Soy un cobarde. Siempre lo he sido y ahora es tarde para cambiar, un intento fallido. Ser cobarde no es lo que se piensa, no es ocultarse tras las paredes, escurrirse por la alfombra, ladear el sombrero para que el ala oculte la pobreza, la fealdad o el desatino. Un cobarde puede, fácilmente, respirar a la luz pública, moverse en las calles, tomar una máquina y vapulear a un inocente. Un cobarde puede dejar que el sol bañe su frente, desvanecerse en la multitud, hacerse pasar por bueno. Un cobarde puede olvidar que es cobarde, fortalecerse en su debilidad y afilar las garras, puede engatusar, manipular, labrar su entorno como quien edifica una morada nueva, una casa, como quien trama su ratonera.
Han de saber que un cobarde detesta a partes iguales la soledad y el ridículo, que teme por igual —las manos crispadas y el sueño entrecortado— la batalla y las batallas movidas por las discrepancias. Es el dueño de la armonía, el amo de la quietud, capricho en que conjuga su realidad. Es, en consecuencia, un presente, la inmovilidad, la piedra. Tipos así somos principio y fin de nuestro territorio, somos, los cobardes, la gran excepción.
Condición indispensable del cobarde nuestra debilidad, la inseguridad y blandura de nuestros corazones, condición indispensable no decidir, dudar, temblar. Emprender podemos aunque nunca nos sentiremos responsables, caminamos sin mutar, sin evolucionar, dudamos de la duda como el hombre de honor teme a la decisión injusta, porque para los dubitativos la justicia empieza y termina en su propia cabeza.
Caprichoso, demiurgo, juez, el cobarde talla el mundo, lo amolda sin domeñarlo, le otorga la curva de su mano como el guante se adhiere a unos dedos, sin misericordia, sin resignación. El cobarde es el peor realista, es el fantasioso, el conspirador, el tallador que interpreta al diplomático, al manipulador, al persuasivo encantador de serpientes. Encantador: encantador casi siempre entraña cobardía.
Distancia y mofa, piel fría, tacto nervioso, ligereza aparente, andar sinuoso, identifican al cobarde. Podría ser, amigablemente, quien vive a la vera de un fantasma o aquel atrapado en la red de un defecto. Aunque cabe corregir y mencionar que quizá se proyecte una sombra en su hábitat, que podemos identificarlo si abrimos bien los ojos: la oscuridad de su conciencia, bajo la que actúa, lo engaña cuando él pretende engañar al resto.
Heme aquí, un cobarde. Yo, el cobarde. —
Thursday, December 04, 2008
Wednesday, November 26, 2008
El bebé de Hitchcock
Aquí, Hitchcock. Aquí Hitchcock oculto tras la piedra. Aquí, el Mago del suspenso fingiendo ocultarse como si fuera un niño. ¿Consciente fue Alfred Hitchcock de que habríamos de descubrir la farsa, de que la maquinación sería asaz evidente que hasta el distraído la viese? ¿Qué maquinación, cuál? Para quien no lo sepa, Hitchcock fue amante de figurar y payasear, de aparecer como sombra en la ventana de un film o manipular lupas hasta que uno de sus ojos se hinchara desmesurada, monstruosamente, y sacra la foto. ¿Y qué sobre la entrada de su programa de tevé, aquel famoso en que Hitchcock presentaba una noche a Martin Sheen quien, irascible, perdía la paciencia con un amigo, lo aporreaba y mataba, cortaba el cuerpo en pedacitos y los sumergía en ácidos que despedían el recuerdo del amigo en el desagüe? ¿Qué con esas apariciones coquetas, bien pensadas, con las que Hitchcock maquillaba su angustia de degenerado perverso, curioso? Aquí el ojo derecho de Hitchcock, aquí su suave y gordo cachete ansioso de ser sorprendido mientras finge ocultarse del espectador. ¿Por qué ha de representar esta comedia el Mago Hitchcock? ¿Por qué si ya el cuerpo fue disuelto y solo queda la cabeza del amigo en mis manos? Representar ha, el Mago del suspenso, porque el degenerado perverso y curioso que reposa en ti espera que el gran maniático expíe su culpa con un juego, y el juego solo puede representarse en público. En público, como es el cine. Solo queda que descubras la cabeza que guardé en una hielera, la prueba, y que la mires de cerca, a los ojos. Solo queda por ver que la cabeza de Hitchcock es una esfera grande sobre el cuerpo escaso, una desproporcionada bola con un cachete fláccido y un ojo fisgón. Queda por comprobar, lo has intentado, que Hitchcock fue un recién nacido, que Alfred Hitchcock es un bebé.
Wednesday, October 29, 2008
Monday, October 27, 2008
YO, FRANCO. Sobre la necesidad de las cartas (II)
Ansiosos, veloces, derrotados, los mensajes se disfrazan mejor que una carta antigua, como si acudieran a una cita amorosa: mientras más hambre de abandono y deseo, con artificio mayor se comportan. De esta manera corren con el apremio y la formalidad de una esquela y amenazan con el terror de los anónimos. Falsos por una cara, intimidan con la otra. Retratan con atino este mundo, su necesidad, su carencia.
(Las cartas antiguas no envolvían mejores augurios, atendieron, simplemente, otra llenura: sortearon la soledad en el siglo de la distancia. Esa lejanía hoy se ha quebrado, uno puede hablar con quien le plazca, aunque yo no confíe en ti ni tú en él.
Ay, el vacío, ay, la centuria: enferma de necesidad no reniega de su engreimiento).
Gracias a su doble carácter, la súplica y el telegrama intentan revelar con desespero qué o quiénes hablan por detrás. No la verdad, no el secreto, lo que piensan ser o están siendo. No procuran, como intentaban las cartas, descubrir a sus firmantes, identificarlos. Los telegramas hablan, las cartas escuchan.
Los telegramas se extravían en la realidad, en medio del murmullo imparable de los que se descubren y oxigenan. Se funden en el anonimato de la red, pisoteados unos por otros, unos locos más que los otros intentando marcar su huella. Atentaban las cartas contra la realidad, tentaban la trasgresión, la reescribían mediante el lance del amor o el decreto de la guerra, la provocaban. La extraviaban, no se hundían en ella.
Por ello, quizá, se tomaban menos en serio a sí mismas, las cartas. No seguían el flujo de la vida, la necesidad y el trabajo, caminaban bajo vientos distintos, caminaban en el retiro. Eran escritas para matar el tiempo, conjuraban el día y divagaban. No habitaban la morada del tedio. Por el contrario los telegramas huyen de la vida y su pretexto. Afirman el tedio, son terapias.
Se escriben, luego, en la rutina de una oficina, frente a una pantalla y en ágora. Son rasgados en la distracción, a contracorriente del silencio, la meditación y el retiro. Ahí se fragmenta y tartamudea, ahí adelanta un paso el ego, ahí se escurre el bulto.
Bien escurrido, el mensaje apunta a nadie, a parte alguna. Va a parar, penosamente, sobre un muro derruido. Se desparraman sus letras en la superficie y el orden rueda hecho añicos. Sin composición, sin cavilación, apenas orden. No llega a su destinatario el mensaje de los telegramas. Lacan, quien sostenía que un mensaje inconsciente bien dirigido al inconsciente de otro le llega necesariamente, no contemplaba la consagración de lo ordinario, el sudor de lo dicho.
Queda por escribir esto: el escritor fracasado dobló la esquina y desapareció. Yo rasgo las servilletas y las guardo en mi bolsillo. En casa el orden retornará. Volverá con la necesidad de las palabras y la casualidad de las cosas, retornará con la necesidad de las cartas. —
(Las cartas antiguas no envolvían mejores augurios, atendieron, simplemente, otra llenura: sortearon la soledad en el siglo de la distancia. Esa lejanía hoy se ha quebrado, uno puede hablar con quien le plazca, aunque yo no confíe en ti ni tú en él.
Ay, el vacío, ay, la centuria: enferma de necesidad no reniega de su engreimiento).
Gracias a su doble carácter, la súplica y el telegrama intentan revelar con desespero qué o quiénes hablan por detrás. No la verdad, no el secreto, lo que piensan ser o están siendo. No procuran, como intentaban las cartas, descubrir a sus firmantes, identificarlos. Los telegramas hablan, las cartas escuchan.
Los telegramas se extravían en la realidad, en medio del murmullo imparable de los que se descubren y oxigenan. Se funden en el anonimato de la red, pisoteados unos por otros, unos locos más que los otros intentando marcar su huella. Atentaban las cartas contra la realidad, tentaban la trasgresión, la reescribían mediante el lance del amor o el decreto de la guerra, la provocaban. La extraviaban, no se hundían en ella.
Por ello, quizá, se tomaban menos en serio a sí mismas, las cartas. No seguían el flujo de la vida, la necesidad y el trabajo, caminaban bajo vientos distintos, caminaban en el retiro. Eran escritas para matar el tiempo, conjuraban el día y divagaban. No habitaban la morada del tedio. Por el contrario los telegramas huyen de la vida y su pretexto. Afirman el tedio, son terapias.
Se escriben, luego, en la rutina de una oficina, frente a una pantalla y en ágora. Son rasgados en la distracción, a contracorriente del silencio, la meditación y el retiro. Ahí se fragmenta y tartamudea, ahí adelanta un paso el ego, ahí se escurre el bulto.
Bien escurrido, el mensaje apunta a nadie, a parte alguna. Va a parar, penosamente, sobre un muro derruido. Se desparraman sus letras en la superficie y el orden rueda hecho añicos. Sin composición, sin cavilación, apenas orden. No llega a su destinatario el mensaje de los telegramas. Lacan, quien sostenía que un mensaje inconsciente bien dirigido al inconsciente de otro le llega necesariamente, no contemplaba la consagración de lo ordinario, el sudor de lo dicho.
Queda por escribir esto: el escritor fracasado dobló la esquina y desapareció. Yo rasgo las servilletas y las guardo en mi bolsillo. En casa el orden retornará. Volverá con la necesidad de las palabras y la casualidad de las cosas, retornará con la necesidad de las cartas. —
Monday, October 20, 2008
YO, FRANCO. Sobre la necesidad de las cartas
«Sobre el escritorio del doctor la encontré, me llevé la revista y leí tu artículo sobre Thomas Bernhard. Como es habitual, no estoy de acuerdo: el artista procura el silencio, nunca el sonido. Así sucede con Walser, con Frisch, con la poesía, en eso se afanan Bernhard e Inge Bachmann». Mientras Franco lee este mail, una lancha altera con su tórrido desgano los lechuguines del Guayas y yo me tomo una cerveza. La espesura del cielo gris desaparece cuando el brillo del sol conquista el horizonte hasta morir tras una isla. Como para el habitante de cualquier puerto, las aletas de mi nariz son inmunes al hedor del malecón, al sudor de los cuerpos, al humor que asciende desde la tripa. La necesidad de las cartas. Flora ha enviado a Franco otro de una serie de mails sobre el tema de la palabra y el silencio. Citó nuevamente a Nietzsche (“en todo hablar hay una pizca de desprecio. El lenguaje, parece, ha sido inventado solo para decir lo ordinario”), hizo un send y se ha excusado de la necesidad de tomar el teléfono y hablarle, se eximió de dar la cara exponiéndose a la verdad. Retorna la escritura con esta arma, anónima, hasta para quien ha retenido el sudor del cuerpo después de una cama, hasta para quien conserva el olor juvenil del deseo. Son telegramas, mensajes que atienden a lo inmediato, a la urgencia de notificación. Eso es: son notificaciones. Un anciano de barba blanca y cotona atraviesa el malecón, agobiado por un tiempo que no le permitió ser lo que él quiso y solo le ha dejado la injuria y la inquina. Se percibe en su modo de llevar el bastón, se sabe que el escritor barbudo ha de odiar. Mientras se aleja y observo el ondular de sus bastas, pienso en las diferencias, en las peculiaridades: si a una carta escrita a mano corresponde un mundo de esperanza (el despertar de un amorío, la venganza inminente, la insalvable llamada al frente), a una de esas que aparecen en la pantalla de una máquina ha de corresponderle uno de espera: la distancia entre la ansiedad y lo promisorio, la peculiaridad de lo inminente y lo posible. A partir de ello intento liar una secuencia: en el mundo antiguo uno escribía cartas con la ilusión de que un suceso o una llamada trastornase el orden de las cosas, por el contrario, cuando uno envía un mail, no parece albergar ilusión mayor, parece ser que las cosas no podrán ser alteradas por un suceso dicho en unas frases apenas, y que soñar ya no es posible porque la velocidad constituye una interpretación de la derrota. Así tenemos que en aquel mundo, lento y ya extinguido, uno aguardaba pacientemente la llegada del papel, oía los nudillos del cartero y su apacible ritual (bocina del triciclo, paquete de envío, esperanza del nombre, extravío siempre acechante), mientras en este mundo uno desencripta su máquina hastiado, y halla lo que supone ya, lo que imagina. Si ocurre así, pienso (y lo escribo en pedazos de servilletas de papel), los vocablos previsibles e imaginados anticipan solamente un encanto, la acumulación, uno y otro sepultados en sus mazmorras electrónicas, uno detrás de otro abandonados al olvido, curiosidad solo de una notificación de futuro. El resto verdaderamente importante, aquellos mensajes ardientemente esperados (no el telegrama, no la súplica) se atesoraban en un breve arcón, entre las páginas de un libro, al costado de una almohada o en un paquete atado con cinta. Conformaban de ese modo un tesoro.
Tuesday, October 14, 2008
Carvajal
Simulacro de la escarcha
en el día soleado,
mapa de un cielo de estrellas
albas y enanas, o un firmamento
que apenas se sostiene
de las cuerdas mecidas
por un rumor de niños que se alejan.
Las flores del cerezo
copan el cuadro de la ventana.
I
La ofrenda del cerezo, Carvajal
en el día soleado,
mapa de un cielo de estrellas
albas y enanas, o un firmamento
que apenas se sostiene
de las cuerdas mecidas
por un rumor de niños que se alejan.
Las flores del cerezo
copan el cuadro de la ventana.
I
La ofrenda del cerezo, Carvajal
Wednesday, October 08, 2008
YO, FRANCO. La necesidad de las cartas
Reza el anuario del colegio Stella Maris: «Rodolfo Parra, aula del 68. Aptitud para la oratoria y el método socrático. Escribe versos desde niño. Muy buen dibujante y caricaturista. Carrera proyectada: derecho. “Quiero defender a los pobres y a los presos de conciencia”. Personaje: Malcolm X. Se augura éxito».
