Monday, December 10, 2007

YO, FRANCO: Mi estanquillo

Hace seis meses Salvador Elizondo me regaló una palabra, estanquillo, que al pronunciarla me devolvió al pasado. Dice Elizondo que estanquillo era uno de esos comercios de “pequeñas vitrinas empañadas” que “exhibían montoncitos de diversas cosas, principalmente dulces y caramelos. En frascos de vidrio los clásicos de anís, de hierbabuena, de fresa, que se vendían a granel, a centavo y a dos por cinco”. Y más: “Cigarrillos de tabaco negro: Elegantes, Delicados, Casino, Alas, Tigres, Faros, casi siempre un poco secos”. El mío no divergía mucho, con su olor a pan y pared de adobe mezclados con rusticidad y vejez. En mi estanquillo lo primero que uno miraba eran los frascos, esos panzudos guardianes de caramelos granizos en opaco verde, rosa y amarillo, compactados a la manera de una mandarina enana. Las tapas verde resguardaban los granizos ante la severidad de los envases de lata que servían ora para almacenar arroz, ora para el azúcar, la harina o el grano, ora para servir de asiento a la oronda matrona que atendía al pie de su mostrador de madera con balanza en una esquina y exhibidor de chocolates, manteca de cacao o latas de té Hornimans en la otra. Colgaban del techo de mi estanquillo filamentos negros de grasa alrededor de los cuales una mosca se aprestaba al descenso en picada hacia el ojo del gato. En ocasiones el minino dormía sobre un pequeño Frigidaire de redondeadas aristas, la matrona abría la puerta y tomaba con su rolliza y tibia mano el palo de un plátano helado con antifaz de chocolate y la voz pequeña desde el suelo insistía, “otro congelado, señora”, aunque solo servía a desarrollar el hígado de la matrona. Por fortuna el maíz tostado con una rebanada de queso curaba esas aflicciones y aun el dulce de leche espeso, casi seco, que ella untaba en el corazón de un pan de origen siempre incierto. Cumplía función similar el café negro preparado con esencia Águila de Oro importada de la calle Benalcázar, del edificio situado frente al de los Correos, que ella sostenía en un tazón de hierro enlozado, entre el sueño y el desconsuelo, sentada sobre la lata de los oficios inútiles, antes depósito de harina de trigo, mientras el crepúsculo descendía pálido, verde, amarillo y naranja.

Este mi estanquillo, lo conozco bien, una de las voces a ras del suelo es la mía, la oigo con embarazo. Este mi estanquillo, en él crecí al calor de la matrona que también es mía, mi abuela María, Mamá Marita. Ahora clausurado y extinto, mi estanquillo.

Yo, recuerdo.

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