de lo literario que el lance estético o el compromiso formal de la escritura. Más importante que la creación de lectores, el striptease, más importante que el fomento y la defensa de una propuesta personal (ni pensar en una propuesta radical), la difusión de lo redactado, más importante que la elaboración de una obra o la incidencia sobre una lengua, el consumo de un producto. Exigirle que su propuesta sea la de construir un libro a partir de la memoria o el conocimiento constituiría un despropósito. Instarle a pensar que hay libros y obras que no pueden ser olvidadas en un arresto de fanfarronería sino que deben ser revisadas, vencidas, colgadas o incineradas es un gusto que, neciamente, no deseo ahorrarme. Porque en lo light (que de ningún modo es igual que lo frívolo o lo de peso pluma, honrosas formas literarias éstas y a su modo serias) no crecen las ideas: en lo light solo arraiga la conciliación y el abrazo entre opuestos. Bajo una visión light de la literatura, para que el ser visto reporte beneficios inmediatos, un autor confeccionará, por ejemplo, productos fáciles, veloces, fungibles, fácilmente traducibles. En lo light no importa “el lugar, …las referencias, ni el lenguaje, ni el pasado”, gracias a él la literatura finalmente flota en la ciberatmósfera. En él, vejestorios como el lenguaje deben ser triturados porque entorpecen la efectividad, la eficacia y la uniformidad de esas latas de sopa Campbell con que un día todos soñamos los libros y las novelas se convirtieran. En lo light el lenguaje se fue a la mismísima mierda.
El problema con lo light es que además de lánguido es aproblemático. El problema con la invisibilidad y lo invisible es que no son conceptos, son pretextos. En la invisibilidad la farsa reside en que no se puede hablar de las cosas concretas porque todo permanece en la queja y ante una queja solo cabe la conmiseración, el error de lo invisible es que nos aparta de lo tangible (la falta de editoriales, la carencia de canales de difusión, la escasa y débil crítica, la falta, ¡Dios!, de una página literaria, no se diga una revista o un suplemento) y nos condena a un limbo en que una palabra que podría ser metálica, antes de ser dicha se evapora y se hace etérea, tan abstracta como la meditación más impersonal. Por ello Varas no habla con claridad y omite los nombres propios, por eso cuando se habla de la invisibilidad uno sospecha que en realidad puede tratarse de una retahíla de disculpas movidas por la falta de ímpetu o la pura y simple pereza. Tal vez esto también guarde relación con que a partir de un par de ideas correctas (“Ecuador es el campo de la narrativa que intenta, que intenta y prefiere quedarse en el intento. La narrativa es la metonimia de lo que pasa en el terreno nacional… así ha sido siempre”, “Es la necesidad de callarnos? ¿Es la vergüenza de exponernos?”), Varas extraiga conclusiones tan ciegas.
Si seguimos su artículo, sobre el escritorio de Varas es igual de fácil hallar una novela de Bret Easton Ellis o una de Houllebecq, algo tan antiguo como En la ciudad he perdido una novela y algo de veras psicodélico como Tribu sí o encantadito al máximo como una novela de Demetrio Aguilera Malta. Esto, aparentemente demostraría su osadía en la variedad, su desdén por las gradaciones y su universalismo, histórico y geográfico. Es una pista que no hay que desdeñar. En primer lugar es preciso advertir la peculiaridad: Varas escoge una novela ecuatoriana avant-garde, anticuada ahora, uno de esos platos que nos permiten parecer distintos sin abandonar los beneficios del gremio, esto es, los fastos del conglomerado de los críticos de moda; prosigue con un libro de identidad juvenil, cosa nueva en su tiempo con todas las pretensiones de permanecer como algo siempre nuevo aupado por su argumento; y cierra con la mención de un novelista, guayaquileño, curiosamente como lo es el mismo argumentador, algo que de por sí no debería ser objeto de sospecha alguna si se hubiesen citado otros nombres y otros libros ecuatorianos en el diseño de la estampa. En segundo lugar: no tiene nada de malo atender a lo contemporáneo, a lo inmediato e incluso a lo efímero. De la misma manera que todas las generaciones han gozado y padecido su Malraux, su Henry Miller, su Kerouac y, hoy en día, su Roberto Bolaño, de la misma forma es preciso separar la moda de aquello que no lo es. Esto en referencia a los Houellebecq, Ellis y Foster Wallace que en el mundo han sido. José Donoso decía que una de las experiencias más emocionantes que puede proporcionar una obra de arte es que encarne lo contemporáneo, no que lo formule. Y es que nada puede ser más erróneo y sin embargo más útil para un escritor que someterse a las formulaciones de la moda. Con la moda podemos tomar el pulso al tiempo actual y apuntar todas sus desventuras a la vez que descubrimos sus encrucijadas. La moda nos permite seguir el ritmo de su lenguaje, estimar el instante de salud o enfermedad por el que atraviesa, y asomar la cabeza a sus temas. Sin embargo, nada de eso, al menos nada en un segundo momento de la creación, nos permite escribir una literatura de riesgo, una literatura de batalla y tensión. La moda es un paso que no debería convocar a la escritura, una etapa que por prevención debería orientarnos a meditar sobre los temas de una época puesto que nos ofrece un diagnóstico. Entendida de esa forma, la moda desfilaría para mí en Houellebecq, y, aunque no lo parezca, aunque no sea muy creíble, sería refractaria, ajena, a las novelas de un tipo como Ellis.
Pero en lo light los temas se confunden con las necesidades vitales de una literatura, con lo que de veras importa. Por eso Varas piensa que hablar de nuevos temas (del pop indie a una escena de porno gonzo) es tan importante como escribir una novela, que desalojar los viejos argumentos y dar la bienvenida a los nuevos constituye la esencia de todo el artificio literario. Pero al volver sobre lo mismo, temas y argumentos, trastrabilla y muda, viaja de lo muy fashion a los que imagina son temas antiguos y preocupaciones eternas, los que “no varían, que nos definen y rodean, que siguen siendo reveladores de quienes somos como raza”. Supone que los temas no cambian pero no atina a razonar el porqué. Es que se encuentra ahogado en lo efímero y no sabría cómo salir a flote. Quisiera, por mi parte, arrojarle un neumático aunque él no desee enterarse que es el cómo y no el qué…, bah: no tiene caso seguir.
Quizá sobre mis malditos contemporáneos hayan confluido demasiadas coincidencias, un hiato en la narrativa ecuatoriana, la crisis de las literaturas nacionales, el advenimiento de una literatura globalizada, la tecnología inmiscuida en el terreno del arte y, también, no hay que olvidarlo, la proliferación de una ordinariez universal. Varas tiene razón cuando dice que en el Ecuador no ha habido un nombre a la altura de los maestros del boom de las letras latinoamericanas, no se equivoca en ello. En lo que se equivoca de pe a pa es en alimentar la esperanza de que ese maestro será engendrado entre sus hijos, sus nietos y tataranietos, una vez que él, liberado de todo, ha extendido sus brazos en torno de cada discurso desprovisto de peso específico, y a que, sin enfado, nos lo esté diciendo ahora. Se equivoca si cree que informarnos que el grupo que él ha unido con la destreza de Chris Angel está compuesto por muchos, que ellos escriben porque les da la gana, que lo hacen horrorosamente bien y que por ello éste será el germen del maestro de las letras que todos echamos de menos, garantizará que ello ocurra. Se equivoca ampliamente porque no es lo mismo aquello que escribe Jorge Izquierdo, que lo que escribe Juan Fernando Andrade, que lo que hace Esteban Mayorga y porque lo que éstos hacen —a mi modo de ver un sonoro bluff y un completo fracaso hasta hoy— es muy distinto de lo que escriben Yanko Molina, Luis Borja, María Fernanda Pasaguay o Juan Pablo Castro, escritores, todos ellos, con peculiares y distintas preocupaciones estéticas. Esto puede invocar a que su tosca generalización se desplome al ser contrastada con la lectura, la realidad de las obras, a que su listado de lo que sería una generación-que es una voz-que es una comunidad estética tal vez no exista.
Yo preferiría que no fuesen muchos los que formen parte de esa nómina, no una generación, como desea Eduardo Varas. No veo el por qué. Quisiera que fuesen voces distintas, únicas, singulares, elegantes, que ofrezcan resistencia individual y artística. Y que ellos, por su parte, amistosa o belicosamente remonten el presente a hombros de gigantes, como se decía en el pasado, aunque esos gigantes, los escritores viejos de los viejos tiempos, no sean muy gigantes que digamos. Quizá de ese modo, con la audacia que confiere la honestidad de mirar a nuestros padres, tíos y abuelos, aunque los odiemos y queramos verlos bajo tierra, se pueda constatar el encumbramiento de un verdadero gran narrador ecuatoriano, de un titán.
Alguien a quien inventar, como se ha dicho en México, aquí, ahora. —
Que Eduardo Varas se detuviera a escribir el texto El manto de la invisibilidad es ya un síntoma: en el Ecuador se echa de menos una generación literaria, la aparición de algo nuevo. Ocurre que en este país un puñado de individuos ha roto el cascarón (¡cascarón!) de los treinta o va camino de los cuarenta y se sofoca (escribo se sofoca e inmediatamente me falta el aire, me sofoco) porque su obra cobra mucho menos dividendos que los cifrados en ella de acuerdo con las cábalas. Ocurre que envejecemos y la obra no despega. Ocurre que ya pintamos una que otra cana, alguna arruga, y seguimos haciendo desplantes, un corte de manga aquí, una cruz invertida allá, y el panorama no cambia. Ocurre que hemos tocado un par de flautas y aún no acertamos a afinar el instrumento, menos a despertar a la belleza. Lo dicho hasta aquí, expresado sin sarcasmo, podría servir de abstract o acaso como una glosa del texto de Varas. El resto de la tragedia podría habérnosla evitado o al menos hubiésemos agradecido si disimulaba con mayor gracia, por si un lector despierto husmeara esas páginas, un visitante foráneo, por ejemplo. ¿Qué íbamos a decirle a ese extranjero, tan abandonados, tan sin raíces como sostiene Varas, tan pagados de nosotros sin embargo, en nuestro papel de fundadores de las nuevas letras ecuatorianas? ¿Qué excusas podríamos ofrecerle acerca de algo que se aproxima peligrosamente a un déjà vu, el jodido lloriqueo de un puñado de caras nuevas con distintas caretas, una fila corta, cortísima, que a pesar de ello casi alcanza el grado cero de la memoria? Las explicaciones quedarán reservadas a los turistas. Nosotros, casa adentro, podremos voltear la cabeza. Nos avergüenza mirarnos de frente.
Queda dicho: hacía falta una generación. Esto que puede ser un reclamo ingenioso y en otra geografía una necesidad, en la nuestra se convierte automáticamente en sospecha. ¿Para qué desgajar un grupo, por qué hacer sumas, perpetrar restas y copiar en limpio una lista? ¿Para qué hacerlo si no subyace a ese acto una batalla estética, un enfrentamiento formal, para qué intentarlo si el lance no es desplegado como una tensión entre formas de pensar y escribir, para qué si no se trata de exponer puntos de vista distintos, otros, y poner en evidencia un enfrentamiento entre concepciones del mundo en la arena literaria? Me asombra que Varas comience con una quejita —que detrás de él supuestamente yace un vacío inescrutable y ominoso, el de una narrativa ecuatoriana “ausente”— y se arroje sobre la humanidad entera. Me asombra que en su salto ni por un instante le preocupe formular una poética personal o la de un grupo, que no intente reflexionar sobre un programa estético ni manifieste alguna obsesión, un interés formal mínimo. Me asombra que diga tan poco, casi nada acerca de su oficio o su cocina literaria y se limite a describir cómo ha llegado hasta ese punto en el desierto, situado a medio camino entre catarsis, abulia y turismo literarios. Me deslumbra cuán bueno es para zurcir nombres escogidos al azar y a eso bautizar con un apelativo por demás simplón, vacuo por lo demás: payasos tristes. (Me detengo un instante, gruñón y puntilloso que soy: ¿por qué payasos, por qué tristes? ¿Por qué no alegres si han conseguido saltar en el vacío y obtenido visa para todas las literaturas del mundo? ¿Por qué payasos si en ninguna parte se sugiere que su oficio sea el de hacernos reír, el de chorrear la payasada? ¿Por qué? ¿Acaso la gratuidad es uno de los valores de esta literatura descomprometida, de esta jugada light? ¿Acaso hoy en día la ocurrencia paga rentas por sí misma?)
Creo que mi amigo Varas ha incurrido en grave frivolidad al actuar de ese modo, al sustituir graciosamente la primera persona del singular y su pronombre, yo, por el narrativamente complejo nosotros. Quizá desesperado, ansioso al descubrirse solo, so lonely, ha terminado por realizar una transferencia poco hábil de sus ideas a una nómina y con ello tratar de componer una comunidad de criterios. Tal vez se ha mirado en el espejo al afeitarse, se ha sabido alcanzado por una misión y no ha dudado un instante en hablar a nombre del resto. El problema reside en aquello que dice por los otros, en aquello que confiere a sus contemporáneos como si de una patente de corso se tratase. El problema reside en que sus gestos además de recurrentes (el tipo de mohín expresado en privado en este país), son injustos y miopes en lo que a tradición se refiere. El problema es que busca conmiseración con sus arrebatos de melodrama, pero no deja de ser soberbio (“Todo lo hemos visto desde la distancia del observador sabio”) y solazarse en el rechazo. Varas parte de la exageración y el sensacionalismo cuando escribe “porque fuimos discriminados, crecimos en terror, vivimos en ausencia y nos interesamos por la narrativa a pesar de no tener los recursos bibliográficos a la mano, o una sociedad con cultura lectora.” Yo, por ejemplo, que crecí en un barrio popular de Quito y soy hijo de maestros de escuela, no la pasé tan dura como parece haberle ocurrido a Varas. No recuerdo haber sido discriminado y dudo mucho que mi barrio fuese vecino de Auschwitz. Mi padre me dio un par de títulos que aunque no fueron rarezas ni sutiles excentricidades, sí me permitieron conocer, por ejemplo, a Suetonio y Quevedo, a Dumas y Verne, a Rojas y Donoso Pareja, si queremos hablar de ecuatorianos. Desconocida para mí ha sido hasta ahora que la situación en Guayaquil, donde me parece Varas creció, fuese tan desoladora como para apreciar tan de cerca el terror y alimentarse literariamente de él. No sabía hasta leer este texto que un escritor como él hubiese acumulado la experiencia de un Genet o un Primo Levi. Algo que saludo y, en cierto modo, envidio.
En el fondo no es más que la repetición de un prejuicio y la ostentación de un complejo. Al narrador ecuatoriano parece otorgar prestigio hacer el papel del fundador, Creador primigenio en la representación del Génesis, árbol nacido en el erial, palo en inexorable descomposición. Pero algo ocurre en una literatura, algo siniestro, cuando el soplo del Creador repite que nadie existe detrás de nosotros, que a nadie debemos, que de la nada hemos surgido. Es lo que he venido escuchando en este país en boca de lectores y escritores siempre jóvenes y algo astutos, a veces cínicos, a veces graves, a la expectativa de agarrar por la cola una obra maestra todos ellos. Y resulta no solo curioso sino completamente intrigante el hecho de que a medida que la obra maestra no cuaja, el rencor contra el fantasma de los “ausentes” se endurece hasta convertirse en roca. Resulta fácil atender al prejuicio y escribir la palabra “nada”, resulta fácil, útil y, hay que decirlo, cobarde, no reconocer que ya otros fracasaron en la empresa de cosechar las peras de esta narrativa en el olmo de la nada. Si admitimos esa nada no queda más que soportar el cortante silencio entre un Icaza y un Leonardo Valencia, si me permiten ser arbitrario con los nombres. La nada, el silencio y Dios a la vuelta de la esquina. Pero, querido Eduardo Varas: ¿en verdad conoces tú el significado de la palabra nada?