«Estimado Genaro Franco: Con satisfacción le comunicamos que aprobamos su carta y usted ha sido admitido en la Escuela de Aviadores del Sur del Estado. Para la incorporación deberá enviarnos sus señas personales, los números de carné de identidad y afiliación social y un código de nueve dígitos. Este código servirá para el acceso a nuestras instalaciones y para la práctica de ensayos. Le rogamos memorizarlo y no difundirlo. De acuerdo con su comunicación lo esperamos el 17 de febrero. En el formulario la descripción de los efectos personales requeridos…»
«Despacho para la hija del señor Descalzi: dos suéteres ingleses de cachemira XS, vestido de coctel de Yves Saint Laurent número 2, tres pantalones a cuadros N°. veintidós, un pañuelo de cuello Chanel color celeste. Total: nueve mil quinientos cuarenta sucres. Seña: Srta. Flora Descalzi, Riobamba»
Retorna la escritura:
«…leí el artículo sobre Naipaul, Antigualla. Como siempre no estoy de acuerdo: no se intenta el sonido, el artista procura el silencio. Como Walser, como Buzzatti, como la poesía. En eso se afana Naipaul, en eso Marguerite Duras e Ingeborg Bachmann. En eso, Franco, antigualla. Por lo demás todo bien, como siempre».
¿Para qué hablar si uno puede escribir? No es preciso dar la cara, solo un send y ya está.
Rodolfo que ha devenido en Rod vaga ahora por los muelles. Bebió dos botellas de Pilsener mientras miraba el agua de la ría. En pedazos de servilletas ha escrito parejas antitéticas, mirado la luna, hecho un rollo, gran sorbo de cerveza, y guardado los papeles en los bolsillos abombados de la americana amarilla. Vagó un par de horas por los muelles y camina a su casa en el barrio del Centenario. Los gatos se repliegan cuando Rod mete la llave en la cerradura. No enciende las luces, se tiende sobre el brazo acolchado del sofá (sofá de hierro y espuma), toma el aparato y marca el número. “¿Me escuchas, Flora, me escuchas, tú?”
Su clave es “dimenticareericominciarecelentano”. ¿El proveedor?… estupideces. Franco mira su correo. Mensaje de Flora: “…leí el artículo sobre Naipaul, Antigualla. Como siempre no…” Se apresta a leer, a verlo.
«Estimado Genaro Franco: Con satisfacción le comunicamos que aprobamos su carta y usted ha sido admitido en la Escuela de Aviadores del Sur del Estado. Para la incorporación deberá enviarnos sus señas personales, los números de carné de identidad y afiliación social y un código de nueve dígitos. Este código servirá para el acceso a nuestras instalaciones y para la práctica de ensayos. Le rogamos memorizarlo y no difundirlo. De acuerdo con su comunicación lo esperamos el 17 de febrero. En el formulario la descripción de los efectos personales requeridos…»
«Despacho para la hija del señor Descalzi: dos suéteres ingleses de cachemira XS, vestido de coctel de Yves Saint Laurent número 2, tres pantalones a cuadros N°. veintidós, un pañuelo de cuello Chanel color celeste. Total: nueve mil quinientos cuarenta sucres. Seña: Srta. Flora Descalzi, Riobamba»
Retorna la escritura:
«…leí el artículo sobre Naipaul, Antigualla. Como siempre no estoy de acuerdo: no se intenta el sonido, el artista procura el silencio. Como Walser, como Buzzatti, como la poesía. En eso se afana Naipaul, en eso Marguerite Duras e Ingeborg Bachmann. En eso, Franco, antigualla. Por lo demás todo bien, como siempre».
¿Para qué hablar si uno puede escribir? No es preciso dar la cara, solo un send y ya está.
Rodolfo que ha devenido en Rod vaga ahora por los muelles. Bebió dos botellas de Pilsener mientras miraba el agua de la ría. En pedazos de servilletas ha escrito parejas antitéticas, mirado la luna, hecho un rollo, gran sorbo de cerveza, y guardado los papeles en los bolsillos abombados de la americana amarilla. Vagó un par de horas por los muelles y camina a su casa en el barrio del Centenario. Los gatos se repliegan cuando Rod mete la llave en la cerradura. No enciende las luces, se tiende sobre el brazo acolchado del sofá (sofá de hierro y espuma), toma el aparato y marca el número. “¿Me escuchas, Flora, me escuchas, tú?”
Su clave es “dimenticareericominciarecelentano”. ¿El proveedor?… estupideces. Franco mira su correo. Mensaje de Flora: “…leí el artículo sobre Naipaul, Antigualla. Como siempre no…” Se apresta a leer, a verlo.
Tuesday, October 07, 2008
Wednesday, October 01, 2008
El polvo y los elementos
Luz silenciosa, de Carlos Reygadas
Utilicemos, para el caso, la absurda hipótesis de que allí donde haya una obra de arte, una película o un libro, una historia debe ser contada. Pensemos, por otro lado, en la hipótesis de que una obra debe contar apenas nada, ocultar lo que puede ser referido, retenerlo con el fin de no decir acerca de lo evidente si no sobre sus sucedáneos. Pensemos en lo uno y en lo otro mientras contemplamos Luz silenciosa (Stellet Licht, 2006) en la oscuridad. ¿Cuál su historia? ¿El adulterio, una muerte de amor y sufrimiento? ¿El estudio de una comunidad, la menonita, en Chihuahua, México? Esto último también aunque no sea a todos evidente, aquello indiscutiblemente. ¿Sirven de algo estas razones a la hora de interpretar una película, debemos aplicarnos en ésas, sus historias sencillas, simples hasta la insulsez?
Antes de otras conjeturas, la pregunta de fondo: ¿qué ha ocurrido con la manufactura clásica del cine contemporáneo que le aparecen aquí y allá bombas que tratan de saltar su canon por el aire? ¿Qué omite la narrativa amena, rápida y de efecto de aquello que al hombre preocupa y corroe, y que el cine aún puede recoger? ¿Cuál la explicación de una propuesta extrema al punto de detener el plano y congelarlo, de atender a los elementos a la par que al hombre, engarzados con el hombre, de atentar contra la palabra hasta callarla, de dinamitar la narrativa del cine para devolverlo a su origen y prehistoria, la pintura? ¿Qué se escapa al espectáculo que solo el arte puede decir a través de una pantalla?
Allá, en el primer párrafo uno que puede ser un buen verbo: contemplar. Lo ha dicho ya el crítico mexicano Rafael Lemus acerca de Luz silenciosa, “como una pintura de gran formato, no exige ser vista sino contemplada”, y de ese modo podemos contemplar los elementos y la mecánica del mundo, los oficios del amor y la naturaleza, contemplar el silencio y el dolor, contemplar la muerte. Detener el vértigo de la Tierra y admirar la entrada de las reses al ordeño, la máquina trilladora del maíz en su desgaste, el anonimato inútil y definitivo de una flor, el trabajo del hombre y su producto, el motor, la caída de una hoja de cedro rojo en la escena de los amantes, admirar la nieve en su cegadora esplendidez. Retornar a los elementos de los que nos hemos venido alejando irremediablemente a causa de la ansiedad. Más que observar el dolor humano, admirarlo. Admirar el dolor como se admira la proporción de un edificio antiguo, como se admira un amanecer o la luz en La lección de música. Retornar al polvo que sufre y observarlo.
¿Para qué contar una historia, entonces, para qué hilar una trama si con un plano o una lentitud el mundo puede ser dicho? ¿Para qué apelar a la palabra y al movimiento si aquello que requiere la conciliación entre la naturaleza y el sufrimiento es la muda exposición de los objetos con el fin de atrapar su alma? ¿Por qué atender a la manufactura si la pena contemporánea clama por una cura primigenia, elemental, un encuadre estético y piadoso desprovisto de inocencia, despojado de todo resabio narrativo y técnico para decir con naturalidad el polvo y los elementos? A éste, un encuadre que transcribe conscientemente otros como Dreyer y Antonioni para huir del preciosismo y crear un lenguaje, lo que le importa es el fin y para ello ha hecho de los medios su fin.
¿Reviste importancia que esta película sea la imagen de una comunidad o de un amorío? Más importante una coma, un período, más importante el tiempo verbal. Más importante la luz que, silenciosa, ingresa por una ventana. —
Utilicemos, para el caso, la absurda hipótesis de que allí donde haya una obra de arte, una película o un libro, una historia debe ser contada. Pensemos, por otro lado, en la hipótesis de que una obra debe contar apenas nada, ocultar lo que puede ser referido, retenerlo con el fin de no decir acerca de lo evidente si no sobre sus sucedáneos. Pensemos en lo uno y en lo otro mientras contemplamos Luz silenciosa (Stellet Licht, 2006) en la oscuridad. ¿Cuál su historia? ¿El adulterio, una muerte de amor y sufrimiento? ¿El estudio de una comunidad, la menonita, en Chihuahua, México? Esto último también aunque no sea a todos evidente, aquello indiscutiblemente. ¿Sirven de algo estas razones a la hora de interpretar una película, debemos aplicarnos en ésas, sus historias sencillas, simples hasta la insulsez?
Antes de otras conjeturas, la pregunta de fondo: ¿qué ha ocurrido con la manufactura clásica del cine contemporáneo que le aparecen aquí y allá bombas que tratan de saltar su canon por el aire? ¿Qué omite la narrativa amena, rápida y de efecto de aquello que al hombre preocupa y corroe, y que el cine aún puede recoger? ¿Cuál la explicación de una propuesta extrema al punto de detener el plano y congelarlo, de atender a los elementos a la par que al hombre, engarzados con el hombre, de atentar contra la palabra hasta callarla, de dinamitar la narrativa del cine para devolverlo a su origen y prehistoria, la pintura? ¿Qué se escapa al espectáculo que solo el arte puede decir a través de una pantalla?
Allá, en el primer párrafo uno que puede ser un buen verbo: contemplar. Lo ha dicho ya el crítico mexicano Rafael Lemus acerca de Luz silenciosa, “como una pintura de gran formato, no exige ser vista sino contemplada”, y de ese modo podemos contemplar los elementos y la mecánica del mundo, los oficios del amor y la naturaleza, contemplar el silencio y el dolor, contemplar la muerte. Detener el vértigo de la Tierra y admirar la entrada de las reses al ordeño, la máquina trilladora del maíz en su desgaste, el anonimato inútil y definitivo de una flor, el trabajo del hombre y su producto, el motor, la caída de una hoja de cedro rojo en la escena de los amantes, admirar la nieve en su cegadora esplendidez. Retornar a los elementos de los que nos hemos venido alejando irremediablemente a causa de la ansiedad. Más que observar el dolor humano, admirarlo. Admirar el dolor como se admira la proporción de un edificio antiguo, como se admira un amanecer o la luz en La lección de música. Retornar al polvo que sufre y observarlo.
¿Para qué contar una historia, entonces, para qué hilar una trama si con un plano o una lentitud el mundo puede ser dicho? ¿Para qué apelar a la palabra y al movimiento si aquello que requiere la conciliación entre la naturaleza y el sufrimiento es la muda exposición de los objetos con el fin de atrapar su alma? ¿Por qué atender a la manufactura si la pena contemporánea clama por una cura primigenia, elemental, un encuadre estético y piadoso desprovisto de inocencia, despojado de todo resabio narrativo y técnico para decir con naturalidad el polvo y los elementos? A éste, un encuadre que transcribe conscientemente otros como Dreyer y Antonioni para huir del preciosismo y crear un lenguaje, lo que le importa es el fin y para ello ha hecho de los medios su fin.
¿Reviste importancia que esta película sea la imagen de una comunidad o de un amorío? Más importante una coma, un período, más importante el tiempo verbal. Más importante la luz que, silenciosa, ingresa por una ventana. —
Monday, September 29, 2008
Dilema de un moralista
Diego Cornejo Menacho, Miércoles y estiércoles, Alfaguara, Quito, 2008, 135 pp.
Encrucijada riesgosa para un autor es dar con el tono y el género que demanda la materia novelesca, la mayoría sufre en el camino tropiezos dictados por la inexperiencia, la egolatría, la ambición ciega y la ausencia de sentido literario. No es éste el caso de Miércoles y estiércoles, segunda novela de Diego Cornejo Menacho (Quito, 1949), autor que ha ubicado su punto intermedio escarbando en el arsenal de la novela negra y el thriller. La observación del género, necesaria, refiere solo una arista de este libro pues el proyecto rebasa sus límites hasta bordear los desafíos de escritura de una novela más ambiciosa que recrea episodios conocidos de la crónica política y policial del Ecuador —el caso de la desaparición de dos jóvenes hermanos, Carlos Santiago y Pedro Andrés Restrepo, a manos de la policía, suceso acaecido un par de décadas ha, bajo una atmósfera de represión política que desató un intenso cuestionamiento de los métodos policiales y los procedimientos del Estado. La ambición es notoria en las voces múltiples y en la reflexión del narrador que desmadeja la intriga y permite asomarnos a la historia. En medio, los personajes están vivos, los diálogos son creíbles, las cavilaciones intensas, la trama hábilmente tejida; Cornejo acumula sus puntos con imaginación y talento, con buen dominio y manejo de la técnica, algo que es imposible desdeñar en el contexto de una literatura, la ecuatoriana, más bien descuidada en torno a estos conceptos. El libro se aproxima a la demanda del lector por un producto exento de esnobismo, ingenuidad y lugares comunes que lo atrape en la mesa de novedades por sus virtudes emotivas, seductoras y por conducir a la reflexión.
