Monday, December 10, 2007

Despierta, Roma


Sentí que había dejado de ser joven, pero aún lo era. El hombre joven cortó con su silueta las sombras que arroja una acacia sobre el pavimento, de americana y corbata negras, con un paquete en la mano. Observo desde la copa del árbol el vago fulgor que lo rodea, su mano nerviosa, su paso en fuga. Sobre el borde de la otra acera un segundo hombre espera sentado, los codos en las rodillas, la cabeza ladeada. Oficios amatorios han moldeado el cuerpo del segundo hombre, sus coyunturas han sido torneadas con suavidad; las muñecas, las yemas, los dedos, no ejercen fuerza alguna, habituados a la caricia, habituados a recibir; la cintura y el cuello son finos y largos, pero sus nalgas se han abolsado, el centro se ha hundido, como si aspirase una permanente y audaz bocanada de aire por el medio. El instante en que el primer hombre cruza la calle, las nalgas del segundo permanecen ocultas a su mirada. Quedan uno frente al otro (o uno sobre el otro) y por un breve momento se miran, se reconocen, se descubren. El primero —el que lleva el paquete— semeja en toda su estatura la sombra de una farola, mientras el segundo —el de las nalgas— no es más que un pensador de Rodin. Deshace el primero el paquete y muestra un magnífico y enorme cenicero de cristal con fondo traslúcido color magnolia que eleva en equilibrio sobre su cabeza, mientras el otro levanta la mirada con el estupor de las profundidades de una pupila de gallina. Rompe el primero el cráneo del segundo según advierte el crujido, los vidrios asaltan todas las direcciones y humedecen la acera como lluvia. Arroja el primero los trozos más grandes del cenicero que han quedado en sus manos, y se arma con sus propios dedos, con sus propios puños: sujeta al segundo por las orejas como si se tratase de un conejo grande, presto a efectuar la labor, e impacta el hueso occipital del conejo contra la vereda gris de tarde; los pelos dibujan rayas sobre los dedos del primero, los golpes desencadenan ecos de castañas quebradas por el cemento. El hombre del paquete repite el movimiento con precisión sinfónica, una y otra vez, hasta que la cabeza del otro toma un aspecto fibroso y húmedo, como de manzana dañada. Descansa el primero, se detiene, intenta separar sus dedos de las sienes del otro pero al parecer han sido pegados con cola sintética, roja y pastosa. Contempla la vereda el primero, maître oeuvre de cariz sideral, alfombra de cristales granate y plata. La sombra se yergue, la observo mirarse las palmas, caminar de nuevo bajo la acacia, desaparecer. Recuerdo las únicas palabras que el segundo hombre —los ojos abiertos e insólitos— ha dicho al momento de recibir al primero, cuando quedaron cara a cara, uno frente al otro, las escucho aferrado a mi juventud, mi esposa también las oyó: “¡Casca, esto es violencia!”

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