Pienso que somos de veras injustos e inmaduros cuando en un acto que no es una payasada sino ramplón ilusionismo desaparecemos los nombres de, por ejemplo, Abdón Ubidia, Vladimiro Rivas Iturralde, Jorge Velasco Mackenzie, Iván Egüez, Francisco Proaño Arandi o Javier Vásconez, nuestros antecesores en esto de los grupos y generaciones literarias, si de verdad ello existe y sirve para algo. ¿Acaso se escamotea su presencia porque no se han leído sus obras o porque no se admite que uno las haya leído? El prejuicio en torno a lo que se ha escrito puede conducirnos, como ciertamente antes lo ha hecho, a desperdiciar el valor de la experiencia, atributo que no valoramos porque pertenece, supongo, a los fantasmas tan temidos. Esfumar su imagen no hace sino dilatar el enfrentamiento entre concepciones del mundo de unos escritores y otros, no logra sino eludir las batallas estéticas que una generación debe asumir en contra de otra.
Digo que se trata de la ostentación de un complejo porque he comenzado a sospechar lo que sigue. La razón de la ceguera de nuestros narradores —cosa que no ocurre, u ocurre mucho menos con los poetas de este país, entre los que sí se atestigua una continuidad, de Alfredo Gangotena y Carrera Andrade a, podría ser, Juan José Rodríguez y Ernesto Carrión— es que deseamos no mantener deuda alguna porque en el fondo nos avergonzamos de lo que ha sido escrito, no por cómo lo ha sido sino por lo que se describe en esos cuentos y novelas ecuatorianas, por aquello que es contado. Porque nos sonrojamos al descubrirnos mestizos, embusteros, escasamente emprendedores, poco ambiciosos, pendencieros siempre y dotados de todo el color local que una literatura de esa calaña gasta. Porque no somos el otro que siempre hemos ambicionado, porque no alcanzamos a vernos en la otra orilla y disfrutar de aquello que suponemos es moderno, rápido y contemporáneo. Porque, en definitiva, nuestro problema es social, no literario, y al avergonzamos de la representación —que al cumplir con lo que debe, negar la realidad y reconstruirla, representarla, nos obliga a apreciar lo que no deseamos—, pareciera que lo representado se convierte en la sílfide que nos condena a la fealdad y la periferia. ¿De qué nos avergonzamos? ¿De la literatura escrita o de la realidad que se descubre en ella, de las referencias de esa literatura? No puede comprenderse de otro modo que ahora, muy campantes, nos desembaracemos rápidamente de un realismo que tanto mal (y tanto bien) ha hecho a nuestra literatura e intentemos huir por la vía de la evasión y el olvido. No de otro modo puede comprenderse que tratemos de liberarnos de la literatura nacional, de las literaturas nacionales, algo que en razón de abolir costumbrismo y pintoresquismo admite entera justicia, pero que en función de alimentar el prejuicio no hace sino llevarnos a la amnesia y la zafiedad.
Ante ello no queda a los payasos tristes más que enarbolar un cosmopolitismo disfrazado, un cosmopolitismo sin arraigos que pretendería medirse por los sellos migratorios en el pasaporte y no como una forma de entender lo literario. “Ser cosmopolita es una actitud espiritual que no se mide por la recurrencia en tramas y problemas cuya toponimia o situación histórica tiene poca relación con la nacionalidad del autor. Padilla mismo [el escritor mexicano Ignacio Padilla], más que un escritor cosmopolita es un viajero frecuente” escribe Christopher Domínguez Michael. La humanidad, ese último bastión que, para Varas, preserva su ilusión por lo literario, ha sido interpelada, atraída, criticada, convocada y conjurada por, si se me permite otra vez barajar nombres, ecuatorianos como Juan Montalvo, Pablo Palacio, Gonzalo Zaldumbide, Alfredo Pareja Diezcanseco, Benjamín Carrión, Raúl Andrade o Javier Vásconez, para no hablar de los poetas o los narradores ecuatorianos más recientes. En algunos de ellos esa “actitud espiritual” de la que habla Domínguez Michael —no el embeleso por los aeropuertos y los cuadernillos de pasaporte— ha sido, como en Borges, Salvador Elizondo o Lezama Lima —diferencias estéticas y de calidad aparte—, salvoconducto corriente y llave maestra para abrir la caja fuerte de los desafíos estéticos que impone toda literatura.
Esta evasión que supone negar lo existente a causa de prejuicios y complejos nos lleva a examinar sin remisión uno de los problemas que enfrenta el realismo en el Ecuador. Delator es que los narradores más jóvenes, los del cascarón de los treinta años y los de la crisis de los cuarenta, no logren representar la tierra que pisan, que no consigan asestar una palabra en contra del soso e inane estado de las cosas que constituye su escenario más inmediato. Sabemos que esas luces, esos neones y papeles en el asfalto forman parte de lo que niegan. Sabemos que, ocioso es repetirlo, no tienen ninguna obligación de narrarlos, de incidir con la forma en el corazón de su terreno. Pero también puede sospecharse que si no lo hacen, si se obstinan en evadir dichas calles, dichos neones, dicha mierda desperdigada en las aceras de una realidad plana, apenas vacía, apenas conflictiva —aquello que podría servir de materia prima para la novela contemporánea de este país—, es porque resulta menos problemático enajenarse, huir, componer maquetas de cartón piedra y atisbar la realidad a través de la ventana de un avión o desde la distancia de un sofá en una ciudad exótica, que para el caso puede ser cualquier ciudad. Yo mismo creo haber sido víctima de esa fiebre. Pero si yo odio, tú odias y los payasos tristes odian este país con encono y ninguno de nosotros hemos tenido las agallas para insultarlo, destruirlo y recrearlo mediante la literatura será mejor que rompamos el lápiz y aguardemos la llegada de otros que estén dispuestos a hacerlo. Podremos perfeccionar nuestros mundos toponímicamente ajenos y quizá hagamos un gran trabajo, pero si un solo autor no llega a problematizar este país, no creo que nuestra literatura pueda enseñar mucho a las otras. Es sabido que la novela debería pretender la mayor comprensión, la mayor objetividad o, si se prefiere, la mayor objetividad subjetiva en el conocimiento de lo real. Es una de sus características, de Flaubert en adelante. Con ello en mente, puede intuirse que el pavor que tienen algunos escritores jóvenes a recoger los vestigios de lo real y recrearlos en sus libros es el camino exactamente inverso a esa forma de conocimiento.
Supongo que detrás de todo esto reside un abandono en las telarañas de lo light. Es lo que puede atisbarse en el modo cómo Varas escribe su artículo, en su tono lánguido y descomprometido. Varas profiere que la “pertenencia” o la “identidad nacional” vale lo mismo que una frase de Woody Allen o que El capital de Marx es otra biblia que hay que olvidar. Supone que lo importante es ser visto y cree que la condición para abandonar la invisibilidad se ha cumplido gracias a los privilegios que obsequia la técnica al mundo contemporáneo. Para él, más importante es la exposición y el espectáculo de lo literario que el lance estético o el compromiso formal de la escritura. Más importante que la creación de lectores, el striptease, más importante que el fomento y la defensa de una propuesta personal (ni pensar en una propuesta radical), la difusión de lo redactado, más importante que la elaboración de una obra o la incidencia sobre una lengua, el consumo de un producto. Exigirle que su propuesta sea la de construir un libro a partir de la memoria o el conocimiento constituiría un despropósito. Instarle a pensar que hay libros y obras que no pueden ser olvidadas en un arresto de fanfarronería sino que deben ser revisadas, vencidas, colgadas o incineradas es un gusto que, neciamente, no deseo ahorrarme. Porque en lo light (que de ningún modo es igual que lo frívolo o lo de peso pluma, honrosas formas literarias éstas y a su modo serias) no crecen las ideas: en lo light solo arraiga la conciliación y el abrazo entre opuestos. Bajo una visión light de la literatura, para que el ser visto reporte beneficios inmediatos, un autor confeccionará, por ejemplo, productos fáciles, veloces, fungibles, fácilmente traducibles. En lo light no importa “el lugar, …las referencias, ni el lenguaje, ni el pasado”, gracias a él la literatura finalmente flota en la ciberatmósfera. En él, vejestorios como el lenguaje deben ser triturados porque entorpecen la efectividad, la eficacia y la uniformidad de esas latas de sopa Campbell con que un día todos soñamos los libros y las novelas se convirtieran. En lo light el lenguaje se fue a la mismísima mierda.
El problema con lo light es que además de lánguido es aproblemático. El problema con la invisibilidad y lo invisible es que no son conceptos, son pretextos. En la invisibilidad la farsa reside en que no se puede hablar de las cosas concretas porque todo permanece en la queja y ante una queja solo cabe la conmiseración, el error de lo invisible es que nos aparta de lo tangible (la falta de editoriales, la carencia de canales de difusión, la escasa y débil crítica, la falta, ¡Dios!, de una página literaria, no se diga una revista o un suplemento) y nos condena a un limbo en que una palabra que podría ser metálica, antes de ser dicha se evapora y se hace etérea, tan abstracta como la meditación más impersonal. Por ello Varas no habla con claridad y omite los nombres propios, por eso cuando se habla de la invisibilidad uno sospecha que en realidad puede tratarse de una retahíla de disculpas movidas por la falta de ímpetu o la pura y simple pereza. Tal vez esto también guarde relación con que a partir de un par de ideas correctas (“Ecuador es el campo de la narrativa que intenta, que intenta y prefiere quedarse en el intento. La narrativa es la metonimia de lo que pasa en el terreno nacional… así ha sido siempre”, “Es la necesidad de callarnos? ¿Es la vergüenza de exponernos?”), Varas extraiga conclusiones tan ciegas.
Si seguimos su artículo, sobre el escritorio de Varas es igual de fácil hallar una novela de Bret Easton Ellis o una de Houllebecq, algo tan antiguo como En la ciudad he perdido una novela y algo de veras psicodélico como Tribu sí o encantadito al máximo como una novela de Demetrio Aguilera Malta. Esto, aparentemente demostraría su osadía en la variedad, su desdén por las gradaciones y su universalismo, histórico y geográfico. Es una pista que no hay que desdeñar. En primer lugar es preciso advertir la peculiaridad: Varas escoge una novela ecuatoriana avant-garde, anticuada ahora, uno de esos platos que nos permiten parecer distintos sin abandonar los beneficios del gremio, esto es, los fastos del conglomerado de los críticos de moda; prosigue con un libro de identidad juvenil, cosa nueva en su tiempo con todas las pretensiones de permanecer como algo siempre nuevo aupado por su argumento; y cierra con la mención de un novelista, guayaquileño, curiosamente como lo es el mismo argumentador, algo que de por sí no debería ser objeto de sospecha alguna si se hubiesen citado otros nombres y otros libros ecuatorianos en el diseño de la estampa. En segundo lugar: no tiene nada de malo atender a lo contemporáneo, a lo inmediato e incluso a lo efímero. De la misma manera que todas las generaciones han gozado y padecido su Malraux, su Henry Miller, su Kerouac y, hoy en día, su Roberto Bolaño, de la misma forma es preciso separar la moda de aquello que no lo es. Esto en referencia a los Houellebecq, Ellis y Foster Wallace que en el mundo han sido. José Donoso decía que una de las experiencias más emocionantes que puede proporcionar una obra de arte es que encarne lo contemporáneo, no que lo formule. Y es que nada puede ser más erróneo y sin embargo más útil para un escritor que someterse a las formulaciones de la moda. Con la moda podemos tomar el pulso al tiempo actual y apuntar todas sus desventuras a la vez que descubrimos sus encrucijadas. La moda nos permite seguir el ritmo de su lenguaje, estimar el instante de salud o enfermedad por el que atraviesa, y asomar la cabeza a sus temas. Sin embargo, nada de eso, al menos nada en un segundo momento de la creación, nos permite escribir una literatura de riesgo, una literatura de batalla y tensión. La moda es un paso que no debería convocar a la escritura, una etapa que por prevención debería orientarnos a meditar sobre los temas de una época puesto que nos ofrece un diagnóstico. Entendida de esa forma, la moda desfilaría para mí en Houellebecq, y, aunque no lo parezca, aunque no sea muy creíble, sería refractaria, ajena, a las novelas de un tipo como Ellis.
Pero en lo light los temas se confunden con las necesidades vitales de una literatura, con lo que de veras importa. Por eso Varas piensa que hablar de nuevos temas (del pop indie a una escena de porno gonzo) es tan importante como escribir una novela, que desalojar los viejos argumentos y dar la bienvenida a los nuevos constituye la esencia de todo el artificio literario. Pero al volver sobre lo mismo, temas y argumentos, trastrabilla y muda, viaja de lo muy fashion a los que imagina son temas antiguos y preocupaciones eternas, los que “no varían, que nos definen y rodean, que siguen siendo reveladores de quienes somos como raza”. Supone que los temas no cambian pero no atina a razonar el porqué. Es que se encuentra ahogado en lo efímero y no sabría cómo salir a flote. Quisiera, por mi parte, arrojarle un neumático aunque él no desee enterarse que es el cómo y no el qué…, bah: no tiene caso seguir.
Quizá sobre mis malditos contemporáneos hayan confluido demasiadas coincidencias, un hiato en la narrativa ecuatoriana, la crisis de las literaturas nacionales, el advenimiento de una literatura globalizada, la tecnología inmiscuida en el terreno del arte y, también, no hay que olvidarlo, la proliferación de una ordinariez universal. Varas tiene razón cuando dice que en el Ecuador no ha habido un nombre a la altura de los maestros del boom de las letras latinoamericanas, no se equivoca en ello. En lo que se equivoca de pe a pa es en alimentar la esperanza de que ese maestro será engendrado entre sus hijos, sus nietos y tataranietos, una vez que él, liberado de todo, ha extendido sus brazos en torno de cada discurso desprovisto de peso específico, y a que, sin enfado, nos lo esté diciendo ahora. Se equivoca si cree que informarnos que el grupo que él ha unido con la destreza de Chris Angel está compuesto por muchos, que ellos escriben porque les da la gana, que lo hacen horrorosamente bien y que por ello éste será el germen del maestro de las letras que todos echamos de menos, garantizará que ello ocurra. Se equivoca ampliamente porque no es lo mismo aquello que escribe Jorge Izquierdo, que lo que escribe Juan Fernando Andrade, que lo que hace Esteban Mayorga y porque lo que éstos hacen —a mi modo de ver un sonoro bluff y un completo fracaso hasta hoy— es muy distinto de lo que escriben Yanko Molina, Luis Borja, María Fernanda Pasaguay o Juan Pablo Castro, escritores, todos ellos, con peculiares y distintas preocupaciones estéticas. Esto puede invocar a que su tosca generalización se desplome al ser contrastada con la lectura, la realidad de las obras, a que su listado de lo que sería una generación-que es una voz-que es una comunidad estética tal vez no exista.