Sin embargo, Miércoles y estiércoles es presa de sus virtudes en la medida que persigue y alcanza sus ambiciones con aplicación. Echar mano de la novela negra, el thriller y sus formas supone, como lo sabe el autor, discutir una perspectiva ética, evidenciar mediante la armazón novelesca la naturaleza moral en la cual se escenifican los hechos. A este respecto, es didáctico el autor a la hora de disponer claves a lo largo de la novela para conseguirlo: por ejemplo, con el fin de persuadir sobre la conciencia de los personajes, concede la palabra a su flujo interior bajo la forma de monólogos que al inicio escuchamos deslumbrados, comprometidos a la vuelta, prevenidos más tarde, crasamente advertidos al final: un autor que motivado moralmente ha dispuesto los monólogos al final de cada capítulo con el fin de asomarse al corazón de sus personajes, descubre estéticamente el truco y lo malogra. ¿A qué obedece el didactismo? A que el autor confía en los recursos el soporte moral de la obra. No basta que el autor ironice sobre la condición moral de sus personajes —la “institución policial”, por ejemplo—, sino que desconcierten ellos en su virtud o vicio a través de los sucesos y de las palabras, que el autor escriba moralmente cada página. Cornejo lo consigue a través de los hechos, apunta, dispara bien, pero no logra exponer una perspectiva de autor sobre la naturaleza del bien y del mal más allá de los móviles de sus personajes. Hay método, curiosidad, inquietud, pero no arrojo para ir más allá de la forma del thriller y sus métodos y transgredirlos. Ocurre que Cornejo supone que transigir frente a los juegos de sospecha del policial no le permitirá cuajar el trasfondo moral que desea dar a su novela, prefiere hacer uso de la intriga del thriller y confiar a otros mecanismos narrativos la problemática moral. Equivoca su estrategia: en ambos casos enfrentar la definición del entorno ético de una obra no implica barajar métodos y seleccionar aquel conjeturado como el más neutral, si no permitir que la estética del libro dispuesta en su estructura, en los personajes y en el tiempo consume el universo moral del autor.
Aplicado en el trabajo técnico, Cornejo busca dar verosimilitud a lo narrado. Alcanzar esa verosimilitud tiene su precio y el autor lo paga. Acuña una conciencia de lo coloquial a partir de la voz de sus personajes, de sus modos de habla y sus giros. Enfrenta nuevamente el dilema ético como un problema técnico, y, en su trayecto, engolosinado en los hallazgos de la voz popular, pierde por momentos de vista que lo coloquial está al servicio de una estructura mayor, la voz narrativa, a quien debe servir y no a la inversa. La frase hecha, el refrán, el lugar común, a la vez que enseñan disipan, a la vez que comentan alienan. Aunque tienta una disyuntiva ética, Cornejo concibe el recurso por conciencia, la amenidad en el contar (aunque ésta sea introspectiva o dramática) por perspectiva, el enfoque vario por polifonía. Quizá esto muestre que se trata de un escritor moralista antes que de un autor moral, un autor de queja antes que un autor de conciencia.
Concluyamos con una posibilidad: Miércoles y estiércoles, novela de título nada eufónico aunque trabajo notable, deberá ser vencida. No porque fracase: el resultado es seductor, emocionante, reflexivo. Deberá ser vencida en la siguiente novela de su autor bajo una perspectiva de conciencia, como un fresco de correspondencias éticas cual es la novela concebida como un género de arte. —
Encrucijada riesgosa para un autor es dar con el tono y el género que demanda la materia novelesca, la mayoría sufre en el camino tropiezos dictados por la inexperiencia, la egolatría, la ambición ciega y la ausencia de sentido literario. No es éste el caso de Miércoles y estiércoles, segunda novela de Diego Cornejo Menacho (Quito, 1949), autor que ha ubicado su punto intermedio escarbando en el arsenal de la novela negra y el thriller. La observación del género, necesaria, refiere solo una arista de este libro pues el proyecto rebasa sus límites hasta bordear los desafíos de escritura de una novela más ambiciosa que recrea episodios conocidos de la crónica política y policial del Ecuador —el caso de la desaparición de dos jóvenes hermanos, Carlos Santiago y Pedro Andrés Restrepo, a manos de la policía, suceso acaecido un par de décadas ha, bajo una atmósfera de represión política que desató un intenso cuestionamiento de los métodos policiales y los procedimientos del Estado. La ambición es notoria en las voces múltiples y en la reflexión del narrador que desmadeja la intriga y permite asomarnos a la historia. En medio, los personajes están vivos, los diálogos son creíbles, las cavilaciones intensas, la trama hábilmente tejida; Cornejo acumula sus puntos con imaginación y talento, con buen dominio y manejo de la técnica, algo que es imposible desdeñar en el contexto de una literatura, la ecuatoriana, más bien descuidada en torno a estos conceptos. El libro se aproxima a la demanda del lector por un producto exento de esnobismo, ingenuidad y lugares comunes que lo atrape en la mesa de novedades por sus virtudes emotivas, seductoras y por conducir a la reflexión.
Sin embargo, Miércoles y estiércoles es presa de sus virtudes en la medida que persigue y alcanza sus ambiciones con aplicación. Echar mano de la novela negra, el thriller y sus formas supone, como lo sabe el autor, discutir una perspectiva ética, evidenciar mediante la armazón novelesca la naturaleza moral en la cual se escenifican los hechos. A este respecto, es didáctico el autor a la hora de disponer claves a lo largo de la novela para conseguirlo: por ejemplo, con el fin de persuadir sobre la conciencia de los personajes, concede la palabra a su flujo interior bajo la forma de monólogos que al inicio escuchamos deslumbrados, comprometidos a la vuelta, prevenidos más tarde, crasamente advertidos al final: un autor que motivado moralmente ha dispuesto los monólogos al final de cada capítulo con el fin de asomarse al corazón de sus personajes, descubre estéticamente el truco y lo malogra. ¿A qué obedece el didactismo? A que el autor confía en los recursos el soporte moral de la obra. No basta que el autor ironice sobre la condición moral de sus personajes —la “institución policial”, por ejemplo—, sino que desconcierten ellos en su virtud o vicio a través de los sucesos y de las palabras, que el autor escriba moralmente cada página. Cornejo lo consigue a través de los hechos, apunta, dispara bien, pero no logra exponer una perspectiva de autor sobre la naturaleza del bien y del mal más allá de los móviles de sus personajes. Hay método, curiosidad, inquietud, pero no arrojo para ir más allá de la forma del thriller y sus métodos y transgredirlos. Ocurre que Cornejo supone que transigir frente a los juegos de sospecha del policial no le permitirá cuajar el trasfondo moral que desea dar a su novela, prefiere hacer uso de la intriga del thriller y confiar a otros mecanismos narrativos la problemática moral. Equivoca su estrategia: en ambos casos enfrentar la definición del entorno ético de una obra no implica barajar métodos y seleccionar aquel conjeturado como el más neutral, si no permitir que la estética del libro dispuesta en su estructura, en los personajes y en el tiempo consume el universo moral del autor.
Aplicado en el trabajo técnico, Cornejo busca dar verosimilitud a lo narrado. Alcanzar esa verosimilitud tiene su precio y el autor lo paga. Acuña una conciencia de lo coloquial a partir de la voz de sus personajes, de sus modos de habla y sus giros. Enfrenta nuevamente el dilema ético como un problema técnico, y, en su trayecto, engolosinado en los hallazgos de la voz popular, pierde por momentos de vista que lo coloquial está al servicio de una estructura mayor, la voz narrativa, a quien debe servir y no a la inversa. La frase hecha, el refrán, el lugar común, a la vez que enseñan disipan, a la vez que comentan alienan. Aunque tienta una disyuntiva ética, Cornejo concibe el recurso por conciencia, la amenidad en el contar (aunque ésta sea introspectiva o dramática) por perspectiva, el enfoque vario por polifonía. Quizá esto muestre que se trata de un escritor moralista antes que de un autor moral, un autor de queja antes que un autor de conciencia.
Concluyamos con una posibilidad: Miércoles y estiércoles, novela de título nada eufónico aunque trabajo notable, deberá ser vencida. No porque fracase: el resultado es seductor, emocionante, reflexivo. Deberá ser vencida en la siguiente novela de su autor bajo una perspectiva de conciencia, como un fresco de correspondencias éticas cual es la novela concebida como un género de arte. —
Wednesday, September 24, 2008
YO, FRANCO. Rod
Venga a cargarlo.
Las botas golpean en los escalones, uno por uno, un fabuloso estruendo.
Rod ha bebido nueve o diez gin tonics en la barra, solo, sin amigos ni mujerzuelas.
Sexto, el cantinero, sirvió el último y pensaba: éste no aguanta uno más.
Aunque también: diablos, qué mal vestido está.
Rod calza botas negras con punta de triángulo, pantalón amarillo de franela y camisa con cuello de pico de pavo picada de flores, el fondo verde como una esmeralda. Seda.
Mal gusto el de este Rod.
Douglas me ha contado que vivió en New Orleáns. Debe ser esa la razón.
(Ahora Douglas también vive en los States. En el desierto, creo).
Sexto sale detrás de la barra. Venga a cargarlo, le digo.
Le advertí que no bebiera ese tonic, pero se puso necio como burro en chaparrón. Como siempre, hablaba, hablaba y hablaba.
Cierre el pico y tómelo del otro brazo, hay que bajarlo.
Tac-tac-tac-tac-tac.
¡Mire cuántos libros! Debe ser por eso que habla tanto: repite lo leído en estos ladrillos.
Cállese y déjelo en paz.
Se le ha fundido el coco a este Rod.
¿Apagó la luz? Ve que es tonto, por estar hablando de los libros: regrese y apague la luz.
¿Qué trae en la mano? ¿No le dije que se estuviera quieto?
Una foto. Bonita la vieja, ¿no? Con todo y suéter de loca.
Suena el vapor sobre la ría. Deje de oírme el corazón y regrese al bar. ¡Ni sílaba de la foto!
La cuatrojos boca abajo, abierta las patas.
Rod. –
Las botas golpean en los escalones, uno por uno, un fabuloso estruendo.
Rod ha bebido nueve o diez gin tonics en la barra, solo, sin amigos ni mujerzuelas.
Sexto, el cantinero, sirvió el último y pensaba: éste no aguanta uno más.
Aunque también: diablos, qué mal vestido está.
Rod calza botas negras con punta de triángulo, pantalón amarillo de franela y camisa con cuello de pico de pavo picada de flores, el fondo verde como una esmeralda. Seda.
Mal gusto el de este Rod.
Douglas me ha contado que vivió en New Orleáns. Debe ser esa la razón.
(Ahora Douglas también vive en los States. En el desierto, creo).
Sexto sale detrás de la barra. Venga a cargarlo, le digo.
Le advertí que no bebiera ese tonic, pero se puso necio como burro en chaparrón. Como siempre, hablaba, hablaba y hablaba.
Cierre el pico y tómelo del otro brazo, hay que bajarlo.
Tac-tac-tac-tac-tac.
¡Mire cuántos libros! Debe ser por eso que habla tanto: repite lo leído en estos ladrillos.
Cállese y déjelo en paz.
Se le ha fundido el coco a este Rod.
¿Apagó la luz? Ve que es tonto, por estar hablando de los libros: regrese y apague la luz.
¿Qué trae en la mano? ¿No le dije que se estuviera quieto?
Una foto. Bonita la vieja, ¿no? Con todo y suéter de loca.
Suena el vapor sobre la ría. Deje de oírme el corazón y regrese al bar. ¡Ni sílaba de la foto!
La cuatrojos boca abajo, abierta las patas.
Rod. –
Sunday, September 21, 2008
YO, FRANCO. Antigualla
Habría sido delgada de joven, distante, impaciente y con el mundo volcado a su interior. No podría decirse que sus mejillas hubiesen sido algo más que mejillas hundidas, tersas, frías, un poco húmedas, y que las lágrimas las hubiesen regado escasamente durante la infancia, casi nada después, solo insistir en que los ojos han sido siempre los mismos, un par de balcones de otra lechuza, testimonio de otra vida, idéntica, en el ayer, la que no demanda nada de una madre, de una mujer, de un hombre, la que nada espera: propietaria de sí misma, ella no desearía ser de nadie ni poseer a nadie, sería, lo que se dice, una mujer algo fría, una mujer sola, una persona. Así estaría bien.
Ha pasado el tiempo, los años avanzaron sobre la pared como una sombra: Flora habita en un departamento donde el orden y el polvo marcan su territorio hasta que el sábado la mucama venga con el plumero a remover la justicia del tiempo sobre el mueble. La atiende a las ocho, saluda con la mano sin cruzar palabra y se encierra en el cuarto de baño. Desde que cumpliera los cincuenta, Flora cepilla muy bien su corta melena todos los días a la misma hora, las nueve, la protege con una red y se baña cuidadosa, milimétricamente, a fin de evitar que el cabello sea estropeado por el agua. Pero al ir al ropero nunca ha podido reprimir el impulso de elegir todos los días lo que siempre elegirá para recordar sus votos de templanza y firmeza: un suéter oscuro con el cuello de tortuga que, inevitablemente, desarmará el arreglo. Las otras prendas acudirán por obligación, un pantalón con cuadros oscuros, un par de botines de gamuza, una bufanda de lana de rayas verdes y rojas, un par de guantes. Los anteojos rectangulares, marrones y caros, siempre boca abajo, siempre abiertos, serán tomados de la mesa de noche por su mano temblorosa y arrugada como el acto final del procedimiento.
Febo, el gato, repele y se encarama, alternativamente, en la víbora tubular de la máquina aspiradora. Flora lo observa desde la mesa blanca del desayunador mientras el café humea sobre el fondo gris de la ventana que enmarca los nevados en el occidente. Apura la taza pero siempre en el lecho un poso de óxido se estanca. Febo se ha hartado de la aspiradora y termina tendido sobre el sofá blanco y peludo, cansado de dar la guerra. Cesa por fin el sonido de la máquina y Flora puede extraer los papeles del cajón para disponerlos sobre la mesa, en bloques, uno al lado del otro. El trabajo apenas comienza, escribe a mano, con una caligrafía regular y uniforme dibujada sobre el papel común y corriente.
Procuran todos la normalidad, el apelativo de la angustia y la tristeza.
Deja reposar los anteojos boca abajo, abiertos sobre uno de los bloques. En una mesa cuadrangular y diminuta, situada en una esquina, se observa el teléfono. “Procuran todos la normalidad, el apelativo de la angustia y la tristeza, procuran el tedio para huir de la verdad, de la nada”.
—¿Me escuchas, antigualla, me escuchas, tú? —.
