Cuando salí de casa encontré al Odio inclinado en la puerta, iba cubierto por su aura de siempre, quebrada la sonrisa en los labios. Me dijo: —¿A dónde tan temprano? —a lo que respondí—: al aeropuerto, me voy. El día crece como una boca y sobre las colinas el negro se convierte en gris hasta que la mañana es naranja y triste, como el páramo. Nos dividimos la noche los dos, él ofició la primera parte dentro de Muriel, ese es mi nombre, provocando el recuerdo de los granos de valor que perdí en el día, recordando el comedero y la imagen del bocazas en el televisor de la repisa, su bla bla. Las palabras hinchadas de demagogia despertaron en su abdomen las ganas de suprimir al que las pronunciara en la pantalla, a su presidente. Después del almuerzo el jefe volvió de Guayaquil y pidió las partituras que debían estar listas pero no estaban, porque él, su jefe, se ha largado sin decir nada, sin dar explicación, irresponsable, vago, infeliz. Él y sus amistades cosechadas con la boca, con mentiras, él, caradura, hijo de puta. Por la noche su mujer lo recibió con rabia porque olvidó la compra y la niña tenía fiebre. Fue joven y hermosa, hoy ella es esto. Pero Muriel, yo, no pierde la esperanza, se aproxima a su fragmento de noche oculto en el mueble rosa, extrae el disco, Brahms, el Réquiem Alemán, lo coloca en el plato y deja gemir las rayaduras del tiempo hasta que las notas vuelan al infinito. Ese momento sus flaquezas desaparecen sobre la mecedora, en las manos que descansan en la curvatura del abdomen, en los ojos cerrados, mientras la música domina lúgubre, elegíaca. A medida que trata de olvidar recuerda más el día, políticos, jefe, esposa, vida. Hasta que la aguja retorna al soporte y emite un sonido seco. Entonces el Odio toma forma y acaricia su mano antes de tomar asiento. Muriel: ¿qué ha sido de tu vida? El tiempo cumplió su tarea, yo ya no sirvo. Se recuesta en el sofá, junta los labios y entona una sonata de Brahms.
Guardo los efectos en el maletín. Él duerme, yo procuro no hacer ruido. Antes de irme, tomo la chequera y extraigo la tapa de mi pluma. Un clic enorme en el silencio. Dibujo cuidadosamente mi firma, dejo el papel sobre la mesa, me aproximo a la puerta y él está ahí.
Mi odio.
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