Yo preferiría que no fuesen muchos los que formen parte de esa nómina, no una generación, como desea Eduardo Varas. No veo el por qué. Quisiera que fuesen voces distintas, únicas, singulares, elegantes, que ofrezcan resistencia individual y artística. Y que ellos, por su parte, amistosa o belicosamente remonten el presente a hombros de gigantes, como se decía en el pasado, aunque esos gigantes, los escritores viejos de los viejos tiempos, no sean muy gigantes que digamos. Quizá de ese modo, con la audacia que confiere la honestidad de mirar a nuestros padres, tíos y abuelos, aunque los odiemos y queramos verlos bajo tierra, se pueda constatar el encumbramiento de un verdadero gran narrador ecuatoriano, de un titán.
Alguien a quien inventar, como se ha dicho en México, aquí, ahora. —
Thursday, June 16, 2011
Friday, February 04, 2011
Thursday, January 27, 2011
Un escritor
Wednesday, January 12, 2011
Carta del indiferente
Situado en la encrucijada que me obligase a mitigar la curiosidad ajena ante mis convicciones políticas, seguramente me encontraría en un apuro no menor, y, ante ella, me inquieta una respuesta que comprometiese el fuero interno y no solamente mi vanidad. Si éste fuera el caso, si debiese descubrir mis razones y alguno de mis padecimientos, imagino que mi deber sería pensar también en lo que interesa a la gente de mi profesión, es decir, tratar de hablar como parte de un grupo y no como un solitario, a pesar de que, en este caso, los pares estén esencialmente solos.
Lo primero que debería decir es que, escritor que pretendo ser, no me queda otra alternativa que votar por las libertades formales y tomar asiento, apoltronarme si se prefiere, ante una mesa servida de libertad de pensamiento y expresión. En una conferencia de 1963 Raymond Aron se preguntaba qué justificaría el negar a los pintores su derecho al formalismo o a los músicos el suyo a la dodecafonía, y su respuesta no hacía más que confirmar que la tendencia al totalitarismo en las sociedades colectivistas, ese vendaval que nos asecha con demasiada frecuencia, habitualmente procura intercambiar las libertades formales con los espejos rotos del igualitarismo. Liberalismo contra democracia, libertad contra igualdad, individuo contra sociedad: escindidos estos dos principios, de ciegos sería no adherir aquí, entre nosotros y ante nuestros interlocutores, al liberalismo a la europea, herencia que permite echar a andar los espectros de la fantasía y zafar la brida a los caballos de la imaginación. Hacer lo contrario, negar los beneficios del pensamiento en la sociedad liberal, despediría sabor a palabra traicionada y a complicidad con el silencio dictaminado por los poderosos; dar la espalda al sueño de la imaginación amparado por el concepto liberal constituiría una inconsecuencia y aun un riesgo, hacerlo atentaría contra lo indeterminado e irracional abrigado en el corazón del parásito social, contra la propiedad de la palabra.
Nunca habríamos dudado sobre certezas así de evidentes de no mediar el consejo de una conciencia cautiva del romanticismo del siglo XIX. Con mesianismo similar al cristiano, esta voz cifró una confianza extrema en la fortaleza y el destino del ser humano a tal punto de enfilar las piedras de una nueva mitología judaica, mitad liberadora, mitad totalitaria, a la cual adhirieron buena parte de las conciencias que de antiguo ansiaban el abrazo entre justicia y libertad. Estoy hablando, por supuesto, de Marx. Lo que de romántico arraigó en su programa no creo residiera en aquello que el Althusser más dogmático rechaza en la lectura tradicional de Marx, la existencia de un socialismo humanista e ingenuo que cede paso al avasallador socialismo científico, sino en la creencia de que los individuos podrían abandonar su secular mezquindad y su proterva voluntad de control y exterminio. Estos horrores convertidos en Estado anidaban ya en el Marx filósofo, como en pirotécnica y algo payasa interpretación denunciaron los ahora antiguos nuevos filósofos franceses. El “dominio del Todo” como premisa de la filosofía detrás del marxismo —y en esto habría que remontarse a Hegel y Fichte, para no exagerar la arrogancia historicista, como hiciera Popper, y retroceder hasta Platón— habría de solapar las condiciones para convertir el sueño de la razón en el infierno del despotismo y el terror.
Fui yo una de las conciencias narcotizadas por la mayor de las mitologías contemporáneas. Era chico, demasiado ignorante y demasiado educado en la épica de los pobres contra los ricos en la factoría de sueños de Hollywood, y en los estudios Churubusco-Azteca de la Ciudad de México. Había leído el Manifiesto, había visto al Godard más irresponsable, el maoísta Godard, había leído con prolija atención al más desprolijo de los rojos, el benefactor Engels, y suponía haber acumulado todas las fuerzas para interpretar el nuevo Espartaco. Mi cabeza era, como ocurría aún con la gente de esos años, un batiburrillo aderezado con las consignas de los viejos demagógicos del 68, de un Lenin avant la lettre, y, para no desentonar con las zarzas y las montañas, con una dosis en tabletas de Revolucionario Guevara. Era, en definitiva, un prospecto de oveja autoritaria lista para cerrar filas en torno al Estado colectivista y antidemocrático.
* * *
En lo que he contado hasta aquí solo cabe agregar un detalle: la gente envejece pronto y solo es lo que es.
Hasta aquí lo que cabe constatar es lo vulgar de la confesión, el resto puede ser inferido: ¡no estoy yo para alegrarles el día! Hasta aquí solo cabe recordar lo que Nietzsche escribió: Allí donde el Estado acaba comienza el hombre que no es superfluo: allí comienza la canción del necesario, la melodía única e insustituible.
Digo esto por si suponían que mi testimonio guardaba intención edificante o doctrinaria, por si pensaban que mi afán era ilustrativo o pedagógico.
Aquí comienza la canción del necesario: no puedo yo predicar ni edificar algo porque mi navío rebelde zarpó mucho antes de volverme un parásito sin conciencia, alguien a quien no interesa el destino de los otros, alguien a quien repugna su desesperación; nada puedo ilustrar yo porque he abierto los ojos a la realidad, a la exigencia de la piedad.
No puedo ser ejemplo de nada porque un día observé al hombre y supe quién era. Lo supe cuando encontré a la palabra y ella me exigió que pusiera la mesa del hombre siempre inferior a ella, siempre atravesado por ella.
Quizá también pude saber de la violencia cuando la percibí regada en mi interior, y supe de la mediocridad, la cobardía y la sevicia cuando descubrí cuán endeble y pequeño yo mismo podía llegar a ser. Y me enteré que el único hombre libre es el testigo, el que contempla, el que se resigna, el que ha dimitido. Me doblegué ante la prueba del rebelde que se venga y del que, inmóvil en una orilla o en la esquina, aguarda el desfile del cadáver del monarca para encaramarse en el carruaje de los nuevos. Abdiqué ante el humillado que humillará, ante el ofendido que ofenderá, ante el violado que violentará, me abandoné cobardemente ante la traición del hombre. Solo entonces miré en torno y la boca no alcanzaba a dibujar en mí ningún gesto.
Me acogí, entonces, a la libertad de la palabra, a la desmañada gracia liberal del respeto y lo diverso. A fin de cuentas, en ella el músico puede optar por la dodecafonía y el pintor puede hacerse formalista. Me acogí a ese derecho por utilidad y conveniencia, por complicidad expresa con mi parasitismo social y por consecuencia con mi pesimismo burgués. De otro modo no podría decir lo que me place y en ocasiones, demasiadas, desear la muerte del prójimo, su irremisible extinción, o soñar con impublicables perversiones. Me serví del dolor de una Ajmátova, de la tenacidad de un Arenas o del valor de un Soljenitzhin para hundirme en mi porquería que es la porquería común a todos nosotros. Por cobardía y comodidad ahora puedo decir lo que quiero en la única sociedad en la que es posible decir y querer.
Pero, ¡alto! No soy tan ingenuo como puede creerse: se sabe, no es difícil, que la sociedad liberal es también una pocilga. Que a cambio de concedernos la palabra nos condena al espectáculo, la simulación y la representación, que nos permite pensar —aunque, en un alba paranoica, la Escuela de Frankfurt quisiera persuadirnos también de que en el mundo contemporáneo el pensamiento es cautivo, ay, también él—, pero su precio es demasiado alto: cambiar papelitos por armas nunca podrá compararse a “lograr por la fuerza el derecho propio”, en el momento preciso, Nietzsche nos lo dice; canjear votos por voluntades y a ello denominar acuerdo no puede ser otra cosa que la consagración estadística de una boba puerilidad. Esto, creo, lo ha escrito también el viejo Borges. A ese acto baboso y vil se le llama consagración del soberano, a esa ciega pasión por las masas intenta dignificársele con el nombre de democracia y la propaganda exige que a través de ella debamos entendernos y arreglar nuestros desacuerdos. A todo el episodio yo denominaría El ordeño de una vaca ciega. El ordeño. De-la-vaca-ciega.
Lo sabemos, lo hemos padecido: las instituciones, cualesquiera ellas sean, aplanan, alienan, remachan el grillete y nos dan una patada. Lo que nos dan nos lo arrebatan al instante, lo que nos permiten se lo cobran con creces: son liberales hasta ser atrapadas, luego dejan de serlo y se convierten en piedras para la libertad. Esto, creo, lo ha escrito el odioso Nietzsche. Consecuente, inevitablemente, el hombre que no es superfluo debe brincar el cerco y atacar la libertad aparente de esas instituciones. Ellas, por su parte, siempre estarán dispuestas a tajar las bolas del que no es superfluo.
Antes, cuando era un niño, suponía que la voluntad de poder, tradición y autoridad, era lo que animaba mi repudio por la democracia. Pero, ustedes saben, los niños no son más que un par de huevos estrellados. Hablo ahora para los adultos: no creo en la democracia, en sus razones ni en sus métodos, porque no confío en el hombre. El hombre es el ser que mata, roba y traiciona, es el rebelde de hoy y el carcelero del mañana, es el joven 1968, la almorrana Louis Vuitton del nuevo milenio, es el demócrata común y corriente de este lunes, no más que el jugador taimado, la celestina del poder del martes. Frente a ello, solo me queda decir: jugad, jugad a la inmundicia demócratas, rebeldes, revolucionarios. Jugad.
A mí, escritor que pretendo ser, a fin de cuentas lo que me lleva a traicionar el semblante democrático de la sociedad liberal y a repudiar la buena intención del colectivismo de Marx es que son dos formas de la ideología. Nunca el marxismo debió transitar de filosofía de la historia a filosofía política, nunca el liberalismo debió transar con la justicia y traicionar su propia naturaleza… bah, el mundo jamás será justo. No temeré decir en este punto, y con ello supongo hablar como parte de un grupo —lo sé: únicamente los individuos hablan, solos ahora más que nunca—, del egoísta club de parásitos que no temen a la realidad y la observan con el mohín del desdén: toda ideología es colectivista y todo colectivismo totalitario, toda ideología es una convicción y creer es ya un síntoma de la ceguera. A la mierda cualquier teoría que intente remplazar a las palabras. A la mierda cualquier teoría que nos destruya en nombre de la abstracción. A la mierda las convicciones: no son más que la represión de la violencia y el instinto de muerte.
El parásito lo sabe: el lenguaje es violento y solo su indeterminación puede ser política. Solo el lenguaje y el arte desgarran la corteza y destruyen la falsa conciencia. Y para ello, con ello, en la adultez del parásito solo cabe la indiferencia, el desdén. Qué más. —
Lo primero que debería decir es que, escritor que pretendo ser, no me queda otra alternativa que votar por las libertades formales y tomar asiento, apoltronarme si se prefiere, ante una mesa servida de libertad de pensamiento y expresión. En una conferencia de 1963 Raymond Aron se preguntaba qué justificaría el negar a los pintores su derecho al formalismo o a los músicos el suyo a la dodecafonía, y su respuesta no hacía más que confirmar que la tendencia al totalitarismo en las sociedades colectivistas, ese vendaval que nos asecha con demasiada frecuencia, habitualmente procura intercambiar las libertades formales con los espejos rotos del igualitarismo. Liberalismo contra democracia, libertad contra igualdad, individuo contra sociedad: escindidos estos dos principios, de ciegos sería no adherir aquí, entre nosotros y ante nuestros interlocutores, al liberalismo a la europea, herencia que permite echar a andar los espectros de la fantasía y zafar la brida a los caballos de la imaginación. Hacer lo contrario, negar los beneficios del pensamiento en la sociedad liberal, despediría sabor a palabra traicionada y a complicidad con el silencio dictaminado por los poderosos; dar la espalda al sueño de la imaginación amparado por el concepto liberal constituiría una inconsecuencia y aun un riesgo, hacerlo atentaría contra lo indeterminado e irracional abrigado en el corazón del parásito social, contra la propiedad de la palabra.
Nunca habríamos dudado sobre certezas así de evidentes de no mediar el consejo de una conciencia cautiva del romanticismo del siglo XIX. Con mesianismo similar al cristiano, esta voz cifró una confianza extrema en la fortaleza y el destino del ser humano a tal punto de enfilar las piedras de una nueva mitología judaica, mitad liberadora, mitad totalitaria, a la cual adhirieron buena parte de las conciencias que de antiguo ansiaban el abrazo entre justicia y libertad. Estoy hablando, por supuesto, de Marx. Lo que de romántico arraigó en su programa no creo residiera en aquello que el Althusser más dogmático rechaza en la lectura tradicional de Marx, la existencia de un socialismo humanista e ingenuo que cede paso al avasallador socialismo científico, sino en la creencia de que los individuos podrían abandonar su secular mezquindad y su proterva voluntad de control y exterminio. Estos horrores convertidos en Estado anidaban ya en el Marx filósofo, como en pirotécnica y algo payasa interpretación denunciaron los ahora antiguos nuevos filósofos franceses. El “dominio del Todo” como premisa de la filosofía detrás del marxismo —y en esto habría que remontarse a Hegel y Fichte, para no exagerar la arrogancia historicista, como hiciera Popper, y retroceder hasta Platón— habría de solapar las condiciones para convertir el sueño de la razón en el infierno del despotismo y el terror.
Fui yo una de las conciencias narcotizadas por la mayor de las mitologías contemporáneas. Era chico, demasiado ignorante y demasiado educado en la épica de los pobres contra los ricos en la factoría de sueños de Hollywood, y en los estudios Churubusco-Azteca de la Ciudad de México. Había leído el Manifiesto, había visto al Godard más irresponsable, el maoísta Godard, había leído con prolija atención al más desprolijo de los rojos, el benefactor Engels, y suponía haber acumulado todas las fuerzas para interpretar el nuevo Espartaco. Mi cabeza era, como ocurría aún con la gente de esos años, un batiburrillo aderezado con las consignas de los viejos demagógicos del 68, de un Lenin avant la lettre, y, para no desentonar con las zarzas y las montañas, con una dosis en tabletas de Revolucionario Guevara. Era, en definitiva, un prospecto de oveja autoritaria lista para cerrar filas en torno al Estado colectivista y antidemocrático.
* * *
En lo que he contado hasta aquí solo cabe agregar un detalle: la gente envejece pronto y solo es lo que es.
Hasta aquí lo que cabe constatar es lo vulgar de la confesión, el resto puede ser inferido: ¡no estoy yo para alegrarles el día! Hasta aquí solo cabe recordar lo que Nietzsche escribió: Allí donde el Estado acaba comienza el hombre que no es superfluo: allí comienza la canción del necesario, la melodía única e insustituible.
Digo esto por si suponían que mi testimonio guardaba intención edificante o doctrinaria, por si pensaban que mi afán era ilustrativo o pedagógico.