Ha pasado el tiempo, los años avanzaron sobre la pared como una sombra: Flora habita en un departamento donde el orden y el polvo marcan su territorio hasta que el sábado la mucama venga con el plumero a remover la justicia del tiempo sobre el mueble. La atiende a las ocho, saluda con la mano sin cruzar palabra y se encierra en el cuarto de baño. Desde que cumpliera los cincuenta, Flora cepilla muy bien su corta melena todos los días a la misma hora, las nueve, la protege con una red y se baña cuidadosa, milimétricamente, a fin de evitar que el cabello sea estropeado por el agua. Pero al ir al ropero nunca ha podido reprimir el impulso de elegir todos los días lo que siempre elegirá para recordar sus votos de templanza y firmeza: un suéter oscuro con el cuello de tortuga que, inevitablemente, desarmará el arreglo. Las otras prendas acudirán por obligación, un pantalón con cuadros oscuros, un par de botines de gamuza, una bufanda de lana de rayas verdes y rojas, un par de guantes. Los anteojos rectangulares, marrones y caros, siempre boca abajo, siempre abiertos, serán tomados de la mesa de noche por su mano temblorosa y arrugada como el acto final del procedimiento.
Febo, el gato, repele y se encarama, alternativamente, en la víbora tubular de la máquina aspiradora. Flora lo observa desde la mesa blanca del desayunador mientras el café humea sobre el fondo gris de la ventana que enmarca los nevados en el occidente. Apura la taza pero siempre en el lecho un poso de óxido se estanca. Febo se ha hartado de la aspiradora y termina tendido sobre el sofá blanco y peludo, cansado de dar la guerra. Cesa por fin el sonido de la máquina y Flora puede extraer los papeles del cajón para disponerlos sobre la mesa, en bloques, uno al lado del otro. El trabajo apenas comienza, escribe a mano, con una caligrafía regular y uniforme dibujada sobre el papel común y corriente.
Procuran todos la normalidad, el apelativo de la angustia y la tristeza.
Deja reposar los anteojos boca abajo, abiertos sobre uno de los bloques. En una mesa cuadrangular y diminuta, situada en una esquina, se observa el teléfono. “Procuran todos la normalidad, el apelativo de la angustia y la tristeza, procuran el tedio para huir de la verdad, de la nada”.
—¿Me escuchas, antigualla, me escuchas, tú? —.
Thursday, September 18, 2008
Richard Wright Echoes
Monday, September 08, 2008
YO, FRANCO. Iglesias 227
Si retorno sobre lo mismo lo hago porque no puede vivir en una cabeza más que una idea, un dolor, y la escritura no es más que el febril acoso de esa pena. En el camino la vida puede hundirse en la desesperación: quizá en medio asome las orejas una obra que atestigüe el empeño del hombre como un sí, el empeño de un ego.
Dicho esto solo sé que el hombre cantó un tiempo y murió. Es una forma de decir: morir también puede significar fracasar: el hombre fracasó en el papel que su suerte le había designado, esto es, esfumarse no como un innovador si no como un solitario frente al piano de un salón de hotel. Hubiese sido un final digno.
Pero no: habiendo cantado al amor de la única forma posible, con romance, ímpetu y cursilería, convertido en un soñador, un cazador de lunas, un mercader de ilusiones, guardó el secreto por el cual sus contemporáneos lo odiaron: cantar los fastos de un mundo diluido, destruido, de un planeta en que el amor era una fuerza terrena. Un moderno jamás lo entendería: la ilusión reside en lo nuevo y no hay nada menos nuevo y renovable que el amor. El amor, se sabe, es memoria.
Su compromiso con las tonadas de terciopelo, edulcoradas diríamos, le compondrían una imagen a la medida, la del hombre elegante, bronceado de playa y delgado a petición, siempre al borde del descaro, siempre al extremo del desorden y lo oscuro. Un poco demasiado previsible. Un hombre poco demasiado imprevisible.
“¡Qué daría por tener tus caricias cada día!” cantaría, envuelto por su papel, mientras una dama rubia vestida de terciopelo se resiste a su encanto copiado de Dean Martin, de Cole Porter, de Paul Anka, de Johnny Fontane, de Serge Gainsbourg. Aunque menos que todos ellos, Iglesias sería su verdadero epígono, el que no cumpliría su destino de noche, soledad y fracaso. Se conformaría con ser envidiado por su apetito seductor, por su deslenguada torpeza, por su mal gusto al hablar de sí mismo. No sabría que todo puede ser perdonado excepto traicionar el fracaso.
Desaparecería en esa fecha tras entonar “mañana por la mañana, si no se rompe la noche, haremos locuras nuevas con el amor que nos sobre”, desaparecería porque lo único que dignifica la memoria de un verdadero crooner es el fracaso, nunca el dinero ni la fama. El romanticismo no volvería a anunciarlo en altavoces como el primero de los nocturnos americanos con habla de Castilla y quedaría solo la calle donde caminar y olvidarlo, un par de tías viejas que lo recordarían con un suspiro contenido, como la imagen de un vívido amorío imposible, como un pasado nunca habitado. Solo quedaría la calle donde olvidar su nombre. Olvidar su vida de tanto ocultar la verdad con mentiras. De tanto tentar a la pena. —
Dicho esto solo sé que el hombre cantó un tiempo y murió. Es una forma de decir: morir también puede significar fracasar: el hombre fracasó en el papel que su suerte le había designado, esto es, esfumarse no como un innovador si no como un solitario frente al piano de un salón de hotel. Hubiese sido un final digno.
Pero no: habiendo cantado al amor de la única forma posible, con romance, ímpetu y cursilería, convertido en un soñador, un cazador de lunas, un mercader de ilusiones, guardó el secreto por el cual sus contemporáneos lo odiaron: cantar los fastos de un mundo diluido, destruido, de un planeta en que el amor era una fuerza terrena. Un moderno jamás lo entendería: la ilusión reside en lo nuevo y no hay nada menos nuevo y renovable que el amor. El amor, se sabe, es memoria.
Su compromiso con las tonadas de terciopelo, edulcoradas diríamos, le compondrían una imagen a la medida, la del hombre elegante, bronceado de playa y delgado a petición, siempre al borde del descaro, siempre al extremo del desorden y lo oscuro. Un poco demasiado previsible. Un hombre poco demasiado imprevisible.
“¡Qué daría por tener tus caricias cada día!” cantaría, envuelto por su papel, mientras una dama rubia vestida de terciopelo se resiste a su encanto copiado de Dean Martin, de Cole Porter, de Paul Anka, de Johnny Fontane, de Serge Gainsbourg. Aunque menos que todos ellos, Iglesias sería su verdadero epígono, el que no cumpliría su destino de noche, soledad y fracaso. Se conformaría con ser envidiado por su apetito seductor, por su deslenguada torpeza, por su mal gusto al hablar de sí mismo. No sabría que todo puede ser perdonado excepto traicionar el fracaso.
Desaparecería en esa fecha tras entonar “mañana por la mañana, si no se rompe la noche, haremos locuras nuevas con el amor que nos sobre”, desaparecería porque lo único que dignifica la memoria de un verdadero crooner es el fracaso, nunca el dinero ni la fama. El romanticismo no volvería a anunciarlo en altavoces como el primero de los nocturnos americanos con habla de Castilla y quedaría solo la calle donde caminar y olvidarlo, un par de tías viejas que lo recordarían con un suspiro contenido, como la imagen de un vívido amorío imposible, como un pasado nunca habitado. Solo quedaría la calle donde olvidar su nombre. Olvidar su vida de tanto ocultar la verdad con mentiras. De tanto tentar a la pena. —
Friday, September 05, 2008
Negra la puerta de los testigos
Hoy he despertado noche. Hablamos de literatura ayer, nos embriagamos, injuriamos y vomitamos como es costumbre. Nombres distinguidos van, vienen, Rilke, César Vallejo, Proust, Pamuk, Ítalo Calvino, Javier Marías. Otros apuntan lo suyo y cierran filas en torno a lo maravillosos que son los libros y cuán importantes han sido para su vida y su obra, y entre todos procuran contagiarnos un entusiasmo que nos impida abandonarlos sobre la mesa de noche, unos con nostalgia, otros con gracia, los menos con gala de erudición mal aprendida. Ha sido una buena velada, entregada a la añoranza y la fe, como solo pueden predicar los grandes, como pueden únicamente decir los justos. Recuerdo las palabras de Pamuk y Rilke y Proust y no creo ser lo suficientemente elocuente para apreciarlas en todo su valor.
A pesar del centeno, nadie ha subido la voz, nadie se ha puesto rabioso. Van a disculparme ustedes, no pueden pedirme que sea edificante esta mañana: he amanecido noche. Si debo explicarlo diré que no he podido quitarme el sopor del whisky, que me he levantado medio dormido. Esto me recuerda que la modorra es el estado que mejor se abre a divagaciones sobre el sentido de la vida, sobre la felicidad y la desdicha, como lo ha hecho Pamuk con esas magníficas palabras pronunciadas en medio de abrazos, brindis y babeadas de ebrios. Debo hacer una pausa y aclararme la voz para decir que dos son las actividades que traen felicidad a mi mesa y estas son dormir y leer. Aunque así lo creo, no voy a formular aquí, frente a ustedes, interpretaciones del sueño en iluso afán de competir con Jung y Freud, o con intención más sospechosa de arrancarles un suspiro aquí, una risa allá. Igual que no hablaré de los sueños en un sentido esotérico, no me conformaré con hablar de la lectura y los libros como quien habla de los museos y las catedrales, es decir, con ánimo de conservación y acumulación.
Igual que Pamuk ha dicho sobre la felicidad puedo yo vociferar sobre la pena. Cierto que los libros me traen alguna felicidad en todo lo que tienen de deslumbrantes, reveladores y amenos, pero lo hacen en la misma medida en que descubren lo execrable, infeliz y absurdo que puede ser el mundo, en lo que dicen acerca del silencio y la ira, en lo que suman para que la existencia deje de tener un sentido y se diga solamente —lo ha escrito Samuel Beckett— como manchas en el silencio. Ésta, que es la lectura literaria, la forma más alta de la lectura porque enfrenta al ser con lo vacuo e incita a refocilarse en los humores de la carne, no es ciertamente edificante como podría serlo, por ejemplo, asomarse a las páginas de El origen de las especies, la Enciclopedia británica o aun a las del Dieciocho Brumario. Al menos no lo es, en el sentido de construir, sino que siempre, por su propia naturaleza, la lectura literaria es destructiva, negra, terrorista. No podría ser de otra manera si por un momento nos detenemos a pensar en que el loco, el gran loco, se hace a los caminos polvorientos de La Mancha haciendo pasar la sinrazón por razón a todo lo largo y ancho de las páginas de su aventura, con el solo fin de abrirnos los ojos, destruir la ilusión de lo cierto, y hacernos ver que la cordura es un grillete, no más que un grillete. Abracemos la locura entonces. Pero no solo a ella sino también al triunfo de la maldad sobre la torpeza de la bondad, Popeye y Benbow a ambos lados del manantial, Joe Christmas en el granero, Lena Groove en su carreta, Raskólnikov en la casa de préstamo de Aliona Ivánova, Lady Macbeth, las manos manchadas de sangre. Y no la maldad en solitario: oficio de la literatura es sumergirse en aguas profundas de las que quizá algún día saquen la cabeza Bardamu y Merseault, Malone muerto y Samsa, El Innombrable y la Guignol’s Band, para retenerlos como se retiene el dolor, el fracaso, el desamor, la incertidumbre y la soledad del ser, y si de esta manera se los retiene, estoy seguro que los hombres que vengan dejarán de hablar de la lectura como una pasión edificante.
Usted puede enojarse, abrir la boca y reclamar que visitan también esas páginas la piedad, la misericordia y el perdón, que hasta en los papeles de Faulkner, principalmente en los papeles de Faulkner, el hombre no queda abandonado a su suerte de polvo imperdonable sino que tiene oportunidad de ser salvado. Para curar su enojo me abandono a la modorra y afirmo que es la materia del silencio, del vacío, la maldad, el secreto, su materia digo, la que opera una transformación —una metamorfosis para ser más consecuente— en el yo, en el yo lector. La sinrazón, el delirio y el mal, no la redención, no la misericordia o el perdón, suenan, se graban, perduran en el testigo. La redención acaso transforme al creador, al demiurgo, a quien humaniza y dignifica, no al espectador de la comedia cuyo corazón y fibras, cuyas vísceras, no volverán nunca por su edad de la inocencia, por la edad de la ignorancia. Quédenos entonces a los lectores de literatura el cinismo, la ironía, la sorna para ensalzar nuestra creencia en la nada, nuestra anti-creencia.
No podía venir esta mañana a decirles que me siento dichoso cuando hablo de la lectura y de lo almibarada que puede resultar para nuestras vidas. En realidad he venido a decirles que la lectura literaria es un problema, un problema grave. Que aunque convoque lugares de felicidad, no deja de atraer el vacío y hundirnos. No quiero decepcionarlos, especialmente a los jóvenes o a las damas soñadoras que leen libros por las tardes, no quiero descargar mi bilis de lector amargo, solo anhelo levantar la voz y decir cuánto me fastidia que a la hora de hablar de nuestras lecturas pongamos esa expresión santurrona tan habitual en el falso culpable y el esposo hipócritamente fiel, como si asistiéramos al bautizo de un sobrino o a una boda, seré implacable con esa máscara porque no estoy de acuerdo con que la lectura sea un oficio del nosotros, argumento que una de las invitadas de ayer ha esgrimido y que también Cortázar, Julio Cortázar, que asomó primero y se fue el último, ha sugerido. Quizá en esta época en que las malas conciencias desean levantar el nosotros como un fortín tras el cual resguardarse de los pecados de barbarie, omisión y oscurantismo del pasado, sea más necesario reivindicar el yo y la edificación de un universo personal como baluarte de la lectura literaria, antes que cualquier prédica políticamente correcta. Qué lugar más íntimo, reservado y personal que el diálogo entre una conciencia escéptica y otra más o menos crítica dispuesta a hablar en alta voz, qué lugar más pecaminoso el hallazgo de una literatura. Por eso el autor, esa conciencia crítica, escribe el yo como si escribiese el nosotros, pero nunca habla del nosotros como si hablase del yo, porque cada uno carga su cruz en la Tierra y cada uno debe cargarla en soledad. El nosotros que reclaman los pedagogos y los moralistas, el nosotros que reclama quien cree lavar las palabras de la mugre con que la historia las ha embarrado, y con ello recuperar el verdadero sentido de vocablos como democracia, derechos humanos, pueblo y justicia social, su verdadero sentido, como reclamaba un Cortázar, la madrugada ya, no le sirve al lector de literatura, al lector en clave estética, tal vez y solo tal vez, al ciudadano y al hombre político, y a éstos únicamente si la supuesta autoridad moral que alguna vez se arrogó una izquierda romántica y tuerta, cediera paso a una verdadera criticidad, a un verdadero diálogo, a verdaderos enfrentamientos y combates por el sentido de las cosas a través de las palabras. Pero, según se advierte, aquello está lejos de ocurrir.
