Monday, December 10, 2007

YO, FRANCO: La niebla


Tal vez sientan que cada noche en la ciudad es más fría que la anterior, más oscura, más herida por la lluvia. Tal vez reconozcan en ésta una de esas noches en que, a pesar del miedo, debo alcanzar el local de abarrotes, pagar una leche, un dulce y unos panes, y regresar. Alejandra, mi mujer, permanecerá en cama indispuesta por el embarazo, yo tomaré mi chaqueta impermeable, una bufanda, y saldré. “Adiós, mi amor, ya vengo”. “Chau. No olvides el dulce”. Causará gran estruendo la puerta de hierro a mis espaldas y la niebla me invadirá por los cuatro costados a la conquista de la sangre, el vapor seco y helado agrietará mis pómulos, congelará mis piernas y por vez primera en años sentiré el golpe del hierro en la boca de mi estómago. Pero deberé ir por la leche y el pan. Me adentraré en el pozo con la esperanza de sortear los pasos que alejan mi puerta de la puerta de la tienda, aunque un par de codos más allá no haya retorno, no haya regreso.

He colocado el pie izquierdo en el borde del muelle, mientras me aferro con la mano derecha a una cuerda atada a la madera. Extiendo la izquierda sobre el agua, tanteando con las yemas el vacío: los bloques de hielo chocan entre sí, incesantes sobre el agua a mis pies, su amenaza de rocas refrigeradas e inquietas patinan en un zigzag polar. Tras la cortina de niebla una voz emite alertas de auxilio, yo estiro más el brazo hacia ella entre el algodón de hielo, pero no alcanzo a palpar nada. Cuando descubro que la escarcha ha calcinado mi chaqueta hasta romperla, vislumbro en el corazón del blanco un haz breve, amarillo y compacto que divaga torpemente sin control. Detrás de la luz, un sonido repetitivo y ronco, un ruido mecánico, emerge. Permanezco estático hasta que la luz toma forma y se convierte en el borde de una lancha a motor. Unos torpes pasos mojados aletean y devuelven el silencio a la niebla; se aproxima un hombre ancho, el pelo cano, la cara sonrosada, de un metro ochenta o algo más. El hombre apaga la linterna y abre la boca para decir algo, una boca de pequeños dientes amarillos, de rata, su boca que nunca alcanzará a decir nada.

Saco las monedas del bolsillo de la chaqueta, las cuento y pago. El hombre de la tienda sonríe algo inquieto. No me despido, ni una palabra, pienso en el hombre del bote y la piedra, pienso en la ráfaga de luces del cuchillo. Afuera ella se yergue, densa, invencible, serena. No dudo un segundo; mi mujer y mi hijo esperan. Me interno en ella.

Yo, king. Stephen King.

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