Aquí comienza la canción del necesario: no puedo yo predicar ni edificar algo porque mi navío rebelde zarpó mucho antes de volverme un parásito sin conciencia, alguien a quien no interesa el destino de los otros, alguien a quien repugna su desesperación; nada puedo ilustrar yo porque he abierto los ojos a la realidad, a la exigencia de la piedad.
No puedo ser ejemplo de nada porque un día observé al hombre y supe quién era. Lo supe cuando encontré a la palabra y ella me exigió que pusiera la mesa del hombre siempre inferior a ella, siempre atravesado por ella.
Quizá también pude saber de la violencia cuando la percibí regada en mi interior, y supe de la mediocridad, la cobardía y la sevicia cuando descubrí cuán endeble y pequeño yo mismo podía llegar a ser. Y me enteré que el único hombre libre es el testigo, el que contempla, el que se resigna, el que ha dimitido. Me doblegué ante la prueba del rebelde que se venga y del que, inmóvil en una orilla o en la esquina, aguarda el desfile del cadáver del monarca para encaramarse en el carruaje de los nuevos. Abdiqué ante el humillado que humillará, ante el ofendido que ofenderá, ante el violado que violentará, me abandoné cobardemente ante la traición del hombre. Solo entonces miré en torno y la boca no alcanzaba a dibujar en mí ningún gesto.
Me acogí, entonces, a la libertad de la palabra, a la desmañada gracia liberal del respeto y lo diverso. A fin de cuentas, en ella el músico puede optar por la dodecafonía y el pintor puede hacerse formalista. Me acogí a ese derecho por utilidad y conveniencia, por complicidad expresa con mi parasitismo social y por consecuencia con mi pesimismo burgués. De otro modo no podría decir lo que me place y en ocasiones, demasiadas, desear la muerte del prójimo, su irremisible extinción, o soñar con impublicables perversiones. Me serví del dolor de una Ajmátova, de la tenacidad de un Arenas o del valor de un Soljenitzhin para hundirme en mi porquería que es la porquería común a todos nosotros. Por cobardía y comodidad ahora puedo decir lo que quiero en la única sociedad en la que es posible decir y querer.
Pero, ¡alto! No soy tan ingenuo como puede creerse: se sabe, no es difícil, que la sociedad liberal es también una pocilga. Que a cambio de concedernos la palabra nos condena al espectáculo, la simulación y la representación, que nos permite pensar —aunque, en un alba paranoica, la Escuela de Frankfurt quisiera persuadirnos también de que en el mundo contemporáneo el pensamiento es cautivo, ay, también él—, pero su precio es demasiado alto: cambiar papelitos por armas nunca podrá compararse a “lograr por la fuerza el derecho propio”, en el momento preciso, Nietzsche nos lo dice; canjear votos por voluntades y a ello denominar acuerdo no puede ser otra cosa que la consagración estadística de una boba puerilidad. Esto, creo, lo ha escrito también el viejo Borges. A ese acto baboso y vil se le llama consagración del soberano, a esa ciega pasión por las masas intenta dignificársele con el nombre de democracia y la propaganda exige que a través de ella debamos entendernos y arreglar nuestros desacuerdos. A todo el episodio yo denominaría El ordeño de una vaca ciega. El ordeño. De-la-vaca-ciega.
Lo sabemos, lo hemos padecido: las instituciones, cualesquiera ellas sean, aplanan, alienan, remachan el grillete y nos dan una patada. Lo que nos dan nos lo arrebatan al instante, lo que nos permiten se lo cobran con creces: son liberales hasta ser atrapadas, luego dejan de serlo y se convierten en piedras para la libertad. Esto, creo, lo ha escrito el odioso Nietzsche. Consecuente, inevitablemente, el hombre que no es superfluo debe brincar el cerco y atacar la libertad aparente de esas instituciones. Ellas, por su parte, siempre estarán dispuestas a tajar las bolas del que no es superfluo.
Antes, cuando era un niño, suponía que la voluntad de poder, tradición y autoridad, era lo que animaba mi repudio por la democracia. Pero, ustedes saben, los niños no son más que un par de huevos estrellados. Hablo ahora para los adultos: no creo en la democracia, en sus razones ni en sus métodos, porque no confío en el hombre. El hombre es el ser que mata, roba y traiciona, es el rebelde de hoy y el carcelero del mañana, es el joven 1968, la almorrana Louis Vuitton del nuevo milenio, es el demócrata común y corriente de este lunes, no más que el jugador taimado, la celestina del poder del martes. Frente a ello, solo me queda decir: jugad, jugad a la inmundicia demócratas, rebeldes, revolucionarios. Jugad.
A mí, escritor que pretendo ser, a fin de cuentas lo que me lleva a traicionar el semblante democrático de la sociedad liberal y a repudiar la buena intención del colectivismo de Marx es que son dos formas de la ideología. Nunca el marxismo debió transitar de filosofía de la historia a filosofía política, nunca el liberalismo debió transar con la justicia y traicionar su propia naturaleza… bah, el mundo jamás será justo. No temeré decir en este punto, y con ello supongo hablar como parte de un grupo —lo sé: únicamente los individuos hablan, solos ahora más que nunca—, del egoísta club de parásitos que no temen a la realidad y la observan con el mohín del desdén: toda ideología es colectivista y todo colectivismo totalitario, toda ideología es una convicción y creer es ya un síntoma de la ceguera. A la mierda cualquier teoría que intente remplazar a las palabras. A la mierda cualquier teoría que nos destruya en nombre de la abstracción. A la mierda las convicciones: no son más que la represión de la violencia y el instinto de muerte.
El parásito lo sabe: el lenguaje es violento y solo su indeterminación puede ser política. Solo el lenguaje y el arte desgarran la corteza y destruyen la falsa conciencia. Y para ello, con ello, en la adultez del parásito solo cabe la indiferencia, el desdén. Qué más. —
Thursday, October 07, 2010
Thursday, July 29, 2010
Papaíto Hemingway

Acerca de cuándo Hemingway se convirtió en el Viejo Hemingway es algo que los lectores no podemos determinar con certeza. A partir de cuándo un escritor se hace viejo, es algo que no forma parte del tiempo sino de la manipulación del tiempo, es decir, del arte de hacer literatura. Arte de crear tiempo podría exceder una definición, aunque no seríamos irresponsables ni ciegos si usáramos esa noción a nuestro libre albedrío.
Podría pensarse en Hemingway, tontamente, como un viejo grande de la vieja literatura. Podría pensarse que su fanfarronería y su “elegancia en el sufrimiento” forman parte del repertorio algo anticuado del arte de la hazaña, las grandes industrias, las enormes derrotas. Podríamos, paladinamente, retener la imagen del titán que, igual que abatió leones en las verdes colinas de África, vio caer más de un millar de reses en las plazas de España. Quizá también podríamos confundir su imagen con la de uno de sus personajes —sin haberlo leído incluso—, el del Viejo y el mar, esa obra maestra, y el híbrido correspondiente nos otorgaría la paz de aquello que consuela por ser comprensible, nos regalaría la comodidad de lo culto. A la final podríamos creer en él y en sus palabras, y consentir como consintieron sus esposas en llamarlo “papá”, no vaya a ser que debiéramos denominarle Hemingstein como ciertamente le hubiese regocijado.
Sin embargo es muy probable que la respuesta la escondiera el mismo Hemingway en medio del océano en que frunce su nariz el iceberg que constituye todo buen cuento, es decir, aquel género en que el Viejo fue un consumado maestro. Se trata de la historia de dos hombres, dos camareros, distintos uno del otro por la edad y sus designios. Urgido por la prisa el uno, por el deseo de cerrar el maldito café en que trabaja y largarse a consolar a su esposa, insta el hombre a marcharse de una vez por todas al anciano que nunca acaba de irse, mientras el segundo camarero, condolido por una ocasión, concluye en un meditar sobre sí mismo y su soledad. Digno es de citar lo que ese instante atraviesa la mente de este camarero, “el de más edad”: “todo era nada y pues nada y nada y pues nada. Nada nuestra que estás en la nada, nada sea tu nombre, nada a nosotros tu reino y hágase tu nada así en la nada como en la nada”. Ésta, se revela, es la razón de su miedo, ésta la corteza férrea y definitiva que no alcanza al joven y lo mantiene a distancia del tiempo. Comprendido todo ello, el saldo de cualquier existencia puede ser tasado: la necesidad de poner a prueba que se puede decir una última palabra heroica en un mundo no heroico; la misericordia para aceptar que, dada la gran estatura de su vida, Papá Hemingway no hizo otra cosa que llenar sus vacíos con imaginación, entendiendo por ello muchas cosas, entre las que destacan la paranoia y la mentira; la cordura para aceptar que el escritor tuvo que allanarse a su propio mito, y aunque no recibió la muerte en la serenidad de la desesperación, sí lo hizo en las aguas de la locura, en medio del terrible estruendo del cañón de la escopeta. A partir de la proximidad de la nada, saber qué significa hacerse viejo es posible.
Como la bestia grande, fuerte y con libre albedrío que es, Hemingway aceptaba que el toro de lidia pudiera ser escogido como víctima para el sacrificio. Crear el tiempo, luchar con la nada, luchar contra la nada, es la misión del arte de la literatura. Si se prefiere, acaso sea ésta la última faena, la corrida definitiva en la arena de todas las nadas.
Tuesday, April 27, 2010
Una reunión
La aburguesada vida de la clase media es insufrible. Tomemos, como ejemplo, una reunión: sentados a la mesa, las copas rebosantes, los pequeñoburgueses conversan sobre cualquier tema. Se muestran, se venden, ríen, hacer reír. Aprovechan la ocasión para divertirse y desaparecer la responsabilidad entre la multitud. La vida pequeñoburguesa se reduce a esto: develar la inseguridad del hombre contemporáneo, ese estropajo. Nada hay por descubrir en una velada de más de cinco individuos, peor si ellos son jóvenes. Ni una muestra de verdad, ni una de sinceridad, solo artimañas de la conjetura y el deseo. Una farsa de interiores.
Friday, January 29, 2010
No los desnudos
Entre los representados fuera de casa, en la calle o en las residencias ajenas, vestir acaso sea el más elocuente, revelador y distintivo papel del ser humano, más que el juego del sexo o las ideologías, acaso más, mucho más que el desfile de las palabras. Ataviarse, ornarse, tal como ha escrito Alison Laurie en el clásico El lenguaje de la moda, es la forma de comunicación no verbal más extendida en la realidad, y, creo yo, no esconde más secreto que aceptarla o negarla, ser calificada ésta, la realidad, por el sujeto hablante o, si resulta más grato al oído del lector, por el individuo vistiente.
Miradas las cosas de este modo uno puede detenerse en la mujer que porta un vestido color oliva en tafetán papel de seda ceñido por una faja negra en forma de globo, admirar su abrigo púrpura, sus guantes, su cofia y sus zapatos negros de terciopelo, tal como nos la entregaba una fotografía de octubre de 1951 en algo de veras formidable firmado por Balenciaga para Vogue. Pero no han de importarnos las razones aristocráticas de Balenciaga ni de ningún otro al momento de detenernos en la ropa: nos dará igual si transitamos a velocidad del sonido de la alta costura a la moda callejera y aun hasta la ausencia y desprecio por la moda, pasando indispensablemente por el pret-à-porter más o menos costoso; siempre estaremos hablando de lo mismo, de la necesidad del ser humano por ataviarse y ornarse con Dios sabe qué trapería. Podríamos convenir que el ejercicio de la moda es tan antiguo como la vanidad, y eso es lo que ha de importarnos en este lance.
Sin embargo, no me preocupa recomendar aquello que pueda honrar sus vanidades cuanto recordar —y refutar si fuera este el caso— a quienes dicen no tener interés alguno por las ropas. Es opinión que he oído con frecuencia en boca de personas de distinta ralea, y no puedo decir más que su actitud me deja sabor a ceguera. No puedo hacer nada, ciertamente, por quienes no conceden mayor estirpe a la seda que al paño, pero saber que hay quienes opinan que meditar acerca de lo superfluo es en sí mismo superfluo, me recuerda una frase de Balzac, “el hombre que en la moda solo ve la moda es un idiota”, lo que me ahorra cualquier otra explicación.
Los que se oponen a vestir bien, esto es, quienes reniegan de los parámetros que una época impone para lo elegante y lo correcto, los que cuestionan esos parámetros y le dan la espalda a la elegancia, como si lo frívolo del vestir y sus leyes fuesen actos nefastos en sí mismos, son asaz diferentes entre sí como pueden serlo un ateo, un agnóstico y un hereje. El hombre que se niega a vestir bien —como sucede con el ateo que objeta la creencia en un ser trascendente y vive en torno a esa fe, la no creencia— sella con dicho acto una postura ante la ropa y el sistema de códigos que ella reserva a los iniciados en sus ritos, mediante el vilipendio y el regodeo en su aparente banalidad e inutilidad. Para el malvestido la ropa es algo insulso, fútil, superficial, incluso inmoral si ha tomado posesión de la persona que la profesa. Vive, el malvestido, en atención a otros valores que él considera moralmente más altos y socialmente más aceptables, menos vistosos y quizá más ascéticos que los de aquel que es elegante y refinado. Profesa el valor de lo intenso y profundo, y desprecia el celofán como se detesta lo vano y mentiroso, como se desprecia lo vacuo y reciente, lo absurdamente nuevo. Pero tal vez no ha mirado el malvestido más allá de lo que sus equívocos de casimir le permiten ver, no aprecia que quien viste en rigor de elegancia quizá nos esté diciendo que al ataviarse de esa forma atiende a una tradición que ha inscrito paso a paso sus reglas, usos, leyes y costumbres, a un lenguaje que ha acuñado un puñado de detalles, modos y peculiaridades distintivos y únicos. Podría objetarse que esta decisión, la postura de los cautivos del amor propio, no siempre es tomada de modo racional y meditado. Sin embargo, hay que decir que es el mundo el que viste por uno, a través de uno, y no el individuo quien decide arroparse de ésta u otra manera: el estado anímico de la realidad habla mediante las ropas de los individuos de una generación, expresa la forma de entender la relación entre la mente y el cuerpo y la manera de pensar la belleza en un momento determinado del movimiento del mundo. Vestir es, en consecuencia, una elección no consentida, una galería en la cual podemos escoger aquello que hemos heredado de la tradición, siempre y cuando seamos fieles a sus principios y a sus palabras. El ateo del vestir niega la tradición de ese lenguaje y no estaría mal que la negase si no fuera porque en la mayoría de los casos la desconoce completa y la repugna desde la ignorancia.