Hay quienes confían en que la lectura sacará al hombre de las tinieblas, del rencor y la intolerancia, que lo enseñará a ser justo y razonable, a ser un hombre democrático. Hay quienes creen que la lectura todo lo puede, desde evitar que las niñas dejen de comer y mueran anoréxicas hasta desasnar a los humillados. Hay quienes piensan, con cierto romanticismo y no poca propensión al melodrama, que vivir en un planeta de lectores profesionales puede precipitar una realidad distinta. Probablemente sí, quizá. Pero no es ésa la lectura literaria, no la lectura estética que nunca es llamada a vacunar contra los males que la sociedad y el Estado deben curar, no la lectura cuyo punto de partida y llegada es el ocio, una desembozada y refinada vagancia que no conoce fin en la construcción de edificios morales. Se engañan quienes suponen que la lectura literaria hará al hombre más justo, bondadoso y honesto, acaso lo convertirá en un ser más escéptico, desconfiado y suspicaz, en un ser más incierto. Es que además de procurar el yo, la lectura estética parte de la confusión y la incertidumbre, en busca de la conversación, la disquisición, la pelea, el alejamiento consciente, es decir, en pos de la negación. Por eso el hombre que no es confusión no lee, no lee literatura, quiero decir, el hombre decidido vive, ama, construye y muere en la acción. Somos los confundidos, los somnolientos, quienes leemos con ilusión, rabia y precipicio. No queda a los escritores más que pregonar la lectura porque en ella su vida se resume, porque les apasiona hablar del gremio y persuadir que su interés es el del resto, el de todos, pasar el interés de clase como el interés de la sociedad. Somos, pues, los escritores, una reaccionaria casta que, establecido el ocio como oxígeno para nuestros pulmones, se apoltrona en un sofá en burguesa y graciosa compañía a leer el libro que ha adquirido, tarjeta de crédito en mano, en una bella librería como ésta, papeles que se convertirán en su combustible y su razón de ser. No queda más que el lector de privilegio de sus ficciones y divagaciones sean los burgueses que sueñan con hacer el gángster, el aventurero y la puta, precisamente porque no lo son, porque disfrutan —y no querrán abandonarla nunca— su comodidad de respetables burgueses. Pues bien, ustedes deben oír lo que los escritores hemos sabido desde siempre pero que nos reservamos, pues decirlo atentaría contra el grupo, contra el sindicato: estamos seguros que lo auténticamente nuestro es jamás épater la bourgeoisie, hacer el bufón y recoger las migas, aunque precisamente el burgués será quien envidie las virtudes de un ocio que desconoce y de unas vidas que no conocería si no interviniese la sabiduría de la pluma de Faulkner y de Proust, de Marías y de Nuestra Señora de la Abyección, Elfriede Jelinek, tal como ha sido bautizada.
La lectura literaria nos hace intolerantes, severos y cínicos, no nos hace mejores hombres. Nos condena inquietos y amargados, nos hace discernir con irritación y nos incita a juzgar. Me hace, por ejemplo, atreverme a decir que igual que he oído con reverencia las palabras de Pamuk, quizá tanto o más que las de Rilke, he escuchado con irritación las de un tal Zoran Zivkovic, haciendo el payaso como si fuese un libro, que he escuchado con deleite, respeto, admiración y cierta vergüenza causada por mi zafiedad, a Javier Marías y a Proust, de la misma forma que he detestado el puñado de edificantes palabras de Cortázar, los extravíos de Velasco Mackenzie o la pedagogía de una señora cuyo nombre no quiero acordarme. Ahora quizá puedan entender, señores y señoras del jurado, a qué me refiero cuando sugerí que es más rentable inventar una teoría del sueño que afirmar estar medio dormido y decir lo que uno cree en verdad.
Finalmente, un pálpito: me ha dejado inquieto el hecho de que en dos ocasiones el recuerdo del padre fuese mencionado anoche, en boca del colombiano Cruz Kronfly y en la de Pamuk. Esto, creo yo, dice mucho sobre lo que he venido desbarrando. Kafka sea indulgente con ellos, porque no hacen más que confirmar que la escritura es una herida, una llaga profunda e incurable no menos grave que leer, leer literatura, quiero decir, una herida negra por la que puede irse y naufragar la vida y aun la negación de la vida, la noche: “todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda. No se sabe nada de la historia auténtica de los hombres”, leemos en el Céline más oscuro. “La expresión de que no hay nada que expresar, nada con qué expresar, nada desde dónde expresar, sin poder para expresar, sin deseo de expresar, junto a la obligación de expresar”, leemos en el Beckett más angustioso, en Beckett.
¿Existe sutura que pueda reunir los labios de la noche? —
A pesar del centeno, nadie ha subido la voz, nadie se ha puesto rabioso. Van a disculparme ustedes, no pueden pedirme que sea edificante esta mañana: he amanecido noche. Si debo explicarlo diré que no he podido quitarme el sopor del whisky, que me he levantado medio dormido. Esto me recuerda que la modorra es el estado que mejor se abre a divagaciones sobre el sentido de la vida, sobre la felicidad y la desdicha, como lo ha hecho Pamuk con esas magníficas palabras pronunciadas en medio de abrazos, brindis y babeadas de ebrios. Debo hacer una pausa y aclararme la voz para decir que dos son las actividades que traen felicidad a mi mesa y estas son dormir y leer. Aunque así lo creo, no voy a formular aquí, frente a ustedes, interpretaciones del sueño en iluso afán de competir con Jung y Freud, o con intención más sospechosa de arrancarles un suspiro aquí, una risa allá. Igual que no hablaré de los sueños en un sentido esotérico, no me conformaré con hablar de la lectura y los libros como quien habla de los museos y las catedrales, es decir, con ánimo de conservación y acumulación.
Igual que Pamuk ha dicho sobre la felicidad puedo yo vociferar sobre la pena. Cierto que los libros me traen alguna felicidad en todo lo que tienen de deslumbrantes, reveladores y amenos, pero lo hacen en la misma medida en que descubren lo execrable, infeliz y absurdo que puede ser el mundo, en lo que dicen acerca del silencio y la ira, en lo que suman para que la existencia deje de tener un sentido y se diga solamente —lo ha escrito Samuel Beckett— como manchas en el silencio. Ésta, que es la lectura literaria, la forma más alta de la lectura porque enfrenta al ser con lo vacuo e incita a refocilarse en los humores de la carne, no es ciertamente edificante como podría serlo, por ejemplo, asomarse a las páginas de El origen de las especies, la Enciclopedia británica o aun a las del Dieciocho Brumario. Al menos no lo es, en el sentido de construir, sino que siempre, por su propia naturaleza, la lectura literaria es destructiva, negra, terrorista. No podría ser de otra manera si por un momento nos detenemos a pensar en que el loco, el gran loco, se hace a los caminos polvorientos de La Mancha haciendo pasar la sinrazón por razón a todo lo largo y ancho de las páginas de su aventura, con el solo fin de abrirnos los ojos, destruir la ilusión de lo cierto, y hacernos ver que la cordura es un grillete, no más que un grillete. Abracemos la locura entonces. Pero no solo a ella sino también al triunfo de la maldad sobre la torpeza de la bondad, Popeye y Benbow a ambos lados del manantial, Joe Christmas en el granero, Lena Groove en su carreta, Raskólnikov en la casa de préstamo de Aliona Ivánova, Lady Macbeth, las manos manchadas de sangre. Y no la maldad en solitario: oficio de la literatura es sumergirse en aguas profundas de las que quizá algún día saquen la cabeza Bardamu y Merseault, Malone muerto y Samsa, El Innombrable y la Guignol’s Band, para retenerlos como se retiene el dolor, el fracaso, el desamor, la incertidumbre y la soledad del ser, y si de esta manera se los retiene, estoy seguro que los hombres que vengan dejarán de hablar de la lectura como una pasión edificante.
Usted puede enojarse, abrir la boca y reclamar que visitan también esas páginas la piedad, la misericordia y el perdón, que hasta en los papeles de Faulkner, principalmente en los papeles de Faulkner, el hombre no queda abandonado a su suerte de polvo imperdonable sino que tiene oportunidad de ser salvado. Para curar su enojo me abandono a la modorra y afirmo que es la materia del silencio, del vacío, la maldad, el secreto, su materia digo, la que opera una transformación —una metamorfosis para ser más consecuente— en el yo, en el yo lector. La sinrazón, el delirio y el mal, no la redención, no la misericordia o el perdón, suenan, se graban, perduran en el testigo. La redención acaso transforme al creador, al demiurgo, a quien humaniza y dignifica, no al espectador de la comedia cuyo corazón y fibras, cuyas vísceras, no volverán nunca por su edad de la inocencia, por la edad de la ignorancia. Quédenos entonces a los lectores de literatura el cinismo, la ironía, la sorna para ensalzar nuestra creencia en la nada, nuestra anti-creencia.
No podía venir esta mañana a decirles que me siento dichoso cuando hablo de la lectura y de lo almibarada que puede resultar para nuestras vidas. En realidad he venido a decirles que la lectura literaria es un problema, un problema grave. Que aunque convoque lugares de felicidad, no deja de atraer el vacío y hundirnos. No quiero decepcionarlos, especialmente a los jóvenes o a las damas soñadoras que leen libros por las tardes, no quiero descargar mi bilis de lector amargo, solo anhelo levantar la voz y decir cuánto me fastidia que a la hora de hablar de nuestras lecturas pongamos esa expresión santurrona tan habitual en el falso culpable y el esposo hipócritamente fiel, como si asistiéramos al bautizo de un sobrino o a una boda, seré implacable con esa máscara porque no estoy de acuerdo con que la lectura sea un oficio del nosotros, argumento que una de las invitadas de ayer ha esgrimido y que también Cortázar, Julio Cortázar, que asomó primero y se fue el último, ha sugerido. Quizá en esta época en que las malas conciencias desean levantar el nosotros como un fortín tras el cual resguardarse de los pecados de barbarie, omisión y oscurantismo del pasado, sea más necesario reivindicar el yo y la edificación de un universo personal como baluarte de la lectura literaria, antes que cualquier prédica políticamente correcta. Qué lugar más íntimo, reservado y personal que el diálogo entre una conciencia escéptica y otra más o menos crítica dispuesta a hablar en alta voz, qué lugar más pecaminoso el hallazgo de una literatura. Por eso el autor, esa conciencia crítica, escribe el yo como si escribiese el nosotros, pero nunca habla del nosotros como si hablase del yo, porque cada uno carga su cruz en la Tierra y cada uno debe cargarla en soledad. El nosotros que reclaman los pedagogos y los moralistas, el nosotros que reclama quien cree lavar las palabras de la mugre con que la historia las ha embarrado, y con ello recuperar el verdadero sentido de vocablos como democracia, derechos humanos, pueblo y justicia social, su verdadero sentido, como reclamaba un Cortázar, la madrugada ya, no le sirve al lector de literatura, al lector en clave estética, tal vez y solo tal vez, al ciudadano y al hombre político, y a éstos únicamente si la supuesta autoridad moral que alguna vez se arrogó una izquierda romántica y tuerta, cediera paso a una verdadera criticidad, a un verdadero diálogo, a verdaderos enfrentamientos y combates por el sentido de las cosas a través de las palabras. Pero, según se advierte, aquello está lejos de ocurrir.
Hay quienes confían en que la lectura sacará al hombre de las tinieblas, del rencor y la intolerancia, que lo enseñará a ser justo y razonable, a ser un hombre democrático. Hay quienes creen que la lectura todo lo puede, desde evitar que las niñas dejen de comer y mueran anoréxicas hasta desasnar a los humillados. Hay quienes piensan, con cierto romanticismo y no poca propensión al melodrama, que vivir en un planeta de lectores profesionales puede precipitar una realidad distinta. Probablemente sí, quizá. Pero no es ésa la lectura literaria, no la lectura estética que nunca es llamada a vacunar contra los males que la sociedad y el Estado deben curar, no la lectura cuyo punto de partida y llegada es el ocio, una desembozada y refinada vagancia que no conoce fin en la construcción de edificios morales. Se engañan quienes suponen que la lectura literaria hará al hombre más justo, bondadoso y honesto, acaso lo convertirá en un ser más escéptico, desconfiado y suspicaz, en un ser más incierto. Es que además de procurar el yo, la lectura estética parte de la confusión y la incertidumbre, en busca de la conversación, la disquisición, la pelea, el alejamiento consciente, es decir, en pos de la negación. Por eso el hombre que no es confusión no lee, no lee literatura, quiero decir, el hombre decidido vive, ama, construye y muere en la acción. Somos los confundidos, los somnolientos, quienes leemos con ilusión, rabia y precipicio. No queda a los escritores más que pregonar la lectura porque en ella su vida se resume, porque les apasiona hablar del gremio y persuadir que su interés es el del resto, el de todos, pasar el interés de clase como el interés de la sociedad. Somos, pues, los escritores, una reaccionaria casta que, establecido el ocio como oxígeno para nuestros pulmones, se apoltrona en un sofá en burguesa y graciosa compañía a leer el libro que ha adquirido, tarjeta de crédito en mano, en una bella librería como ésta, papeles que se convertirán en su combustible y su razón de ser. No queda más que el lector de privilegio de sus ficciones y divagaciones sean los burgueses que sueñan con hacer el gángster, el aventurero y la puta, precisamente porque no lo son, porque disfrutan —y no querrán abandonarla nunca— su comodidad de respetables burgueses. Pues bien, ustedes deben oír lo que los escritores hemos sabido desde siempre pero que nos reservamos, pues decirlo atentaría contra el grupo, contra el sindicato: estamos seguros que lo auténticamente nuestro es jamás épater la bourgeoisie, hacer el bufón y recoger las migas, aunque precisamente el burgués será quien envidie las virtudes de un ocio que desconoce y de unas vidas que no conocería si no interviniese la sabiduría de la pluma de Faulkner y de Proust, de Marías y de Nuestra Señora de la Abyección, Elfriede Jelinek, tal como ha sido bautizada.
