Monday, December 10, 2007

YO, FRANCO: El extraño señor Vargas Vila


I.

Confesaba el escritor Vila-Matas su deseo de convertirse en otro, distinto al identificado por su cuerpo y acaso por su espíritu, las ganas de encarnarse en un escritor ignoto de nombre Witold Gombrowicz. No ha sonado pocas veces esa rareza, descubrirnos incómodos en la propia piel y consecuentemente querer perderla o disfrazarla en otras vestiduras. A mí me ocurrió hace décadas y ese platónico deseo lo encontraba yo en un tal señor Vargas Vila.

Más bien pequeño andaba el que confiesa, al borde de los doce años, cuando, al igual que Vila-Matas, decidí convertirme en José María Vargas Vila. A mi abuelo había pertenecido el ejemplar arrugado y esponjoso por la colonia derramada en su lomo, de la novela Ibis, la “Biblia del suicidio”, pequeño volumen que mostraba en la portada la foto de su autor, sujeto de agria apariencia con el rostro surcado de arrugas, tocado por unos espejuelos en forma de óvalo. A salto de mata entre las páginas descubrí, leí y memoricé las sentencias que con la potencia de la mandrágora me subyugaron: “si la vida es un martirio el suicidio es un deber”, “el Amor es vil, porque viene de la carne; solo la amistad es fuerte, porque es pura; vive del alma”, “goza a la mujer; no la ames nunca”, “teme al Amor como a la Muerte; él es la Muerte misma”, sentencias narcóticas que me volvían otro. Más Señor Hyde que Samsa, me puse a la tarea de hacerme con otros libros del maestro de la nada. En esas me encontraba cuando en la repisa de casa di con Las rosas de la tarde, el manifiesto de la muerte del amor al pie de las doce colinas de Roma, firmado por el mismo colombiano extraviado en Latina, Vargas Vila.

Embriagado de tarde, libélulas, ocasos y nenúfares, el coco irremediablemente rayado, supe por los periódicos antiguos que el señor Vargas Vila, además de incendiar sus páginas contra el bárbaro imperial —tales eran sus palabras para los Estados Unidos—, contra los curas y los conservadores del tiempo de la llama liberal, encendía otra hoguera, entre sicalíptica y entristecida, ataviado con severidad y atildamiento. Esos mismos periódicos me dijeron que José María (V. V.) mudaba de traje tres veces al día a la vez que oficiaba bacanales y otros servicios horrendos protagonizados por hermafroditas y más seres mutantes en sus mansiones adquiridas por el bien de la pluma en Grecia, España o Francia. Así es que yo, presto a convivir con la inmundicia, me puse a componer un ajuar integrado por trajes de corte a lo 1970 robados a mi padre, leontina fabricada con el remiendo de una cadena de oro de madre y un reloj sin correa rescatado de algún cajón, chalecos y abrigos de mi abuelo y unos lentes que supongo también eran suyos, de la época en que tocaba el saxo en la banda municipal. De esta manera quedé listo para acariciar con las yemas el azul de la bóveda celeste y abandonarme a la vileza de la carne.

II.

En mi última entrega decía que armado caballero quedé yo, con leontina y espejuelos, decidido a seguir los pasos de mi antecesor Vargas Vila en su intromisión por los jardines de Eros. Románticamente ataviado dejé la casa, salí a la calle y encontré a un hombre alto con cuerpo de huevo oculto tras unos lentes de ciego.

El sujeto clavó sus ojos, difuso y tan cierto que al punto me reconoció vestido de esa forma y no tardó: “Volviste, José María. Había perdido las esperanzas de hinojos al pie del nicho en las Cortes de Barcelona, las lágrimas imparables, el recuerdo. Pero volviste, regresaste. Conservé la casa intacta, como la dejaste. Sígueme Divino”. Es mi “hijo adoptivo”, Ramón Palacio Viso, que, afectado y alegre, me toma del brazo y caminamos. “Me cuentan que Salazar Pazos, el hombre de la Isla, conservó tu diario como una custodia fiel, opera magna y final, a fin de resguardarla. Me han dicho que Salazar Pazos, el hombre de la Isla, ese ser noble que siempre admiró tu palabra, lo custodió hasta el día en que tocó su puerta un hombre blanco y barbado que lo redujo a golpes para aprehenderlo. No se supo nada de él durante un tiempo, solo, me dicen, permanecía el rumor de las olas que golpean la pared de arena al pie de los hierros y mueren en la espuma. Me han dicho que hubo una orden, que la fallaron y olvidaron al hombre hasta que volvió en sí y ratificó, sí, acepto, lo devolvieron a la celda y lo olvidaron nuevamente.

Con la declaración en la mano, volvieron los gendarmes a su casa, la vaciaron y colocaron el Diario en un pequeño arcón de madera, una bolsa mal cosida de lino y un cajón metálico inviolable, respectivamente, pasaron la llave, cerraron la puerta del Consejo de Estado y a otra cosa”, refiere Palacio Viso con una melancolía que sus ojos no pueden confirmar a causa de las gafas negras, sus manos tiemblan, como pichones. Lo escucho, grave, y sospecho que ha perdido la razón, que la Muerte y el Ocaso han sido para él gigantes. Prosigue: “Son los bárbaros, Divino, los bárbaros. Pero no aquellos, otros, los mismos. Y Salazar Pazos se hizo a la mar tras la cárcel. Sin el Diario ni los escritos, un buen hombre, Salazar”. Está lívido, tembloroso, ido. Tomo una de sus manos entre las mías y le hablo, de nuevo en mis horas: “Decide Palacio Viso, tu Maestro lo impone: ¿quién dio la orden?” “El Barbudo de la isla, Divino” “¿Y quién detrás?” “No sé si deba, Maestro…” “¡¿Quién?!” “Un paisano tuyo al que desconoces. Es de la costa, gran autor, un divo: Gabriel García Márquez. Me lo ha contado un amigo mexicano, no importa su nombre…” “Gabriel García Márquez…” Mi voz cavernosa se pierde como un eco en la profundidad de la calle, mil golpes de sonido contra las paredes. Observo a Palacio Viso, “mi hijo”, y agacho la cabeza, la leontina descompuesta porque la cadena se ha zafado y ahora pende sobre mi bragueta como un hilo malsano; el reloj duerme en el fondo de mi bolsillo sin rastro de Eros. Más allá la punta de los zapatos, el borde de las suelas. Los de un muerto.

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