Si el ateo del vestir defiende lo auténtico del espíritu desnudo —el hombre sin taparrabos de ninguna especie—, un agnóstico podría no negar las tradiciones sino admitir el no poder conocerlas ni decidir sobre ellas. El agnóstico puede encogerse de hombros ante la pasarela en hastiado escepticismo y exclamar, “Bah, ¡otra moda que fenece!”, como un soldado nietzscheano podría decir: “Ah, otro dios que muere”. Podría, este escéptico, declararse ajeno al fuego cruzado entre ateos y creyentes del vestir, e incluso proclamar su neutralidad. El corazón del escéptico suele ser dominado por la falta de agallas aunque quizá también pueda contarse entre sus arraigos la abstracción del mundo, la enajenación de la realidad, la verdadera indiferencia por lo mundano. Ya podrán enumerar en sus cabezas los especímenes de agnósticos, conscientes e inconscientes, con quienes se han topado o ése que habita en su interior. Habría que decirle al escéptico, al profesor distraído o al noble cínico, que además de honrar una tradición, cual es oficio de quien viste bien, vestir es un acto imitativo movido por la curiosidad, por el interés, por el deseo de decirnos como voces individuales a través de un sombrero, una bufanda, un fular o una corbata. Vestir es una aventura de descubrir, de afirmar con lo aceptado, con la prenda o el uso elegido, y negar con lo pospuesto, con lo despreciado, con lo ridiculizado. Vestir es una imitación que muere y renace cada cierto tiempo, pero que en una extensa onda de apreciación, acumula un saber, una cultura, la distinción de estilo de una época. Vestir es coleccionar el mundo que habitamos, sus claves elocuentes y aquellas más discretas —unas solapas angostas hoy por hoy, unos zapatos bicolores de ayer a hoy—, y ajustarlos a nuestra entonación, a nuestra biología, a nuestro pasado y humor transmutado, si es preciso repetir los tonos con que Barthes refería el estilo literario. De la misma forma que vestir es calificar la realidad contemporánea, aceptándola o negándola, vestir es resumir la historia y la crisis de una época, la violencia de una era, es la síntesis desplegada sobre el cuerpo de un individuo. Vestir es despedir un aroma y liberar un humor, algo sublime y vil a la vez. ¿Podría el indiferente, el escéptico, el distraído, lanzarse a interpretar el mundo, su cultura, una época, atreverse a criticar su realidad, ser alto y bajo al mismo tiempo en ejercicio de la escasa libertad que ostenta el hombre moderno? ¿Será capaz de comprender el agnóstico del vestir que en una apariencia puede resumirse una esencia, como lo dijo el filósofo Theodor Adorno, será capaz de concentrarse y habitar su cuerpo por una vez, una sola?
Naturalmente vestir es un acto superficial: empieza, acontece y muere en la superficie. Es el desprendimiento de la persona que vacilamos en liberar y asume por lo general color de pátina. Vestir es el monólogo de ese ser resguardado. El grato, cortante y excéntrico Salvador Elizondo decía que nadie se disfraza de algo peor que de sí mismo; en consecuencia, si acudimos a una fiesta disfrazados de cerdo no somos ya peores que el cerdo. Puedo inferir por tanto que la diferencia entre el disfraz y la ropa —que, hay que advertirlo, es una variación del disfraz— reside en lo que el hombre significa: el individuo se disfraza de lo que aún no es, viste lo que quisiera ser. Esta brecha entre lo que se es y lo que se desea fastidia a los moralistas, es un anhelo que los revuelve: para el moralista no cabe la ropa ni el disfraz pues habríamos de parecer lo que única y propiamente somos.
Pero entonces, ¿dónde se encuentra al hereje? El que interpreta a su antojo la fe y aun la funda, fanáticamente, al extremo, quien pisa la hoguera por llevar hasta los límites su versión de una creencia, ése es el hereje. Sabe entonces, el hereje, que el cuerpo es la gran incomodidad y la realidad siempre es mayor que el individuo. Por lo primero, cuando elige algo que llevar, elige también una tensión entre ofrecer y guardar, entre esconder y revelar, se debate entre el atuendo y el disfraz. Por lo segundo, viste un poco más allá de lo que es e intenta salvar la franja entre él y la expectativa sobre él. De ahí que el hereje sea otro y sea él mismo cuando está vestido. De ahí que sea yo y seamos nosotros si se ha vestido.
Su meta es vestirse y tratar de desatar el código de una época con lo que debe vestir y aun con lo que no desea, esto es, de acuerdo con las prescripciones heredadas de sus padres. En esta lid, el hereje se venga de los progenitores y de su emanación: la realidad. Asume las tradiciones y asume las prohibiciones de una cadena que se extiende hasta un punto en el pasado, es libre para decidir sobre lo dado pero también es un creyente, un esclavo que lucha y debe luchar con lo que le es dado. El hereje puede mirar la fotografía de la mujer de Balenciaga, escuchar completa su interpretación, venerarla y estar listo para su destrucción. Hay que precisar que la romperá desde el fracaso y la caída, pues el varón viste su fracaso, a diferencia de la mujer, la hembra, quien interpreta la soledad con sus atuendos. Por ello el hombre finge cuando viste, actúa, y la mujer ostenta, aunque padezca.
La fotografía en trizas es la punta del iceberg de la crítica de la cultura. En uno de sus pedazos, podríamos nosotros advertir la cofia y preguntarnos, “¿qué es una cofia?”, pero la pregunta no tendría sentido en sí misma. Porque, como se ha visto, solo tiene sentido interrogarse de quién fue esa cofia, para qué sirvió, contra quién combatió, quiénes fueron sus ancestros, cuál su soledad. Preguntas que solo pueden formular los individuos vestidos, los terroristas que visten, los pensadores que han vestido, la realidad y el arte, vestidos. Nunca los desnudos.
No los desnudos. —
Miradas las cosas de este modo uno puede detenerse en la mujer que porta un vestido color oliva en tafetán papel de seda ceñido por una faja negra en forma de globo, admirar su abrigo púrpura, sus guantes, su cofia y sus zapatos negros de terciopelo, tal como nos la entregaba una fotografía de octubre de 1951 en algo de veras formidable firmado por Balenciaga para Vogue. Pero no han de importarnos las razones aristocráticas de Balenciaga ni de ningún otro al momento de detenernos en la ropa: nos dará igual si transitamos a velocidad del sonido de la alta costura a la moda callejera y aun hasta la ausencia y desprecio por la moda, pasando indispensablemente por el pret-à-porter más o menos costoso; siempre estaremos hablando de lo mismo, de la necesidad del ser humano por ataviarse y ornarse con Dios sabe qué trapería. Podríamos convenir que el ejercicio de la moda es tan antiguo como la vanidad, y eso es lo que ha de importarnos en este lance.
Sin embargo, no me preocupa recomendar aquello que pueda honrar sus vanidades cuanto recordar —y refutar si fuera este el caso— a quienes dicen no tener interés alguno por las ropas. Es opinión que he oído con frecuencia en boca de personas de distinta ralea, y no puedo decir más que su actitud me deja sabor a ceguera. No puedo hacer nada, ciertamente, por quienes no conceden mayor estirpe a la seda que al paño, pero saber que hay quienes opinan que meditar acerca de lo superfluo es en sí mismo superfluo, me recuerda una frase de Balzac, “el hombre que en la moda solo ve la moda es un idiota”, lo que me ahorra cualquier otra explicación.
Los que se oponen a vestir bien, esto es, quienes reniegan de los parámetros que una época impone para lo elegante y lo correcto, los que cuestionan esos parámetros y le dan la espalda a la elegancia, como si lo frívolo del vestir y sus leyes fuesen actos nefastos en sí mismos, son asaz diferentes entre sí como pueden serlo un ateo, un agnóstico y un hereje. El hombre que se niega a vestir bien —como sucede con el ateo que objeta la creencia en un ser trascendente y vive en torno a esa fe, la no creencia— sella con dicho acto una postura ante la ropa y el sistema de códigos que ella reserva a los iniciados en sus ritos, mediante el vilipendio y el regodeo en su aparente banalidad e inutilidad. Para el malvestido la ropa es algo insulso, fútil, superficial, incluso inmoral si ha tomado posesión de la persona que la profesa. Vive, el malvestido, en atención a otros valores que él considera moralmente más altos y socialmente más aceptables, menos vistosos y quizá más ascéticos que los de aquel que es elegante y refinado. Profesa el valor de lo intenso y profundo, y desprecia el celofán como se detesta lo vano y mentiroso, como se desprecia lo vacuo y reciente, lo absurdamente nuevo. Pero tal vez no ha mirado el malvestido más allá de lo que sus equívocos de casimir le permiten ver, no aprecia que quien viste en rigor de elegancia quizá nos esté diciendo que al ataviarse de esa forma atiende a una tradición que ha inscrito paso a paso sus reglas, usos, leyes y costumbres, a un lenguaje que ha acuñado un puñado de detalles, modos y peculiaridades distintivos y únicos. Podría objetarse que esta decisión, la postura de los cautivos del amor propio, no siempre es tomada de modo racional y meditado. Sin embargo, hay que decir que es el mundo el que viste por uno, a través de uno, y no el individuo quien decide arroparse de ésta u otra manera: el estado anímico de la realidad habla mediante las ropas de los individuos de una generación, expresa la forma de entender la relación entre la mente y el cuerpo y la manera de pensar la belleza en un momento determinado del movimiento del mundo. Vestir es, en consecuencia, una elección no consentida, una galería en la cual podemos escoger aquello que hemos heredado de la tradición, siempre y cuando seamos fieles a sus principios y a sus palabras. El ateo del vestir niega la tradición de ese lenguaje y no estaría mal que la negase si no fuera porque en la mayoría de los casos la desconoce completa y la repugna desde la ignorancia.
Si el ateo del vestir defiende lo auténtico del espíritu desnudo —el hombre sin taparrabos de ninguna especie—, un agnóstico podría no negar las tradiciones sino admitir el no poder conocerlas ni decidir sobre ellas. El agnóstico puede encogerse de hombros ante la pasarela en hastiado escepticismo y exclamar, “Bah, ¡otra moda que fenece!”, como un soldado nietzscheano podría decir: “Ah, otro dios que muere”. Podría, este escéptico, declararse ajeno al fuego cruzado entre ateos y creyentes del vestir, e incluso proclamar su neutralidad. El corazón del escéptico suele ser dominado por la falta de agallas aunque quizá también pueda contarse entre sus arraigos la abstracción del mundo, la enajenación de la realidad, la verdadera indiferencia por lo mundano. Ya podrán enumerar en sus cabezas los especímenes de agnósticos, conscientes e inconscientes, con quienes se han topado o ése que habita en su interior. Habría que decirle al escéptico, al profesor distraído o al noble cínico, que además de honrar una tradición, cual es oficio de quien viste bien, vestir es un acto imitativo movido por la curiosidad, por el interés, por el deseo de decirnos como voces individuales a través de un sombrero, una bufanda, un fular o una corbata. Vestir es una aventura de descubrir, de afirmar con lo aceptado, con la prenda o el uso elegido, y negar con lo pospuesto, con lo despreciado, con lo ridiculizado. Vestir es una imitación que muere y renace cada cierto tiempo, pero que en una extensa onda de apreciación, acumula un saber, una cultura, la distinción de estilo de una época. Vestir es coleccionar el mundo que habitamos, sus claves elocuentes y aquellas más discretas —unas solapas angostas hoy por hoy, unos zapatos bicolores de ayer a hoy—, y ajustarlos a nuestra entonación, a nuestra biología, a nuestro pasado y humor transmutado, si es preciso repetir los tonos con que Barthes refería el estilo literario. De la misma forma que vestir es calificar la realidad contemporánea, aceptándola o negándola, vestir es resumir la historia y la crisis de una época, la violencia de una era, es la síntesis desplegada sobre el cuerpo de un individuo. Vestir es despedir un aroma y liberar un humor, algo sublime y vil a la vez. ¿Podría el indiferente, el escéptico, el distraído, lanzarse a interpretar el mundo, su cultura, una época, atreverse a criticar su realidad, ser alto y bajo al mismo tiempo en ejercicio de la escasa libertad que ostenta el hombre moderno? ¿Será capaz de comprender el agnóstico del vestir que en una apariencia puede resumirse una esencia, como lo dijo el filósofo Theodor Adorno, será capaz de concentrarse y habitar su cuerpo por una vez, una sola?
Naturalmente vestir es un acto superficial: empieza, acontece y muere en la superficie. Es el desprendimiento de la persona que vacilamos en liberar y asume por lo general color de pátina. Vestir es el monólogo de ese ser resguardado. El grato, cortante y excéntrico Salvador Elizondo decía que nadie se disfraza de algo peor que de sí mismo; en consecuencia, si acudimos a una fiesta disfrazados de cerdo no somos ya peores que el cerdo. Puedo inferir por tanto que la diferencia entre el disfraz y la ropa —que, hay que advertirlo, es una variación del disfraz— reside en lo que el hombre significa: el individuo se disfraza de lo que aún no es, viste lo que quisiera ser. Esta brecha entre lo que se es y lo que se desea fastidia a los moralistas, es un anhelo que los revuelve: para el moralista no cabe la ropa ni el disfraz pues habríamos de parecer lo que única y propiamente somos.
Pero entonces, ¿dónde se encuentra al hereje? El que interpreta a su antojo la fe y aun la funda, fanáticamente, al extremo, quien pisa la hoguera por llevar hasta los límites su versión de una creencia, ése es el hereje. Sabe entonces, el hereje, que el cuerpo es la gran incomodidad y la realidad siempre es mayor que el individuo. Por lo primero, cuando elige algo que llevar, elige también una tensión entre ofrecer y guardar, entre esconder y revelar, se debate entre el atuendo y el disfraz. Por lo segundo, viste un poco más allá de lo que es e intenta salvar la franja entre él y la expectativa sobre él. De ahí que el hereje sea otro y sea él mismo cuando está vestido. De ahí que sea yo y seamos nosotros si se ha vestido.
Su meta es vestirse y tratar de desatar el código de una época con lo que debe vestir y aun con lo que no desea, esto es, de acuerdo con las prescripciones heredadas de sus padres. En esta lid, el hereje se venga de los progenitores y de su emanación: la realidad. Asume las tradiciones y asume las prohibiciones de una cadena que se extiende hasta un punto en el pasado, es libre para decidir sobre lo dado pero también es un creyente, un esclavo que lucha y debe luchar con lo que le es dado. El hereje puede mirar la fotografía de la mujer de Balenciaga, escuchar completa su interpretación, venerarla y estar listo para su destrucción. Hay que precisar que la romperá desde el fracaso y la caída, pues el varón viste su fracaso, a diferencia de la mujer, la hembra, quien interpreta la soledad con sus atuendos. Por ello el hombre finge cuando viste, actúa, y la mujer ostenta, aunque padezca.
La fotografía en trizas es la punta del iceberg de la crítica de la cultura. En uno de sus pedazos, podríamos nosotros advertir la cofia y preguntarnos, “¿qué es una cofia?”, pero la pregunta no tendría sentido en sí misma. Porque, como se ha visto, solo tiene sentido interrogarse de quién fue esa cofia, para qué sirvió, contra quién combatió, quiénes fueron sus ancestros, cuál su soledad. Preguntas que solo pueden formular los individuos vestidos, los terroristas que visten, los pensadores que han vestido, la realidad y el arte, vestidos. Nunca los desnudos.
No los desnudos. —
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febrero de 2010,
Publicado en Diners
Wednesday, January 27, 2010
El diálogo
En la práctica de los oficios de amor, la mujer es un silencio, impenetrable silencio, alcoba alfombrada de polvo. Hoy quizá su lámpara se encienda, la exploración concluya, quizá la pasión se apague. Lágrimas humedecerán las paredes de su desierta estancia a la espera de una llave que acierte a descifrar el enigma. Todo el dolor que un hombre sea capaz de infligir, nada será en comparación con lo que ella puede abandonar al silencio. Entonces: ¿ha sido la mujer un preludio a la palabra y su juicio, o el límite de la voz, el fin de lo dicho?
Ella dijo: “Véndame, Polanski!”