La lectura literaria nos hace intolerantes, severos y cínicos, no nos hace mejores hombres. Nos condena inquietos y amargados, nos hace discernir con irritación y nos incita a juzgar. Me hace, por ejemplo, atreverme a decir que igual que he oído con reverencia las palabras de Pamuk, quizá tanto o más que las de Rilke, he escuchado con irritación las de un tal Zoran Zivkovic, haciendo el payaso como si fuese un libro, que he escuchado con deleite, respeto, admiración y cierta vergüenza causada por mi zafiedad, a Javier Marías y a Proust, de la misma forma que he detestado el puñado de edificantes palabras de Cortázar, los extravíos de Velasco Mackenzie o la pedagogía de una señora cuyo nombre no quiero acordarme. Ahora quizá puedan entender, señores y señoras del jurado, a qué me refiero cuando sugerí que es más rentable inventar una teoría del sueño que afirmar estar medio dormido y decir lo que uno cree en verdad.
Finalmente, un pálpito: me ha dejado inquieto el hecho de que en dos ocasiones el recuerdo del padre fuese mencionado anoche, en boca del colombiano Cruz Kronfly y en la de Pamuk. Esto, creo yo, dice mucho sobre lo que he venido desbarrando. Kafka sea indulgente con ellos, porque no hacen más que confirmar que la escritura es una herida, una llaga profunda e incurable no menos grave que leer, leer literatura, quiero decir, una herida negra por la que puede irse y naufragar la vida y aun la negación de la vida, la noche: “todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda. No se sabe nada de la historia auténtica de los hombres”, leemos en el Céline más oscuro. “La expresión de que no hay nada que expresar, nada con qué expresar, nada desde dónde expresar, sin poder para expresar, sin deseo de expresar, junto a la obligación de expresar”, leemos en el Beckett más angustioso, en Beckett.
¿Existe sutura que pueda reunir los labios de la noche? —
Wednesday, September 03, 2008
Sunday, August 31, 2008
Los millonarios tristes
Veintiocho escalones de huella angosta te separan del asfalto. Veintiocho ascienden al tercer piso, tres descansos en las curvas. Esta mañana, acaso de nuevo, acaso irreversiblemente, te miras como quien muerde el polvo, este domingo teñido de gris como un invierno. Un ave ha muerto sobre el alféizar de la ventana, el pico negro y el ala rota, su ojo imparable desde el fondo de un mar. No dejas de agitar su extensa cola partida en dos por si no estuviera muerto, pero no se mueve.
Este es un hotel, una residencia de estudiantes opulentos. Esta, una antigua canción, Lili Marleen. Aquel, un fonógrafo impecablemente cubierto de polvo. Aquella, una lámpara con pedestal. Este, un mosquitero de red. Tú, un joven inclinado sobre el alféizar de la ventana que detiene la mirada en los barrotes de la casa, enfrente. Tú, el judío abandonado por unos padres que, aunque prometieron, no regresarán. El muchacho más delgado, pálido y elegante del hotel.
Nadie recuerda ya su voz. Cantaba esa canción, no más. Entonaba sus frases con gravedad y aparato, y luego callaba. Tan largo como era, se tendía en el sofá hasta quedar dormido. Lo cubrías con una manta. Al amanecer, la hora más fría de la jornada, se marchaba.
Veo tus ojos inyectados en sangre, la pupila hasta el borde del iris. El negro inmóvil en la ventana.
Europa ha enfermado otra vez en los últimos días. Es una enfermedad recurrente, incurable. Ha dejado varias mujeres muertas. Sus cuerpos irreconocibles fueron hallados sobre las aceras, los rostros cubiertos por un trapo, las extremidades, el dorso, las partes, ataviados con rigor y severidad. Todas, mujeres extraordinariamente elegantes y bellas.
El pájaro ha comenzado a desprender una fetidez a orquídea vieja a eso de la mañana. Imagino que dormías o te duchabas. Imagino que te pusiste el traje color marengo, que te tocaste el bigote, lo cepillaste y continuaste la rutina. No te reconocí a la tarde.
Siempre es una palabra demasiado extensa. Prefiero nunca más. Nunca más a sus labios carnosos, nunca más a su cabello liso y castaño. A sus ojos siempre vidriosos, desde niño. A su tórax pálido, a sus costillas hundidas. A él. El hijo. Mi hijo.
Veo que los barrenderos del ayuntamiento han comenzado ha recoger los cuerpos. Los colocan cuidadosamente en féretros de color negro muy temprano en la mañana. Veo que el cristal de tu ventana tiene manchas rojas de mermelada. Veo que te asomas al mediodía, y la tarde comienza a clarear, el gris se esfuma. Observo tu mano, tu brazo entero, gravitando en el aire, tras el alféizar. Cierro los barrotes, cierro los postigos. Me siento a la mesa a escribir. Coloco la mano sobre la montaña de papel. La montaña helada. —
Este es un hotel, una residencia de estudiantes opulentos. Esta, una antigua canción, Lili Marleen. Aquel, un fonógrafo impecablemente cubierto de polvo. Aquella, una lámpara con pedestal. Este, un mosquitero de red. Tú, un joven inclinado sobre el alféizar de la ventana que detiene la mirada en los barrotes de la casa, enfrente. Tú, el judío abandonado por unos padres que, aunque prometieron, no regresarán. El muchacho más delgado, pálido y elegante del hotel.
Nadie recuerda ya su voz. Cantaba esa canción, no más. Entonaba sus frases con gravedad y aparato, y luego callaba. Tan largo como era, se tendía en el sofá hasta quedar dormido. Lo cubrías con una manta. Al amanecer, la hora más fría de la jornada, se marchaba.
Veo tus ojos inyectados en sangre, la pupila hasta el borde del iris. El negro inmóvil en la ventana.
Europa ha enfermado otra vez en los últimos días. Es una enfermedad recurrente, incurable. Ha dejado varias mujeres muertas. Sus cuerpos irreconocibles fueron hallados sobre las aceras, los rostros cubiertos por un trapo, las extremidades, el dorso, las partes, ataviados con rigor y severidad. Todas, mujeres extraordinariamente elegantes y bellas.
El pájaro ha comenzado a desprender una fetidez a orquídea vieja a eso de la mañana. Imagino que dormías o te duchabas. Imagino que te pusiste el traje color marengo, que te tocaste el bigote, lo cepillaste y continuaste la rutina. No te reconocí a la tarde.
Siempre es una palabra demasiado extensa. Prefiero nunca más. Nunca más a sus labios carnosos, nunca más a su cabello liso y castaño. A sus ojos siempre vidriosos, desde niño. A su tórax pálido, a sus costillas hundidas. A él. El hijo. Mi hijo.
Veo que los barrenderos del ayuntamiento han comenzado ha recoger los cuerpos. Los colocan cuidadosamente en féretros de color negro muy temprano en la mañana. Veo que el cristal de tu ventana tiene manchas rojas de mermelada. Veo que te asomas al mediodía, y la tarde comienza a clarear, el gris se esfuma. Observo tu mano, tu brazo entero, gravitando en el aire, tras el alféizar. Cierro los barrotes, cierro los postigos. Me siento a la mesa a escribir. Coloco la mano sobre la montaña de papel. La montaña helada. —
Wednesday, August 27, 2008
Monday, August 18, 2008
YO, FRANCO. Gasolina para los jeans
Ante el hocico que devora presente, tan propio de esta época, a elección del caballero quedan dos caminos, la ruta del rechazo o la del vértigo. Si ha de escoger usted el vértigo, quizá deba abandonarse a los sortilegios de la inmediatez, de lo etéreo, lo veloz y noticioso; si el rechazo, deberá usted refugiarse en el pasado en busca de usos distintos y sus claves. Si prodiga el vértigo, para su gracia y conveniencia devendrá usted hombre del presente, si lo rechaza, lamentablemente será un anticuado. Deberá, en este caso, tornarse retrógrada, reaccionario, passeiste. Precisará, por citar un ejemplo, oponerse al uso de los jeans, esos pantalones rústicos cosidos para conquistar el oeste de las llanuras al viento de la fiebre del oro, esa prenda de villanos y bandidos convertidos en custodios del orden, enfundados en su disfraz de comisarios de pueblo con estrella en el corazón y sombrero de ala ancha. Lejanos han quedado ya esos tiempos, revoluciones y contrarrevoluciones han impuesto unas modas y han borrado otras, rebeldes con bandera y sin bandera han arrasado con todo. Acaso Marlon Brando fuese quien, con esa película llamada The Wild One, bautizara de plena urbanidad el uso de la chamarra de cuero y los jeans, y acaso fuesen sus vástagos floridos, los apóstoles de la paz, el amor y no sé cuántas sandeces, quienes encajaran a los jóvenes esta prenda tan funcional y anti-estética.
Es que los jeans, universales hoy en día, avalizan el triunfo de lo práctico sobre lo inútil, de lo basto sobre lo delicado y compuesto, de la comodidad sobre la resistencia, el estoicismo y la lucha que amerita cualquier cosa bella. Igualdad, uniformidad, homogeneidad son los rasgos de esta pieza, que tan bien puede adornar unas largas y bien torneadas piernas de muñeca —Cameron Diaz está ahí para atestiguarlo— cuanto servir como taparrabos industrial para cualquier piel obesa y celulítica. La tónica es su servilismo frente a la dinamia de la época contemporánea, de rodillas ante su naturaleza perezosa, rápida y precisa, ante su conciencia deportiva presente en toda expresión actual. El jean será entonces prenda de uso descomplicado y útil, se llevará con desparpajo en cualquier ocasión, servirá para pasar por informal y sin complejos ni noción de jerarquías o distinciones, será la trapería, la mugrienta hoja de parra de los tiempos en que el ser humano prefirió hundir la esperanza, la pelea y la espera que toda empresa elevada exige, en función de la inmediatez y lo efectivo. Hombres pasarán por mujeres, vaguedades pasarán por cortes, utilitarismo y practicidad consagrarán el peor principio del comunismo: la uniformidad. La androginia se consagrará en su mismo nombre, jean, que desconoceremos siempre si alude a una rubia de nombre sugerente o a los pantalones de un mecánico. Uniformidad que nos invade, bajo una constante bandera de barras y estrellas, comunista, homogénea, atosigante, perezosa, odiosa bandera. A su deportividad yo me resisto y quemo a todo aquel que ose llevar esta nefanda prenda, lo inmolo aquí, sin piedad, frente a ustedes.
Yo, incinero. —
Sunday, August 10, 2008
YO, FRANCO. Les mots
Presumo que mientras escribo la palabra que escribo ella se asfixiará en mis manos hinchada por el viento, monzón quisiera decir, alisio quisiera decir, pero el pesar es solo viento, viento de verano quiteño manchado de arupos muertos.
¿Habré ahogado el viento con mis manos pequeñas y torpes y blancas?
Tomo, para comprobarlo, un vocablo más compacto: acaso. Él se abre entre mis manos, se endurece, se abandona de nuevo y escapa trazando un ovillo. Las hojas chocan contra la carrocería de los coches y acaso colapsa en una esquina apenas restregada con rodillos. En verdad me ha desconcertado la escapatoria violenta de sus letras, aplastadas entre mis dedos, deformadas, cerradas sobre sí mismas en su huida sin freno.
Mogambo podré escribir, Mogambo sin Ava Gardner. Esto, con la esperanza de no ser un homicida, de no admitirlo. Vic será un cazador que organice safaris. En su hotelito, Vic enamorará a Ava Gardner, pero va a entrometerse una pareja que ha contratado los servicios matoniles de Vic para filmar gorilas emancipados. Grace Kelly, de esa pareja, caerá perdidamente enamorada de Vic, quien a su vez corresponderá a su amor. La primera amante, Ava, contemplará el romance sumida en una mezcla de celos, dolor e incredulidad. ¿Quién vencerá? ¿Mogambo vencerá bajo su ritmo de tambor africano que tan exótica vuelve mi velada de domingo? Muerdo el dulce, Mo-gam-bo, eco, golpe, eco; mo-gambó. El viento invade mi panza y la colma hasta el tambor, mo-gambó, mo-gambó, el tambor.
Vamos a decir que se trata de una canción, vamos a decir que la palabra que es ritmo me doblega. A decir que, si tomo asiento y escojo las palabras, si las pronuncio, concluiré que no soy hombre de vocablos extensos. No me agradará despertar un día y verme convertido en un “palingenésico”, signifique lo que esto signifique. Soy, digamos, partidario de la brevedad, del golpe seco, “chanson”, “coco”, “Francia”. ¡Ah!: Francia es una palabra que me gusta tanto, tan despreocupada, tan promiscua, un pastel llamado Francia, una tumbona llamada Francia, unos ligueros de seda y brocado.
Establecida la técnica, venga el golpe sobre el cuadrilátero: gula, mambo, el lobo, aquello que dice sobre Enrique VIII y sus fastos, aquello que dice sobre una boca de ramas ensortijadas, aquello que dice sobre un perro en la nieve: gula, mambo, el lobo. Designan las palabras el contexto, nunca el objeto, porque él, el objeto, no existe, materialidad sin persona, madera sin palabra. Venga entonces el molino de los decires, venga el sufrimiento, el gypsy, el mal nombrado gitano, venga el trocadero, la garganta, la caverna.
Y Ava en la chanson. De la chanson.
¿Habré ahogado el viento con mis manos pequeñas y torpes y blancas?
Tomo, para comprobarlo, un vocablo más compacto: acaso. Él se abre entre mis manos, se endurece, se abandona de nuevo y escapa trazando un ovillo. Las hojas chocan contra la carrocería de los coches y acaso colapsa en una esquina apenas restregada con rodillos. En verdad me ha desconcertado la escapatoria violenta de sus letras, aplastadas entre mis dedos, deformadas, cerradas sobre sí mismas en su huida sin freno.