Habría podido conjeturarse que Polanski hizo Repulsión para tratar de seducir al témpano de hielo Catherine Deneuve. Podría pensarse que ideó El baile de los vampiros pero su fin verdadero era aparearse con Sharon Tate. Puede decirse que Polanski llevó a Mia Farrow en El bebé de Rosemary aunque inevitablemente iba a meterla en la cama. Se ha oído decir que hizo Tess —de la novela que leía Sharon Tate cuando fue abatida por la pandilla de Mason— y terminó follando a Nastassja Kinski. Se dice que Polanski: Luna de hiel: Emmanuelle Seigner. Habrá de escribirse que Roman Polanski…
Monday, October 05, 2009
Un largo y ardiente verano

Octubre, 2009:
Sucede en Quito. Se desconocen las razones por las que el clima de la ciudad ha cambiado. Las colinas que la rodean mudan su oscuro verde por un desesperante amarillo, gastado y sucio, próximo al color del acero, no al del sol. En los diarios se escribe que al menos una decena de vacas ha muerto. Los habitantes despiertan, y ante sus ojos toma cuerpo un nuevo incendio. Uno de ellos me alcanza. De regreso del Valle, Charly conduce su pequeño coche blanco. Charly toma la curva final a ochenta y el olor a tierra y hierba quemada invade el coche. Cerramos los vidrios, Charly enfila por la derecha y nos internamos en una tupida y quemante niebla que asciende desde las quebradas. Los coches, a izquierda y derecha, monolíticos tótems de latón, se desvanecen. Cinco o seis bomberos comienzan a tejer un cerco de seguridad, aunque sea demasiado tarde. La niebla hirviente termina por engullirnos.
Una extensa raya roja atraviesa Cruz Loma de arriba abajo, una sangrante lacra nocturna. Chisporrotea el fuego, lo purifica todo. Observo la raya a través de la ventana de mi nueva casa en el Tenis. He comprado Live in Gdansk de Gilmour. On An Island.
Domingo. En el norte pululan los Cabecitas Negras. El termómetro marca veintiocho grados centígrados —bochorno en la ciudad— pero los Cabecitas Negras lucen pantalones plomizos o negros de casimir pesado y barato y gruesas chamarras sintéticas. Color preferido, el verde. Uno porta gafas de espejo, otro un reloj robado y un vaso de cerveza. Caminan los Cabecitas y sus hijos pequeños —los mocos secos sobre el labio superior—, caminan sus gordas mujeres en feos jeans gastados, caminan los descamisados por la calzada. Casi embisto a uno, unos. Chicles y refrescos son ofrecidos sobre la acera. Parece un día especial, la conmemoración de algo. En mi nuca, sobre el Volkswagen, rugen los helicópteros que peinan la ciudad de sur a norte, sobre los coches y la línea del Ómnibus Ecologista. Los polis han cerrado la avenida del colegio en que padecí mi Leoncio Prado con sus motocicletas aparcadas en sesgo sobre la esquina. También, un caballo, creo. En la acera del Leoncio, estacionados, buses verdes y celestes con leyendas en la retaguardia y águilas o cruces sobre los parabrisas, brillan al sol cual tapacoronas de un gigante. Violo el cerco policial con una maniobra de riesgo —las nueve y treinta— y conduzco hacia la aerolínea para hacer un pago. El Presidente ha traído a los Cabecitas Negras en los buses que ahora dibujan una fila larga e inútil a lo largo del colegio. El Presidente ha colocado en sus bolsillos el dólar para comprar un chicle. Sabe lo que hace, el Presidente. Los helicópteros peinan la ciudad por la mañana y por la tarde.
De noche el Presidente canta en compañía de otros presidentes. Todos ríen tan a gusto.
Ayer han matado a un indio. La lucha —una verdadera batalla campal— ha devenido cruzada épica entre polis que intentaban sofocar a los nativos —la traición del Presidente retenida en su panza— armados hasta los dientes, y los indios cubiertos de flechas, cerbatanas, collares de plumas, cintas con festones de armadillo. Bajo un sol achicharrante, los indios arrojaban grandes piedras a los cascos de los polis hasta que alguno de ellos cayó grogui. Esto enfureció a la fuerza pública que se la tomó con los nativos. Los reprimieron. Los abalearon. Los zarandearon. El Secretario de Defensa es un poeta que antes escribía acerca de ellos y se declaraba pesimista. Los defendía, la madrugada los sorprendió en el poder, saludaba, y cantaba. Ahora la bala. El humo. Ahora uno muere, ahora uno cae. El muerto.
Al israelí dueño del casino del Hotel Quito le han interpuesto un coche a la carrera. Lo obligaron a salir, le quitaron la bolsa del casino y le pegaron nosécuántos tiros. El cuerpo manchó de sangre la calzada. Otros violaron y mataron a una francesa y a una china, creo. Entre atascón y atascón los colombianos abren las puertas de los coches y roban y matan a madres de familia que conducen caros Ford Explorers. Deben ser colombianos, colombianos con escapularios: uno en el cuello, otro en el antebrazo, otro en el tobillo: para que les den el negocio, para que no les falle la puntería y para que les paguen. Eso según los sociólogos que andan averiguando. Fernando Vallejo.
A mi amigo, J. Vásconez, la matanza del indio le ha traído Herzog a la cabeza. Aguirre, naturalmente. Naturalmente, naturalmente, naturalmente. Aguirre. El eco. La cólera de Dios.
Los hermanos se traicionan desde el umbral de la historia, desde la quijada de burro de Caín y Abel. El hermano del Presidente lo ha colocado contra la pared. Le advirtió que le iban a hacer chino los colaboradores, los íntimos, los lambiscones. Pero el Presidente nada. Así es que el hermano —un estupendo empresario: detrás de cada gran fortuna hay un crimen: Balzac— perdió la paciencia y tomó una caja. Colocó la verdad dentro de ella y se fue con su esposa a denunciar al malo. Antes, había caminado en dirección a la prensa en compañía de su madre, la Eva que cenaba siempre con Gran Cacao, el hombre más poderoso y el más odiado rufián de este país. Ahora el Presidente declara la guerra a su hermano. Y el hermano también se la ha declarado a él. Caín, Abel. La quijada. Los burros.
Maquiavelo escribió: no hay otra manera de evitar la adulación que hacer comprender a los hombres que no ofenden al decir la verdad.
Nueva tarde de calor. La raya marca la conflagración número diez. En los periódicos se dice que los causantes son una banda de incendiarios a lo Ben Quick, el protagonista de una novela de Faulkner. Los muy hijueputas encienden la mecha sobre la paja seca, aguardan un segundo y se echan a correr. Desde la hondonada en que la ciudad reposa y muere, se observan las colinas quemadas, facsímil al carbón de una barbacoa en los Andes, y en el aire vuela una paloma. Mi amigo, el novelista portugués, me ha contado que el escritor Murakami rayó aquí, allá, que las palomas son las ratas de los aires. Ergo: la rata atraviesa la llama.
La verdad nadie sabe por qué diablos hace tanto calor. Al volante de mi máquina o en mi oficina de burócrata comienzo a derretirme como vela de sebo. Entre atascón y atascón, entre bronca y bronca, el sol taladra nuestros cerebros hasta pulverizarlos. Al conductor del coche a mi costado, la oreja le sangra. Esta mierda no sé mueve un céntimo y el puto alcalde no mueve un puto dedo, maricón, hijueputa. El hilo de sangre dibuja una patilla antigua, un cabello de rabino ruso. En medio de la avenida apago el motor, me apeo, me quito la chaqueta y corro entre los coches: incendios, asesinatos, indios muertos, helicópteros, caín, lacras de fuego, abel, herzog, el presidente, el alcalde, el ministro, los burócratas, la cólera de dios, los buses, el cabecita negra, apocalipsis, ahora, ben quick, la niebla que calcina… vallas que se suceden hasta el fin de la hondonada flanqueando los coches quietos. Al final de la vía alcanzo una fonda: Barbacoa del Mar. Ordeno una bandeja de ostras, almejas, mejillones. Me la zampo de una sentada. Doy el último sorbo a una Coronita y me limpio las comisuras con una servilleta de papel. Me pongo en pie.
Las sillas exhiben sus patas dobladas, astillas clavadas en sus cuerpos, las mesas ofrecen su espacio con telas salpicadas de soya, retazos verdes cuadriculados, rojos, sucios, el mostrador apadrina un buda con la panza gastada, y los mondadientes, las tarjetas de presentación, las monedas de países exóticos, la maceta con geranios secos luchan por una palabra, por su palabra. En el lugar, el calor emite un polvo grasiento que cubre los objetos de un plúmbeo barniz. Las cosas. Una obra de arte es una cosa en el mundo, no un texto o comentario sobre el mundo. Sontag.
Estoy solo. Coloco tres billetes de cinco dólares sobre el mostrador, los miro extendidos e inermes, echo otro vistazo y abandono el lugar.
Las calles han quedado vacías; los edificios, las casas devastados. Esculpida, una gran fila de coches sin conductores ni pasajeros. Coches solamente. Objetos.
David Gilmour levanta la voz.
Remember that night...
El maldito universo quieto.
El maldito cañón en la sien del maldito.
Su majestad.
El camión de una lavandería a toda velocidad.
… white sails in the moonlight
Lo indeterminado.
La violencia. Foucault. estúpida de las cosas.
Herzog, Kinski, Aguirre.
They walked it too…
El cadáver de Barthes, mi cadáver sangriento.
Uno tras otro tras otro los coches hasta el infinito.
jetos. oches. asas.
Cosas.
Calor. —
Wednesday, August 26, 2009
Exactitud
"hay una razón no solo para cada palabra sino para la posición de cada palabra"
"scarcely more difficult to push a stone out from the pyramids with the bare hand than to alter a word, or the position of a word, in Milton or Shakespeare"
Coleridge
"scarcely more difficult to push a stone out from the pyramids with the bare hand than to alter a word, or the position of a word, in Milton or Shakespeare"
Coleridge
Thursday, August 06, 2009
Michael
1 Yo soy Michael Jackson
Muerto Michael Joseph Jackson —una camilla en que yace su cuerpo extinto—, la noche del 25 de junio advierto una sombra que se agiganta hasta alcanzar el cielorraso. Lleva, la sombra, el corte de pelo a lo Beatle, la silueta fina, alargada, deforme, enredada en los ovillos sonoros de Thriller, Beat it, Dirty Diana, contoneándose, enmascarándose, contoneándose… beat it: soy joven, extraviado en el mundo como solo el joven puede perderse. Hundido y enajenado como solo se hunde un adolescente que examina su rostro inseguro en el espejo, la casa, el barrio de San Juan, yo, solo deseo, falseando la vida, la esquina y el empedrado, estirándolos y extirpándolos, que mi cuerpo se estilice a imagen y semejanza del de Michael, el Jacko. Corre también el 84 —el mejor año que la iconografía de los 80 recuerde, igual que el 86, el 87, el 88, los ochentas en plenitud— y el triángulo rasurado en las páginas de Playboy corre aún más aprisa: es la madona que me pierde, se sacia, me lubrica, me pierde, la starlet que flota como una virgen regentada por el más rojo satén con el que ella a su vez regenta una corte de bobos. Como virgen. Su chambelán, compañero de realeza e icono eterno, es un joven negro y caquéctico vestido con traje plata de confección milimétrica, los zapatos bicolores, la chaqueta colocada al hombro mientras va caminando y las casillas del ajedrez que es la acera se encienden a su paso. Da una vuelta, el joven, ¡relámpago!, suspende la rodilla en el aire y ahora todo él se agita alienígena, milimétrico, geométrico. Mchl Jcksn. Él y la entrepierna Madonna, tan deseables los dos, tan bellos, riegan su esplendor como si la pólvora de un tiempo estirado, optimista, mentiroso, cubriese el planeta de edulcorante.
En San Juan, yo me ocupo de seguir la pista al joven ébano, ladeo el ala de un sombrero confiscado al baúl de mi padre, disfrazo mi ojo derecho y guiño al espejo con mi otro ojo, como si la broma de un joven vecino del Bronx se oficiara en privado. Corto también mis pantalones, dos dedos sobre la curva de los tobillos, los entubo y los afino, estiro mis calcetines blancos, me calzo los mocasines negros. Retroceden los mocasines, se levantan los tobillos, mantengo pegada al piso la punta del pie, lo alterno, ahora el derecho, y así sucesivamente hasta dominar el paso. Billy Jean podría llamarse el baile. Pero es en el Bronx —un barrio enquistado en el sur de Quito, el hogar de mis primos—, el lugar donde habitan los negros, las vivanderas y los obreros, es ahí donde el miedo se fabrica como la miel en una colmena, ahí donde todos somos Michael Jackson, donde todos aprendemos a bailar y a vestir tal cual Mike, orgullosos de mirarnos al espejo y reconocernos, de conjugarnos negros, violentos, venganza, de conjugarnos y hermanarnos en el gospel.
Emocionado y ligero como se encandila el niño solamente, tomo las manos de los únicos pares que tuve, los reconozco idénticos, disfrazados e idénticos. Con ello se queda grabada para siempre en mi alma la convicción de que una de las posibilidades de ser, de existir, la más próxima acaso, sea calcar, imitar, copiar, ser un fan.
Era inevitable: siempre iba a ser Michael Jackson.
2 Man in the Mirror
Muerto Michael Jackson, se dirá que el astro no soportó hacerse viejo y prefirió marchar hacia la muerte. Aparecerán los intérpretes de este hecho, los abogados, los filósofos, los moralistas. Vendrán los médicos, los sirvientes, los testigos, los economistas con sus máquinas de cálculo. E imagino será justo que se asomen todos ellos: a fin de cuentas Michael no solo era yo sino también ellos. No como ellos, sino ellos. No fue él solamente un estupendo accidente del funk, el rock y el pop vertidos en un crisol destilado por la potencia subyugante del disco music, este cincuentón que ahora yace en el ataúd y cuyos mejores días habían quedado atrás —aquellos de Thriller y la fantasiosa cantidad de discos aparecidos en nuestras casas por intervención de la magia o los de Bad, la revolución del vídeo clip y quién sabe cuántas glorias más—, no fue solamente el bailarín imposible y antigravitacional o el hombre impecablemente disfrazado, no solo el pasado triste y sórdido a manos de un padre enamorado del dinero y de una industria enloquecida, además de todo eso, Michael fue el señor de los dominios del escándalo y de aquellos que los tabloides han bautizado como territorios de la “extravagancia”.
Ahora que lo veo en su espléndido féretro, también lo descubro recostado en la cámara de oxígeno, tan pacífico, redimido casi, como si aguardara la llegada de la muerte en la suspensión de la vida, en la congeladora de las arrugas y el tiempo. Ser joven fue siempre una de sus consignas, apresar al niño que nunca fue, y al igual que Howard Hughes, Michael optó por aislar el factor muerte, por suprimir el polvo, la suciedad, la enfermedad y la vida, y echarse a contemplar la eternidad. Aunque la cámara de oxígeno anticipara su muerte, persiguió la elegancia, la juventud y lo bello, las tres grandes fuerzas del hecho contemporáneo, las tres letales víboras de la vida moderna. Sirvió a las tres a partes iguales y con ello sintetizó la añoranza y el ideal de todos sus contemporáneos: fue un hito de la esbeltez, de la delgadez, del hambre —pesaba cincuenta y tres kilos a la hora de su muerte— a la manera de Jagger o de Bowie, estableció las pautas de la desconcertante androginia contemporánea, sirvió a la elegancia a la manera de un maniquí por el que desfilaron los cambios y caprichos del buen porte y la costura robotizada, padeció la juventud en su rostro, en su figura infantil e idiotizada, y caminó del negro al blanco acaso como la más grande desviación humana jamás vista.
Son estos los restos de este tiempo, estas, las excretas de nuestro paso por la Tierra si aceptamos ahora ser contemporáneos de todos los hombres. Por eso, por ser ellos, por ser los hombres, nunca se perdonará a Michael no soportar haber sido él, solo él, joven ébano y belleza, ahora, a su muerte, no soportaremos desconocernos en él, en su rostro cincelado y transfigurado, desconocernos en él quienes nos conocimos en él, los negros, los violentos, la venganza, los hermanos en el gospel. No le perdonaremos haberle otorgado el permiso para entrar en nuestra infancia y hacer de ella, de nuestra adolescencia y juventud una ilusión, tan solo para destruirla con su partida, con su huida. No le perdonaremos situar una muerte dentro de todos nosotros, endebles hombres contemporáneos, algo insoportable, ésta, la muerte de lo que fuimos, de lo que quisimos ser y no fuimos. No le perdonaremos haber sido tan natural y espontáneo en sus orígenes, y llegar a ser tan insoportablemente ambiguo a su hora final, no apreciamos nosotros las indefiniciones, no las admitimos, nos abruman en todo lo arbitrarias que son; no le perdonaremos haber terminado como un andrógino asqueroso. No perdonaremos a este palpable Dorian Gray haber tentado la juventud porque nos tortura a nosotros descubrirnos viejos cuando echamos un vistazo al espejo y constatamos el ardor de los años y del tiempo. Jamás te perdonaremos, Michael, que intentases ser blanco como nosotros, y tampoco hemos de perdonarte habernos repudiado y renegado de nosotros, Michael, nosotros, negros.
Como es visto, con su final inesperado y catastrófico, Michael muere por nosotros, muere para que vivamos en paz.
3 Madonna (ante el cuerpo de Michael)
Muerto Michael, no puedo parar de llorarte. No puedo detener mis lágrimas ante tu cadáver que es el mío. ¿Crecimos juntos, recuerdas? Yo, la chica materialista, tú el joven rey, yo, la reina, tú el pop, la banda sonora de esa gran carretera que es el presente a nuestros pies, el pop tras nosotros, colgado de nuestros pulgares, debajo de nuestros pulgares.
No puedo detener mis lágrimas ante tu cuerpo, Michael, ahora, en el celoso brocal de tu vida.
¿Recuerdas el fulgurante traje rojo, las bragas negras y sedosas, las intimidades de puta que usé para ti esa noche, my sweet prince and lord, mi pequeño niño hundido en el infinito rancho de tu extravío? ¿Recuerdas mi regalo, yo, vampiresa para ti, mi ultrajado bebé, carne tibia de porcelana, infante colgado en mis mamas de tráfico oscuro y sórdido coito? ¿Recuerdas, mi Baby Face, recuerdas la noche en que tu falo frío, inocente, mínimo, negro, no llegó a sentir siquiera mi carne de Mesalina, de Magdalena y Salomé?
¡Dime algo, figura de ébano!: mañana seré vieja, no habrá retorno, no habrá talento ni pureza, no habrá espontaneidad, fiereza, escena ni ruido. Quedaré yo, sola, cansada, derruida, sola, y tú, descompuesto en el infinito para otorgar la gloria a tus fieles, tú y tu máscara de plástico cera. Tú, Michael Joseph Jackson, nacido el 58 y muerto el veinticinco de junio de un año trasmontano, solo tú perdurarás momificado, escupido, vociferado por siempre.
Yo, a la caída del crepúsculo, exigiré que me conduzcan al escenario, que me humillen en él, porque estoy viva y soy la luz.
La luz, Michael.
La luz.
Muerto Michael Joseph Jackson —una camilla en que yace su cuerpo extinto—, la noche del 25 de junio advierto una sombra que se agiganta hasta alcanzar el cielorraso. Lleva, la sombra, el corte de pelo a lo Beatle, la silueta fina, alargada, deforme, enredada en los ovillos sonoros de Thriller, Beat it, Dirty Diana, contoneándose, enmascarándose, contoneándose… beat it: soy joven, extraviado en el mundo como solo el joven puede perderse. Hundido y enajenado como solo se hunde un adolescente que examina su rostro inseguro en el espejo, la casa, el barrio de San Juan, yo, solo deseo, falseando la vida, la esquina y el empedrado, estirándolos y extirpándolos, que mi cuerpo se estilice a imagen y semejanza del de Michael, el Jacko. Corre también el 84 —el mejor año que la iconografía de los 80 recuerde, igual que el 86, el 87, el 88, los ochentas en plenitud— y el triángulo rasurado en las páginas de Playboy corre aún más aprisa: es la madona que me pierde, se sacia, me lubrica, me pierde, la starlet que flota como una virgen regentada por el más rojo satén con el que ella a su vez regenta una corte de bobos. Como virgen. Su chambelán, compañero de realeza e icono eterno, es un joven negro y caquéctico vestido con traje plata de confección milimétrica, los zapatos bicolores, la chaqueta colocada al hombro mientras va caminando y las casillas del ajedrez que es la acera se encienden a su paso. Da una vuelta, el joven, ¡relámpago!, suspende la rodilla en el aire y ahora todo él se agita alienígena, milimétrico, geométrico. Mchl Jcksn. Él y la entrepierna Madonna, tan deseables los dos, tan bellos, riegan su esplendor como si la pólvora de un tiempo estirado, optimista, mentiroso, cubriese el planeta de edulcorante.
En San Juan, yo me ocupo de seguir la pista al joven ébano, ladeo el ala de un sombrero confiscado al baúl de mi padre, disfrazo mi ojo derecho y guiño al espejo con mi otro ojo, como si la broma de un joven vecino del Bronx se oficiara en privado. Corto también mis pantalones, dos dedos sobre la curva de los tobillos, los entubo y los afino, estiro mis calcetines blancos, me calzo los mocasines negros. Retroceden los mocasines, se levantan los tobillos, mantengo pegada al piso la punta del pie, lo alterno, ahora el derecho, y así sucesivamente hasta dominar el paso. Billy Jean podría llamarse el baile. Pero es en el Bronx —un barrio enquistado en el sur de Quito, el hogar de mis primos—, el lugar donde habitan los negros, las vivanderas y los obreros, es ahí donde el miedo se fabrica como la miel en una colmena, ahí donde todos somos Michael Jackson, donde todos aprendemos a bailar y a vestir tal cual Mike, orgullosos de mirarnos al espejo y reconocernos, de conjugarnos negros, violentos, venganza, de conjugarnos y hermanarnos en el gospel.
Emocionado y ligero como se encandila el niño solamente, tomo las manos de los únicos pares que tuve, los reconozco idénticos, disfrazados e idénticos. Con ello se queda grabada para siempre en mi alma la convicción de que una de las posibilidades de ser, de existir, la más próxima acaso, sea calcar, imitar, copiar, ser un fan.
Era inevitable: siempre iba a ser Michael Jackson.
2 Man in the Mirror
Muerto Michael Jackson, se dirá que el astro no soportó hacerse viejo y prefirió marchar hacia la muerte. Aparecerán los intérpretes de este hecho, los abogados, los filósofos, los moralistas. Vendrán los médicos, los sirvientes, los testigos, los economistas con sus máquinas de cálculo. E imagino será justo que se asomen todos ellos: a fin de cuentas Michael no solo era yo sino también ellos. No como ellos, sino ellos. No fue él solamente un estupendo accidente del funk, el rock y el pop vertidos en un crisol destilado por la potencia subyugante del disco music, este cincuentón que ahora yace en el ataúd y cuyos mejores días habían quedado atrás —aquellos de Thriller y la fantasiosa cantidad de discos aparecidos en nuestras casas por intervención de la magia o los de Bad, la revolución del vídeo clip y quién sabe cuántas glorias más—, no fue solamente el bailarín imposible y antigravitacional o el hombre impecablemente disfrazado, no solo el pasado triste y sórdido a manos de un padre enamorado del dinero y de una industria enloquecida, además de todo eso, Michael fue el señor de los dominios del escándalo y de aquellos que los tabloides han bautizado como territorios de la “extravagancia”.
Ahora que lo veo en su espléndido féretro, también lo descubro recostado en la cámara de oxígeno, tan pacífico, redimido casi, como si aguardara la llegada de la muerte en la suspensión de la vida, en la congeladora de las arrugas y el tiempo. Ser joven fue siempre una de sus consignas, apresar al niño que nunca fue, y al igual que Howard Hughes, Michael optó por aislar el factor muerte, por suprimir el polvo, la suciedad, la enfermedad y la vida, y echarse a contemplar la eternidad. Aunque la cámara de oxígeno anticipara su muerte, persiguió la elegancia, la juventud y lo bello, las tres grandes fuerzas del hecho contemporáneo, las tres letales víboras de la vida moderna. Sirvió a las tres a partes iguales y con ello sintetizó la añoranza y el ideal de todos sus contemporáneos: fue un hito de la esbeltez, de la delgadez, del hambre —pesaba cincuenta y tres kilos a la hora de su muerte— a la manera de Jagger o de Bowie, estableció las pautas de la desconcertante androginia contemporánea, sirvió a la elegancia a la manera de un maniquí por el que desfilaron los cambios y caprichos del buen porte y la costura robotizada, padeció la juventud en su rostro, en su figura infantil e idiotizada, y caminó del negro al blanco acaso como la más grande desviación humana jamás vista.
Son estos los restos de este tiempo, estas, las excretas de nuestro paso por la Tierra si aceptamos ahora ser contemporáneos de todos los hombres. Por eso, por ser ellos, por ser los hombres, nunca se perdonará a Michael no soportar haber sido él, solo él, joven ébano y belleza, ahora, a su muerte, no soportaremos desconocernos en él, en su rostro cincelado y transfigurado, desconocernos en él quienes nos conocimos en él, los negros, los violentos, la venganza, los hermanos en el gospel. No le perdonaremos haberle otorgado el permiso para entrar en nuestra infancia y hacer de ella, de nuestra adolescencia y juventud una ilusión, tan solo para destruirla con su partida, con su huida. No le perdonaremos situar una muerte dentro de todos nosotros, endebles hombres contemporáneos, algo insoportable, ésta, la muerte de lo que fuimos, de lo que quisimos ser y no fuimos. No le perdonaremos haber sido tan natural y espontáneo en sus orígenes, y llegar a ser tan insoportablemente ambiguo a su hora final, no apreciamos nosotros las indefiniciones, no las admitimos, nos abruman en todo lo arbitrarias que son; no le perdonaremos haber terminado como un andrógino asqueroso. No perdonaremos a este palpable Dorian Gray haber tentado la juventud porque nos tortura a nosotros descubrirnos viejos cuando echamos un vistazo al espejo y constatamos el ardor de los años y del tiempo. Jamás te perdonaremos, Michael, que intentases ser blanco como nosotros, y tampoco hemos de perdonarte habernos repudiado y renegado de nosotros, Michael, nosotros, negros.
Como es visto, con su final inesperado y catastrófico, Michael muere por nosotros, muere para que vivamos en paz.
3 Madonna (ante el cuerpo de Michael)
Muerto Michael, no puedo parar de llorarte. No puedo detener mis lágrimas ante tu cadáver que es el mío. ¿Crecimos juntos, recuerdas? Yo, la chica materialista, tú el joven rey, yo, la reina, tú el pop, la banda sonora de esa gran carretera que es el presente a nuestros pies, el pop tras nosotros, colgado de nuestros pulgares, debajo de nuestros pulgares.
No puedo detener mis lágrimas ante tu cuerpo, Michael, ahora, en el celoso brocal de tu vida.
¿Recuerdas el fulgurante traje rojo, las bragas negras y sedosas, las intimidades de puta que usé para ti esa noche, my sweet prince and lord, mi pequeño niño hundido en el infinito rancho de tu extravío? ¿Recuerdas mi regalo, yo, vampiresa para ti, mi ultrajado bebé, carne tibia de porcelana, infante colgado en mis mamas de tráfico oscuro y sórdido coito? ¿Recuerdas, mi Baby Face, recuerdas la noche en que tu falo frío, inocente, mínimo, negro, no llegó a sentir siquiera mi carne de Mesalina, de Magdalena y Salomé?
¡Dime algo, figura de ébano!: mañana seré vieja, no habrá retorno, no habrá talento ni pureza, no habrá espontaneidad, fiereza, escena ni ruido. Quedaré yo, sola, cansada, derruida, sola, y tú, descompuesto en el infinito para otorgar la gloria a tus fieles, tú y tu máscara de plástico cera. Tú, Michael Joseph Jackson, nacido el 58 y muerto el veinticinco de junio de un año trasmontano, solo tú perdurarás momificado, escupido, vociferado por siempre.
Yo, a la caída del crepúsculo, exigiré que me conduzcan al escenario, que me humillen en él, porque estoy viva y soy la luz.
La luz, Michael.
La luz.
Wednesday, July 29, 2009
Friday, June 26, 2009
Thursday, May 07, 2009
Retiros imposibles
1
Hace tiempo procuraba ganar ciertos lugares, recorrerlos, aunque es tanto ya, que los he dejado de buscar y olvidado casi. Pero los últimos días han retornado con cautela, como la luz que salpica el rostro de un preso la última mañana antes de irse. La búsqueda había comenzado cuando niño: mi bautismo de sangre —es un decir— lo recibí con el agua y la sal de celuloide en esas películas americanas que vuelven loco a cualquiera, aquellos films con la clásica escena, tan americana por cierto, de un hombre que fracasa o está a punto de fracasar, mientras la noche lo sorprende como la boca de un lobo, una oscuridad que lo encumbra sobre una silla de patas largas mientras se recoda en la esquina de la barra, sorbe un martini, la mirada extraviada en el vacío, y el cantinero se mueve silencioso con los oídos atentos a la confidencia inicial. Bien, este cuadro y otros han sido para mí, leche materna y gorjeo, con lo cual quiero decir que desde siempre fueron de mi propiedad. O casi: para interpretarlos echaba en falta la barra del bar, es decir, la escenografía.
Obsesivo como soy, me puse a buscar el lugar adecuado para recrear mi fracaso. La primera dificultad pudo haber sido mi edad: frisaba yo unos nueve, aunque mi apariencia fuese de diez años. El segundo escollo se escondía en la locación: barrio de San Juan, ciudad de Quito, década del 80. El tercero acaso fueran los bolsillos: ni un talento. Consigno estos detalles, imbéciles ya para la mayoría, porque imagino contribuyen al cuento: no se comportaban geografía ni historia muy dóciles a la hora de respaldar mi cometido. Ya en el terreno de lo concreto, una tarde descendí del cerro con el fin de peinar el lugar y alcanzar mi objetivo, con tan mala fortuna que solo di con un par de músculos agarrotados, la reprimenda del dueño de una cantina y el melancólico contemplar de los lamentables remedos de mi ilusión. ¿Había yo buscado bien? ¿Me permitían mi edad y mi imaginación, husmear, sagaz, en pos de un retiro romántico, alcohólico y triste? ¿Había seleccionado adecuadamente los lugares encontrados en la guía de la ciudad, veinte, treinta años atrás? Recuerdo haber escogido bares y restaurantes de hoteles y algunos restaurantes de lujo sin hotel para dar con la barra de mi dorado bar. Adelanté mis pasos hasta La Rotisserie, por ejemplo, el restaurante de un hotel muy céntrico donde lustros atrás se había rodado una comedia picante mexicana. ¿Encontré en La Rotisserie a mi cantinero, diligente y noble, el cancerbero de la soledad? ¿O tal vez fue en la Belle Époque, un restaurante de húmedas paredes ensalzado por la reina Sofía a su paso por Quito, periplo del que nadie guarda ya memoria en la ciudad? ¿Era Belle Époque, así se llamaba el lugar? ¿Tenía barra, barman, coctelera y dry martini? ¿O lo confundo ahora con un puterío que todo mundo adoraba en la Quito de los 80, uno perdido entre las calles, siempre dadas al extravío, del barrio de La Mariscal? ¿O Kon-Tiki fue el telón donde mi soledad de oficinista neoyorquino, la corbata fina y negra apenas desatada, la camisa blanca con los puños doblados, el cabello revuelto y la mirada de lobo apesadumbrado, inconsolable, desató todo su furor? Kon-Tiki, Kon-Tiki: ¿no era ésa una posada cara de comida polinesia? Esos años además registran una barra de cocteles en la temprana calle Amazonas (la que denominan bulevar) quizá en su cruce con la Robles, igual que una parada de cervezas en la Amazonas cruce con la Orellana, versión de pub inglés bautizada con el nombre de Bush: ¿descubrí ahí a mis compañeros en el sendero del desaliento, en la vecina silla de los cocteles o en la pobre barra del desangelado Bush y su letrero de neón? ¿Habré yo buscado bien?