Mogambo podré escribir, Mogambo sin Ava Gardner. Esto, con la esperanza de no ser un homicida, de no admitirlo. Vic será un cazador que organice safaris. En su hotelito, Vic enamorará a Ava Gardner, pero va a entrometerse una pareja que ha contratado los servicios matoniles de Vic para filmar gorilas emancipados. Grace Kelly, de esa pareja, caerá perdidamente enamorada de Vic, quien a su vez corresponderá a su amor. La primera amante, Ava, contemplará el romance sumida en una mezcla de celos, dolor e incredulidad. ¿Quién vencerá? ¿Mogambo vencerá bajo su ritmo de tambor africano que tan exótica vuelve mi velada de domingo? Muerdo el dulce, Mo-gam-bo, eco, golpe, eco; mo-gambó. El viento invade mi panza y la colma hasta el tambor, mo-gambó, mo-gambó, el tambor.
Vamos a decir que se trata de una canción, vamos a decir que la palabra que es ritmo me doblega. A decir que, si tomo asiento y escojo las palabras, si las pronuncio, concluiré que no soy hombre de vocablos extensos. No me agradará despertar un día y verme convertido en un “palingenésico”, signifique lo que esto signifique. Soy, digamos, partidario de la brevedad, del golpe seco, “chanson”, “coco”, “Francia”. ¡Ah!: Francia es una palabra que me gusta tanto, tan despreocupada, tan promiscua, un pastel llamado Francia, una tumbona llamada Francia, unos ligueros de seda y brocado.
Establecida la técnica, venga el golpe sobre el cuadrilátero: gula, mambo, el lobo, aquello que dice sobre Enrique VIII y sus fastos, aquello que dice sobre una boca de ramas ensortijadas, aquello que dice sobre un perro en la nieve: gula, mambo, el lobo. Designan las palabras el contexto, nunca el objeto, porque él, el objeto, no existe, materialidad sin persona, madera sin palabra. Venga entonces el molino de los decires, venga el sufrimiento, el gypsy, el mal nombrado gitano, venga el trocadero, la garganta, la caverna.
Y Ava en la chanson. De la chanson.
Sunday, August 03, 2008
Friday, August 01, 2008
David Lynch: El verdugo en el subterráneo
Me miras. Me descubres observándote al interior de una estancia que podría ser la habitación de un motel aunque la puerta de pino a tus espaldas, cerrada, confiere algo de intimidad a esta cita. Azules los ojos, azul el hielo en los ojos hundidos y tal vez cansados, me traspasa como el picahielo que zanja mi globo ocular. En medio de los ojos exploro una grieta, el gran cañón que separa las dos esferas, el mal y el bien, la vida y la muerte, la locura y el loco, el ceño fruncido donde se alojan y descansan los gusanos en sus capullos. La tierra es roja, campos de arcilla tatuados por sementeras bañadas en los surtidores del sol de Montana, la tierra que se extiende hasta el despertar de los cabellos grises liados como una cebolla de plata endemoniada o una antena conectada con los ruidos horribles del espacio exterior que por las noches se quejan, pi, pi, pi, pi. Tus cejas son matorrales, David Lynch, matorrales en los que se refugian a la sombra las alimañas y los insectos de desierto, las salamandras y las lagartijas, el monstruo de gila, los chinches, y por la nariz recta y seca, descienden hasta encontrar el mentón recio y amplio, las mejillas, el cogote, alfombrados de barba de fierro, estacas sumergiéndose en la arcilla hasta clavar y sangrar el corazón de una hembra con las piernas abiertas, follada sobre las sábanas manchadas de salsa BBQ del motel con puerta de pino clausurada y anuncio de neón sobre el tejado. El botón de la chaqueta cerrado te previene de las invasiones del ruido sideral y de los bichos de la Vía Láctea saltando en la sartén. Me miras David Lynch, con las manos sabiamente cruzadas sobre la mesa, me descubres observándote y me refugio entre las ramas. La mujer follada toca a la puerta, lo sé, es ella, nuestra compañía sagrada de esta noche. Es.
Tuesday, July 29, 2008
La calabaza del verano
Joseph Brodsky ha recordado el olor de algas congelándose como el olor de su infancia, del mismo modo que Steiner ha rememorado el sonido de la lluvia y aquel «ir y venir de ratones en el tejado» cuando era niño. Recuerdo esto a la hora de poner sobre el papel el hallazgo de una calabaza. No se trataba, claro, de una calabaza cualquiera igual que no fue aquella una época cualquiera. Mis padres y yo dejábamos la ciudad en compañía de una pareja amiga, a bordo de un viejo auto café con volante de camión que apenas ocultaba la inscripción Rambler colocada en el centro del panel. No sabría decir quién guiaba el coche ni porqué habíamos decidido emprender el paseo, solo sé que yo tenía nueve años e iba en compañía de un amigo de escuela, único hijo varón de la pareja cuyo padre había sido amigo de infancia de mi propio padre exactamente a la edad que yo era amigo del hijo. Venía además con nosotros su hermana menor y también mi hermana. No más llegar al pueblo percibí la atmósfera polvorienta y apacible de los lugares en los que no ocurre nada, esa quietud casi inmóvil propia de la pereza y el desgano en la que parece que el polvo se hubiese detenido y quedado ahí, estático, mientras la gente está obligada a caminar a través de él sin cambiarlo. Sé que tomamos las bicicletas, las montamos y nos hicimos al horizonte; yo controlaba el manubrio con dificultad y sin mucha pericia y sufrí las consecuencias. Naturalmente era verano, olía a polvo y maíz, los padres se habían confinado en la casa para comer y beber, y la huerta había quedado al completo nuestra igual que los caminos serpenteantes del pueblo. Una vez hubimos abandonado las bicicletas en el porche de la casa, cruzamos el pasillo que la cortaba en dos para adentramos en la huerta sembrada de maíz en la parte trasera. Yo, que nunca había visto el maíz, descubrí las hojas verdes, largas y quebradas que asemejan opacos bumeranes protectores del fruto, una mazorca castaña y amarilla llena de granos. Entre las plantas, los dueños de la casa habían trazado angostos senderos a través de los cuales corríamos ahora a nuestras anchas. El juego consistía en extraviarse en la huerta y ser descubierto por los otros en pocos minutos. La clave de los perseguidores era memorizar el camino para no quedar abandonados a su suerte, extraviados en medio del sembrío. Cuando me tocó, no pasaron muchos minutos hasta ser descubierto igual que pasó después con mi amigo, que no parecía muy experto en este tipo de ocultamientos y juegos. Mas cuando toca el turno a la hermana —la mía había decidido no tomar parte en el juego y permanecía con los adultos— de inmediato ella demuestra con un ademán ser muy diestra en el juego y lo confirma con un paso altivo que de inmediato despierta en mí un sentimiento similar al odio. Son dos ya las veces en que tropiezo en este improvisado dédalo con el rostro de mi amigo e intercambiamos miradas desconcertadas y compartimos bocas jadeantes, pero no hay rastro de ella. Me interno nuevamente en los senderos y escojo otro camino por debajo de las ramas más altas, hasta que los tallos verdes y las mazorcas amarillas dan paso a plantas solamente amarillas, viejas, secas y marchitas. Como voy a la carrera, me sujeto de los tallos a fin de no caer víctima del impulso cuando deba tomar una curva. Es una de esas ocasiones: me sujeto con fuerza y de pronto encuentro, en medio de un desértico y breve descampado aparecido de la nada, una calabaza abierta como el vientre de un can muerto, la corteza de un tono próximo al rojo, la pulpa de un olor dulzón que contamina el aire con su náusea. La calabaza ha sido abandonada por sus raíces, y su entraña es ahora un jarabe lleno de pústulas como adolescentes granos de la naturaleza. Me detengo a raya casi al borde de embestirla y caer sobre el néctar podrido, con la mano pegada en la rama, los ojos desmesurados, siniestros, me doy vuelta y deshago la senda. Rodeo ahora la huerta, rodeos y más rodeos, hasta que al cabo descanso con el fin de aplacar mi jadeo cada vez más intenso. Cuando me siento a la vera, observo que mi amigo ha dejado el dédalo hace tiempo, vencido por el brillo y la pericia de su hermana. Ambos respiramos con agitación hasta que el sol toca su punto más bajo en el horizonte y la atmósfera adquiere un color violáceo, quizá mortecino, quizá sombrío. Nos quedamos ahí sin decirnos nada uno al otro, por la vergüenza tal vez, o la fatiga. A la final entramos en casa a través del pasillo y aguardamos en la habitación que nuestros padres han dispuesto para que pasemos la noche pues ellos han decidido consumirla entre risas y anisados. Sentados sobre la cama, cambiamos ya el tema, nos echamos a hablar de los juegos y las series de tevé, pero cuando la boca de mi amigo está diciendo “Zafiro” y la mía “Cachito”, la observamos entrar, tranquila y altiva, los pantalones azules vaqueros de costuras blancas y gruesas, la blusa nítida, los botines de cuero y la melena negra y perfecta. «¿No juegan ya, cobardes?», dice, y en el acto el corazón se me estruja sumido en un sentimiento difuso, apremiante. «No», digo secamente sin mirarla, la cabeza fija en la pared, «jugamos a las cartas». «Entonces juguemos», dice ella, mientras toma la baraja para repartirla, cinco cartas a cada uno dispuestas sobre una manta que recuerda cómo un caballo mocho con la brida calma concluye su labor. La niña ofrece las cartas y el verano continúa, amarillo, feroz, indiferente, ratones sobre el tejado, algas congeladas, hasta que el viejo año toca su fin y trae de la mano otro, uno llamado nuevo. —
Monday, July 28, 2008
Sunday, July 27, 2008
YO, FRANCO. Látigos
I
El dentista y sus audacias: a velocidad extrema un tubo lanza agua por la boca y raspa mis dientes hasta limpiarlos.
II
“Cada vez proliferan con más rapidez grupos que rinden culto a la idea de que el dolor es un instante, y su permanencia una representación”. Mario Bellatin.
III
El animal ha sido colgado de una cuerda atada al techo. Con cuchillo de cabo corto, el campesino empieza el tajo por el cuello y lo concluye en los testículos; observamos las vísceras cubiertas de una gelatina transparente y gruesa. Extraída la vejiga, el campesino trenza un nudo en el borde y la arroja sobre el fango, a través de la lluvia.
IV
Voy con el metal a todas partes. Sin embargo, una mañana en el autobús, un pedazo de carne aplastada y maloliente remplaza a los fierros. Aprieto la mandíbula con furia. Con la carne en la boca regreso de todo lugar. Hasta una noche en que los fierros y la carne se trenzan disputándose el trozo más grande, la cabeza, el corazón, la flama.
V
Como los celos o la locura, el dolor es vida dentro de otra. El dueño podría ser el notario.
VI
El tipo se acerca con algo brillante en la mano. Cuando está cerca me doy cuenta qué es, lo había visto: un formón como el que usaba el abuelo para abrir láminas de madera. La lámina de acero se hunde, siento la corriente de orines. Es un grito pesado, nueva sangre, nueva, escribo.
VII
El hombre de amor no entiende nada práctico, solo vive y ama en el dolor. Una mujerzuela confía en valorarlo pero en el fondo lo considera un niño, no más.
VIII
Oigo los pasos del verano en las hojas, el verano porteño, la señora que insta a tomar el tren, los voceadores de periódicos, los camiones de basura, el pan. Advierto que mis piernas no están, no están la mano ni el abdomen, solamente los pelos sobre el labio superior, la manzana de adán y las tetas. Escucho los pasos del verano a través del plástico y la radio que anuncia la desaparición y muerte del inmigrante. En el interior de la bolsa, sonrío.
IX
Él, irrefrenable en mí. La muerte lo purifique.
X
“Yo no recuerdo más que el rostro de un asesino…” Salvador Elizondo.
El dentista y sus audacias: a velocidad extrema un tubo lanza agua por la boca y raspa mis dientes hasta limpiarlos.
II
“Cada vez proliferan con más rapidez grupos que rinden culto a la idea de que el dolor es un instante, y su permanencia una representación”. Mario Bellatin.
III
El animal ha sido colgado de una cuerda atada al techo. Con cuchillo de cabo corto, el campesino empieza el tajo por el cuello y lo concluye en los testículos; observamos las vísceras cubiertas de una gelatina transparente y gruesa. Extraída la vejiga, el campesino trenza un nudo en el borde y la arroja sobre el fango, a través de la lluvia.
IV
Voy con el metal a todas partes. Sin embargo, una mañana en el autobús, un pedazo de carne aplastada y maloliente remplaza a los fierros. Aprieto la mandíbula con furia. Con la carne en la boca regreso de todo lugar. Hasta una noche en que los fierros y la carne se trenzan disputándose el trozo más grande, la cabeza, el corazón, la flama.
V
Como los celos o la locura, el dolor es vida dentro de otra. El dueño podría ser el notario.
VI
El tipo se acerca con algo brillante en la mano. Cuando está cerca me doy cuenta qué es, lo había visto: un formón como el que usaba el abuelo para abrir láminas de madera. La lámina de acero se hunde, siento la corriente de orines. Es un grito pesado, nueva sangre, nueva, escribo.
VII
El hombre de amor no entiende nada práctico, solo vive y ama en el dolor. Una mujerzuela confía en valorarlo pero en el fondo lo considera un niño, no más.
VIII
Oigo los pasos del verano en las hojas, el verano porteño, la señora que insta a tomar el tren, los voceadores de periódicos, los camiones de basura, el pan. Advierto que mis piernas no están, no están la mano ni el abdomen, solamente los pelos sobre el labio superior, la manzana de adán y las tetas. Escucho los pasos del verano a través del plástico y la radio que anuncia la desaparición y muerte del inmigrante. En el interior de la bolsa, sonrío.
IX
Él, irrefrenable en mí. La muerte lo purifique.
X
“Yo no recuerdo más que el rostro de un asesino…” Salvador Elizondo.
Monday, July 21, 2008
YO, FRANCO. Cartilla de los olores
Mientras estuve en el jardín de infantes, de tarde en tarde solía visitar una papelería cuyo dueño era un tipo canoso con cara de sapo que jamás sonreía y se convirtió para mí en la encarnación del temor. Aunque le temiese, siempre volvía a la papelería a ver y —si la fortuna me era propicia— a comprar lápices de colores, pegatinas, cola, lápices de punta suave, reglas, cinta adhesiva y una obsesión en particular: una pluma estilográfica. Recuerden que ello ocurría después de abandonar el salón de juegos del jardín de infantes que por lo general expedía un aroma a lápices de colores, a reglas y a pegamento aunque en alguna ocasión la descomposición de un huevo duro oculto en una lonchera contagiara el salón con su olor fétido que invariablemente condenaba a la vergüenza a su propietario.