La verdad no creo haber pasado por ninguno de estos sitios, debí haber sido muy niño entonces, aunque estoy seguro que en ninguno de ellos iba a encontrar mi fugaz estrella de Edward Hopper. Ello por algo que no puedo ocultar: por aquel tiempo, virtud que en algunos aspectos todavía conserva, Quito era, sencillamente, una mierda. Durante aquellos y muchos años después, la soledad seguiría siendo algo cotidiano y muy temido en la ciudad, enfermedad que aislar entre paredes, cual una de ésas que se denominaron en un tiempo entregado a la estupidez y el romanticismo, enfermedades literarias.
2
Pero no me he detenido para recordar a Quito y sus dulces letargos, me he parado, como admite la dignidad mínima de un hombre, a pensar en lo imposible, en lo extinto, en lo negado en cualquier lugar y condición. De esa naturaleza ha sido, por ejemplo, la noción de bar. Don Luis Buñuel, cautivo de bares, medievalías y retiros, lamentaba la época nefasta en que le había tocado vivir, la que no respetaba nada, “ni los bares”, según decía. Su noción de bar era muy clara, un establecimiento apartado, “una docena de mesas a lo sumo”, silencioso, oscuro, bien provisto, retiro monástico en que la moneda de uso corriente era el anonimato y su correlato, el sosiego. Contemplación y sosiego, altas notas del cerrado egoísmo, defectos que se alejan en retirada en un tiempo de bullicio y cofradía, en uno en que el tiovivo y la campanada de la masa han vencido y campean con su traje omnipotente. Ya Buñuel vagaba por los interiores del hotel de “San José Purúa”, en México, en compañía de sus fieles Jean-Claude Carrière y Serge Silberman, guionista y productor de algunas de sus cintas, tras la clausura del bar del hotel, en 1980. ¿Qué sucederá con nosotros, bárbaros tecnológicos de inicios de milenio?
En el 80, cuando Buñuel contaba igual número de años, yo apenas tenía seis y ya comenzaba a inquietarme el pasado y la necesidad de retiro. Antes del bar, entre las páginas de las revistas y acaso en algún film, había reconocido el ambiente de París y sus pintorescos cafés. En uno de ellos, el «Cyrano», “un auténtico café de Pigalle, popular, con putas y chulos”, Buñuel se había integrado al grupo surrealista, tras la exhibición de su obra primera, Un chien andalou, la película del globo ocular seccionado por la navaja barbera y los dos maristas que arrean una dupla de pianos con sus respectivos burros podridos encima. Aunque desconociera el «Cyrano», creo haberlo presentido en esos años mozos y observarme sentado a una de sus mesas con la sola compañía de un largo café con crema, cigarrillo en una mano, pluma en la otra, concentrado en la tarea de llenar blocs y libretas con nombres de calles parisinas, prescripciones de guardarropía, la trama de un policial en que el verdadero asesino es un campesino idiota, la descripción física detallada de Quint, el personaje de Otra vuelta de tuerca, y muchas estampas pornográficas, zoofílicas y antropofágicas. Aunque pudiera pasar por presuntuoso, la tercera parte de aquello navegaba por mi mente y eso supo dejarme conforme.
Sobre los cafés ansío extenderme en otra entrega, pero lo que sí diré es que su añoranza ciega no me indujo a salir de casa, al revés de lo que me ocurrió con los bares: me conformé con ensoñar París, cerrar el paraguas, dejar el abrigo blanco bien doblado sobre la silla contigua y sentarme a escribir. Al fin y al cabo, París siempre será París.
Algo que me asombra es la negativa del tiempo a darme la razón, a mí, a Buñuel y a París, la obstinada resistencia de mi ciudad, Quito, para dejarse persuadir por la necesidad de apartamiento y contemplación, algo que en realidad no debería asombrarme si advertimos que los bares del mundo van extinguiéndose a paso de gigante y ninguno queda acaso, y los cafés son hoy por hoy lugares de chacoteo y exhibición antes que refugios de ensimismamiento y trabajo. Si la inspiración es despertada, como Flaubert escribió, por “la contemplación del mar, el amor, la mujer”, con lo que terminamos presa de las musas, ¿arrobarse con el sigiloso paso de los fantasmas, escuchar su respiración fatigada, apurar la copa, o mejor, no apurarla, dejar sobre la mesa un cubo de hielo y contemplar cómo se derrite y forma un lago en el que la barcaza de nuestros sueños naufraga inexorable, extraviarse en ello, en una meditación, constituye la zozobra de esta despreciable era?
Hecho y deshecho, como gustaba decir Onetti, algunas veces he intentado tomar una copa en la barra de un restaurante o sentarme a escribir un par de ideas en la servilleta de un café, pero siempre fracasé rotundamente y con sistema; apenas principiado el whisky o el vermú sentí clavados en mi espalda decenas, cientos, miles de ojos o comenzó a escocerme la hora de retornar a mi encierro casero. En el café, no ha faltado la ocasión de sentir una palmada familiar en el hombro y admitir el reflejo inmediato que oculta la servilleta en los bolsillos o, hecha una pelota, la salva dentro de un puño.
—Nada…, espero a alguien… Pensaba.
Hemos salido juntos, con el recién llegado, y nos hemos sumergido en la plebe.
Aunque ahora que lo pienso, no nos caería mal tentar el riesgo y fundar entre ambos distinta cofradía: la Sociedad de los Amigos del Crimen, los Bares y los Cafés.
Inscrita ella sea. —
Hace tiempo procuraba ganar ciertos lugares, recorrerlos, aunque es tanto ya, que los he dejado de buscar y olvidado casi. Pero los últimos días han retornado con cautela, como la luz que salpica el rostro de un preso la última mañana antes de irse. La búsqueda había comenzado cuando niño: mi bautismo de sangre —es un decir— lo recibí con el agua y la sal de celuloide en esas películas americanas que vuelven loco a cualquiera, aquellos films con la clásica escena, tan americana por cierto, de un hombre que fracasa o está a punto de fracasar, mientras la noche lo sorprende como la boca de un lobo, una oscuridad que lo encumbra sobre una silla de patas largas mientras se recoda en la esquina de la barra, sorbe un martini, la mirada extraviada en el vacío, y el cantinero se mueve silencioso con los oídos atentos a la confidencia inicial. Bien, este cuadro y otros han sido para mí, leche materna y gorjeo, con lo cual quiero decir que desde siempre fueron de mi propiedad. O casi: para interpretarlos echaba en falta la barra del bar, es decir, la escenografía.
Obsesivo como soy, me puse a buscar el lugar adecuado para recrear mi fracaso. La primera dificultad pudo haber sido mi edad: frisaba yo unos nueve, aunque mi apariencia fuese de diez años. El segundo escollo se escondía en la locación: barrio de San Juan, ciudad de Quito, década del 80. El tercero acaso fueran los bolsillos: ni un talento. Consigno estos detalles, imbéciles ya para la mayoría, porque imagino contribuyen al cuento: no se comportaban geografía ni historia muy dóciles a la hora de respaldar mi cometido. Ya en el terreno de lo concreto, una tarde descendí del cerro con el fin de peinar el lugar y alcanzar mi objetivo, con tan mala fortuna que solo di con un par de músculos agarrotados, la reprimenda del dueño de una cantina y el melancólico contemplar de los lamentables remedos de mi ilusión. ¿Había yo buscado bien? ¿Me permitían mi edad y mi imaginación, husmear, sagaz, en pos de un retiro romántico, alcohólico y triste? ¿Había seleccionado adecuadamente los lugares encontrados en la guía de la ciudad, veinte, treinta años atrás? Recuerdo haber escogido bares y restaurantes de hoteles y algunos restaurantes de lujo sin hotel para dar con la barra de mi dorado bar. Adelanté mis pasos hasta La Rotisserie, por ejemplo, el restaurante de un hotel muy céntrico donde lustros atrás se había rodado una comedia picante mexicana. ¿Encontré en La Rotisserie a mi cantinero, diligente y noble, el cancerbero de la soledad? ¿O tal vez fue en la Belle Époque, un restaurante de húmedas paredes ensalzado por la reina Sofía a su paso por Quito, periplo del que nadie guarda ya memoria en la ciudad? ¿Era Belle Époque, así se llamaba el lugar? ¿Tenía barra, barman, coctelera y dry martini? ¿O lo confundo ahora con un puterío que todo mundo adoraba en la Quito de los 80, uno perdido entre las calles, siempre dadas al extravío, del barrio de La Mariscal? ¿O Kon-Tiki fue el telón donde mi soledad de oficinista neoyorquino, la corbata fina y negra apenas desatada, la camisa blanca con los puños doblados, el cabello revuelto y la mirada de lobo apesadumbrado, inconsolable, desató todo su furor? Kon-Tiki, Kon-Tiki: ¿no era ésa una posada cara de comida polinesia? Esos años además registran una barra de cocteles en la temprana calle Amazonas (la que denominan bulevar) quizá en su cruce con la Robles, igual que una parada de cervezas en la Amazonas cruce con la Orellana, versión de pub inglés bautizada con el nombre de Bush: ¿descubrí ahí a mis compañeros en el sendero del desaliento, en la vecina silla de los cocteles o en la pobre barra del desangelado Bush y su letrero de neón? ¿Habré yo buscado bien?
La verdad no creo haber pasado por ninguno de estos sitios, debí haber sido muy niño entonces, aunque estoy seguro que en ninguno de ellos iba a encontrar mi fugaz estrella de Edward Hopper. Ello por algo que no puedo ocultar: por aquel tiempo, virtud que en algunos aspectos todavía conserva, Quito era, sencillamente, una mierda. Durante aquellos y muchos años después, la soledad seguiría siendo algo cotidiano y muy temido en la ciudad, enfermedad que aislar entre paredes, cual una de ésas que se denominaron en un tiempo entregado a la estupidez y el romanticismo, enfermedades literarias.
2
Pero no me he detenido para recordar a Quito y sus dulces letargos, me he parado, como admite la dignidad mínima de un hombre, a pensar en lo imposible, en lo extinto, en lo negado en cualquier lugar y condición. De esa naturaleza ha sido, por ejemplo, la noción de bar. Don Luis Buñuel, cautivo de bares, medievalías y retiros, lamentaba la época nefasta en que le había tocado vivir, la que no respetaba nada, “ni los bares”, según decía. Su noción de bar era muy clara, un establecimiento apartado, “una docena de mesas a lo sumo”, silencioso, oscuro, bien provisto, retiro monástico en que la moneda de uso corriente era el anonimato y su correlato, el sosiego. Contemplación y sosiego, altas notas del cerrado egoísmo, defectos que se alejan en retirada en un tiempo de bullicio y cofradía, en uno en que el tiovivo y la campanada de la masa han vencido y campean con su traje omnipotente. Ya Buñuel vagaba por los interiores del hotel de “San José Purúa”, en México, en compañía de sus fieles Jean-Claude Carrière y Serge Silberman, guionista y productor de algunas de sus cintas, tras la clausura del bar del hotel, en 1980. ¿Qué sucederá con nosotros, bárbaros tecnológicos de inicios de milenio?
En el 80, cuando Buñuel contaba igual número de años, yo apenas tenía seis y ya comenzaba a inquietarme el pasado y la necesidad de retiro. Antes del bar, entre las páginas de las revistas y acaso en algún film, había reconocido el ambiente de París y sus pintorescos cafés. En uno de ellos, el «Cyrano», “un auténtico café de Pigalle, popular, con putas y chulos”, Buñuel se había integrado al grupo surrealista, tras la exhibición de su obra primera, Un chien andalou, la película del globo ocular seccionado por la navaja barbera y los dos maristas que arrean una dupla de pianos con sus respectivos burros podridos encima. Aunque desconociera el «Cyrano», creo haberlo presentido en esos años mozos y observarme sentado a una de sus mesas con la sola compañía de un largo café con crema, cigarrillo en una mano, pluma en la otra, concentrado en la tarea de llenar blocs y libretas con nombres de calles parisinas, prescripciones de guardarropía, la trama de un policial en que el verdadero asesino es un campesino idiota, la descripción física detallada de Quint, el personaje de Otra vuelta de tuerca, y muchas estampas pornográficas, zoofílicas y antropofágicas. Aunque pudiera pasar por presuntuoso, la tercera parte de aquello navegaba por mi mente y eso supo dejarme conforme.
Sobre los cafés ansío extenderme en otra entrega, pero lo que sí diré es que su añoranza ciega no me indujo a salir de casa, al revés de lo que me ocurrió con los bares: me conformé con ensoñar París, cerrar el paraguas, dejar el abrigo blanco bien doblado sobre la silla contigua y sentarme a escribir. Al fin y al cabo, París siempre será París.
Algo que me asombra es la negativa del tiempo a darme la razón, a mí, a Buñuel y a París, la obstinada resistencia de mi ciudad, Quito, para dejarse persuadir por la necesidad de apartamiento y contemplación, algo que en realidad no debería asombrarme si advertimos que los bares del mundo van extinguiéndose a paso de gigante y ninguno queda acaso, y los cafés son hoy por hoy lugares de chacoteo y exhibición antes que refugios de ensimismamiento y trabajo. Si la inspiración es despertada, como Flaubert escribió, por “la contemplación del mar, el amor, la mujer”, con lo que terminamos presa de las musas, ¿arrobarse con el sigiloso paso de los fantasmas, escuchar su respiración fatigada, apurar la copa, o mejor, no apurarla, dejar sobre la mesa un cubo de hielo y contemplar cómo se derrite y forma un lago en el que la barcaza de nuestros sueños naufraga inexorable, extraviarse en ello, en una meditación, constituye la zozobra de esta despreciable era?
Hecho y deshecho, como gustaba decir Onetti, algunas veces he intentado tomar una copa en la barra de un restaurante o sentarme a escribir un par de ideas en la servilleta de un café, pero siempre fracasé rotundamente y con sistema; apenas principiado el whisky o el vermú sentí clavados en mi espalda decenas, cientos, miles de ojos o comenzó a escocerme la hora de retornar a mi encierro casero. En el café, no ha faltado la ocasión de sentir una palmada familiar en el hombro y admitir el reflejo inmediato que oculta la servilleta en los bolsillos o, hecha una pelota, la salva dentro de un puño.
—Nada…, espero a alguien… Pensaba.
Hemos salido juntos, con el recién llegado, y nos hemos sumergido en la plebe.
Aunque ahora que lo pienso, no nos caería mal tentar el riesgo y fundar entre ambos distinta cofradía: la Sociedad de los Amigos del Crimen, los Bares y los Cafés.
Inscrita ella sea. —
Thursday, April 30, 2009
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