Han pasado los años.
Tengo ahora un empleo detestable, ambiciones reprimidas, poco más de un duro. Veinticinco años, quizá menos. Necesito, no sé por qué, comprar un par de hojas a cuadros. Abro la puerta, de gancho, la mujer del mostrador, casi anciana, es de rostro severo pero afable. Sin embargo no me concentro en ella, reciben las ventanas de mi nariz el aroma a hojas nuevas, a tinta china, a plumas, rapidógrafos, pegatinas, a cola y lápices de colores. Soy muy pequeño ante al mostrador, no alcanzo a extender la mano y pagarle. Es una lástima ser tan minúsculo, tan adulto.
La nariz es la memoria, me propondré escribir. Alguien ya lo dijo, he olvidado también su nombre. Ahora huelo: huevos duros podridos —ah, ese olor tan sulfuroso— colonias baratas, brillantina, Glostora, espuma de afeitar aroma de limón, revistas húmedas en el baúl, pañales sucios, cieno podrido en el desagüe, el regazo de mi madre, lácteo y fértil, cebollas cocidas en la sartén, flatos de huevo duro, flatos de carne asada, flatos de empanadas de queso, flatos. La tierra mojada, ¿huele bien? El césped cortado estoy seguro apesta igual que el asfalto secándose, aunque hay quienes aman ese olor, mi esposa, por ejemplo.
Hombre que no olfatea no recuerda. No es posible, gracias a Dios. Podrás ser sordo, ciego, bruto, pero no podrás dejar de oler.
Desarrollo un sistema para evitar oler, contraigo las membranas de mi nariz que repulsan el olor. Mi madre no me cree, mi padre no me cree, nadie me cree. Corro sobre la tierra húmeda del patio, entre bidones oxidados y bloques de adobe, tan chiquito. Las gallinas hieden, sus alas mojadas, su excremento. Contraigo las membranas.
Si eres sordo, puedes pintar, colorear la imaginación. Si eres ciego y listo lo más probable es que filosofes, que alimentes el ojo interior que espía los secretos de las cosas. Si te sientas a la mesa observa el pescado cuidadosamente, sus agallas, su ojo estático sobre el plato. Tensiona las ventanas de la nariz, aspira, huele. Eres tú, hombre, artista, caída. Ese eres tú: pasado puro, pestilencia, hedor, fragancia.
Yo, huelo. —
Han pasado los años.
Tengo ahora un empleo detestable, ambiciones reprimidas, poco más de un duro. Veinticinco años, quizá menos. Necesito, no sé por qué, comprar un par de hojas a cuadros. Abro la puerta, de gancho, la mujer del mostrador, casi anciana, es de rostro severo pero afable. Sin embargo no me concentro en ella, reciben las ventanas de mi nariz el aroma a hojas nuevas, a tinta china, a plumas, rapidógrafos, pegatinas, a cola y lápices de colores. Soy muy pequeño ante al mostrador, no alcanzo a extender la mano y pagarle. Es una lástima ser tan minúsculo, tan adulto.
La nariz es la memoria, me propondré escribir. Alguien ya lo dijo, he olvidado también su nombre. Ahora huelo: huevos duros podridos —ah, ese olor tan sulfuroso— colonias baratas, brillantina, Glostora, espuma de afeitar aroma de limón, revistas húmedas en el baúl, pañales sucios, cieno podrido en el desagüe, el regazo de mi madre, lácteo y fértil, cebollas cocidas en la sartén, flatos de huevo duro, flatos de carne asada, flatos de empanadas de queso, flatos. La tierra mojada, ¿huele bien? El césped cortado estoy seguro apesta igual que el asfalto secándose, aunque hay quienes aman ese olor, mi esposa, por ejemplo.
Hombre que no olfatea no recuerda. No es posible, gracias a Dios. Podrás ser sordo, ciego, bruto, pero no podrás dejar de oler.
Desarrollo un sistema para evitar oler, contraigo las membranas de mi nariz que repulsan el olor. Mi madre no me cree, mi padre no me cree, nadie me cree. Corro sobre la tierra húmeda del patio, entre bidones oxidados y bloques de adobe, tan chiquito. Las gallinas hieden, sus alas mojadas, su excremento. Contraigo las membranas.
Si eres sordo, puedes pintar, colorear la imaginación. Si eres ciego y listo lo más probable es que filosofes, que alimentes el ojo interior que espía los secretos de las cosas. Si te sientas a la mesa observa el pescado cuidadosamente, sus agallas, su ojo estático sobre el plato. Tensiona las ventanas de la nariz, aspira, huele. Eres tú, hombre, artista, caída. Ese eres tú: pasado puro, pestilencia, hedor, fragancia.
Yo, huelo. —
Thursday, July 17, 2008
YO, FRANCO. El coprófago
Con el correr de los años, las tiras de cinta adhesiva se han desprendido y han ido adquiriendo un maquillaje cobrizo que, si lo miras de cerca, a distancia de una cuarta o menos, está compuesto por gránulos casi imperceptibles, una suerte de puntiaguda reserva de excremento de las paredes y el aire. Los bordes apenas adheridos a las ampollas que inflan las paredes aquí y allá, se enroscan como enfermedades de la piel del tiempo, marrones espirales tiesos en la punta, blandos en medio, ajados en todos los puntos, mientras el último cuelga desprendido de su objetivo y despelleja el yeso que cae pedazo por pedazo sobre el suelo. Lo primero en que uno fija la atención son las masas turgentes y oscuras coronadas por trozos de carne cruda y sangrante, la rotundez, el tamaño extremo, el brillo opaco que las cubre como grasa vacuna, mientras ella extravía su mirada en el horizonte, despreocupada, fingida, bajo la orden de mostrar esa despreocupación que, si incita al fotógrafo, tal vez incite al sujeto que la coloque como compañía. El resto se aprecia menos, el sudor de las paredes que ha convertido uno de los extremos en hostia amarillenta cuarteándose a cada respiración del verano o a cada golpe de la puerta, la superficie inferior abombada por el peso de las soledades, los colores prisioneros de una época a la que no pertenecen si no a un sueño antiguo, a una imaginación desgastada y traicionada por quienes creyeron en ella y son ahora, recuerdo, añoranza, repetida anécdota. Frente a la pared, la cama deshecha, las sábanas manchadas de día y de sol, el hombre tendido sobre ellas como un bulto que respira aparatosamente, la garganta congestionada por el tabaco y el frío, la cara hinchada a causa del insano sueño de día. Al pie de la cama, a su derecha, la botella de cristal rebosa un caldo amarillento, cálido, espumoso y espeso, que a esa hora atrae ya las moscas de los geranios, esas flores que huelen a jardín de vieja, a remisión y tardanza de la casa de una madre, las moscas que se arremolinan en el pico entusiasmadas por el caldo nuevo pero son repelidas por el sabor de la urea y huyen pronto en estampida. El ritmo ha sido igual hace mucho, desde que se hundió la posibilidad del recuerdo y fue muriendo la oportunidad de variación y sorpresa, un ir y venir de mañanas enterradas en el olvido, noches abstemias, solas, placenteras, y sueños mojados, sudorosos e inquietos que se asentaron desde que él supo, desde siempre, que no abandonaría jamás la pieza, desde que aceptó ser uno de aquellos que jamás encontrarán edad adulta porque vivirán hasta la muerte del capricho o hasta el cadáver de la madre. Ese instante no quedaron más que dos caminos, la estupidez o la maldad, aunque en ocasiones los dos senderos se unen y terminan confundiéndose uno con otro. Al pie de la cama, cerca del mediodía, la madre se inclina todos los días a recoger la botella que ella vaciará en el sifón mientras él aún duerme, recogerá las medias enrolladas, los calzoncillos mugrientos, las hojas de periódico arrugadas sobre el piso y se alejará entre las macetas de los geranios hasta que él retorne a casa, recoja la nueva botella del umbral en el corredor y se la beba mientras mira la pared —la anciana dormida en su cuarto— y empieza el crujido de los resortes y las patas de madera hasta expedir en quejidos que solo el sueño cancela con sudor y vaho. Al despertar a la oscuridad del alba —el tiempo idéntico, la infancia— sobre la comisura derecha o la izquierda, una línea de baba describirá la irrefrenable compulsión del hombre, su rabia, su alimento, una línea oscura, delgada, negra, marrón, verde, café, coloreada según él hubiese preferido la tarde, una fina, definitiva e imbécil línea de mierda. —
Wednesday, July 16, 2008
Tuesday, July 08, 2008
Kinski: la mirada del monstruo
Los gigantes ojos de Klaus Kinski, pupilas inyectadas de sangre, observan de soslayo, como si hasta encerrado en la jaula de una ciudad, nunca hubiese abandonado la selva a la que pertenece. Los ojos serpentinos, hinchados e indudablemente fieros, procuran la presa con atención a su movimiento mínimo, al despertar del vuelo de una mosca, de una mujer, del juez de una corte o el director de una película. La nariz algo torcida en la punta, brilla con la severidad del apéndice de un hombre viejo, aunque el Kinski de la foto no cuente más de cincuenta, es decir, no renguee—no lo hizo nunca—, una nariz que recoge por sus anchas aletas olor a hojas podridas en la jungla del Amazonas, olor a corazones hedientos en su encierro, olor a pubis tropical, oriental, negro. Entre los inmensos y obscenos labios que copiaría fielmente su hija centauro, Nastassia, el cigarrillo a medio consumir sugiere una banderilla enfilada hacia el ojo del mirón, tú, que te atreves a invadir este universo. No obstante, la composición de la escena —el alto en el rodaje de una toma o la puerta abierta a una revista cinematográfica— sugiere cierta explotación de la leyenda negra comenzada en los años de calle y rabia, en los días de bombas y segunda guerra, del pillastre que ha devenido, estúpidamente como ocurren las grandes historias del mundo, estrella de cine, sugiere digo, un comercio fotográfico de su histriónico furor. Pero en el caso de Kinski, la violencia de los ojos desborda a la máscara, el cabello de león gastado testimonia esa rencilla, la mata plateada e imán que enmarca una frente inmensamente amplia, surcada de tres, cuatro, cien arrugas. Sabemos por esta vejez y por este desorden armonioso que el retratado es un sujeto de temer, acaso el hombre de más temer. A ello las líneas pétreas de altos pómulos no hacen más que acrecentar la sospecha, el temor del posible enemigo, su temblor, tu temblor. Aunque quizá también el tectónico rostro germano —esto lo conoce mi experiencia— sea amigo de la amistad, amigo de sus amigos e infaliblemente enemigo de sus enemigos, pues es rostro de hombre libre, es decir, rostro de un loco. —
Monday, July 07, 2008
Gaingsbourg
La frente de Gaingsbourg descansa en la puerta de roble como el lamento del enamorado. Sus manos picadas de artritis se adhieren a los pliegues del panelado, un poco en alto, un poco crispadas, dos suplicantes. La rodilla derecha sostiene la figura, sobre ella descansa el peso del cuerpo aplazado, mientras la izquierda gravita en ligera flexión atraída por el dilema de su autor en la Tierra, Gaingsbourg y el dolor. En fin que Gaingsbourg se ha quedado pegado ahí contra la puerta, unos segundos antes de caer de rodillas y hacer su rabieta, festoneada por mocos, lágrimas y uno que otro grito, ha manchado la puerta con la herida, la imagen ha impregnado la retina, coloreada en café y azul oscuro, azul la pared, café la puerta, durante ese breve e indispensable aliento que la graba e impregna en el ojo y en el recuerdo. Bien que Gaingsbourg es un hombre viejo con el cabello plateado y restirado, sus manos huesudas tienen los mismos puntos negros que los plátanos dañados aunque el tono es descolorido y moreno en honor de horas y horas de cigarrillo francés y copas de brandy, igual que morena y descolorida es la piel del rostro y el cuello agrietado y flaco, pues Gaingsbourg bordea los setenta. Esta tarde, Gaingsbourg se ha tocado con una camisa de puños franceses y traje celeste de seda siempre sin corbata porque desde aquella vez que cantó Les sans culottes ante el dueño del cabaret aceptó el único consejo y las únicas palabras que éste le dijera —una ráfaga descargada por la comisura de los labios— y que fueron: «una cantante debe parecer puta y ser en verdad una dama pero un cantante siempre ha de parecer lo que es: un cabrón». Así es que Gaingsbourg ha descargado su semen en todas las vaginas, desde las incipientes, peladas y vírgenes hasta los gordos matorrales pestilentes de las rameras en decadencia, y ha terminado por honrar con creces el adagio. Ahora lo he visto fundido en la puerta, gimiendo como esa ramera, con voz sibilina y vetusta. Ha caído de rodillas, Gaingsbourg, una piettá, y se ha hundido en sí hasta que el grito se metamorfoseara en un bordoneo ronco y animal y se extraviara en el silencio del estudio. He de decir que Gaingsbourg perdió la paciencia hace años y no volvió a ser el mismo, que dejó de interesarse en la búsqueda, la cacería y la palabra, que una noche mientras contemplaba a una mosca morir ahogada en su copa de brandy sintió que no podría volver a sudar y a desgastarse, que no quería volver a irse. La primera fue difícil de hallar y comprar, no había una que fielmente se adaptase a sus exigencias físicas y estéticas —hay que decir que Gaingsbourg siempre ha sido un artesano exigente, oficioso y pulcro— pero, fundamentalmente, a su manera de llevar el compás. A la final, en una calleja del centro, donde un anticuario, la descubrió y revisó, tomó sus medidas con una cinta y la rodeó con sus brazos a fin de estimar el movimiento, la ligereza y el vaivén. Una vez que hubo pagado el importe, Gaingsbourg la tomó por la cintura con toda la fuerza de su brazo derecho y la colocó cuidadosamente en el breve nido que había acondicionado para ella en el cajón del auto. Las otras llegaron aprisa una vez que Gaingsbourg evaluó el modo de estimarlas y entonces el proceso se hizo sencillo, simple tal vez, aunque nunca carente de temor y desconcierto, lo que constituía, por esencia, la causa y motor de su ejecución. Desde el principio las bañaba y vestía con afán, las maquillaba y les compraba ropa, y llamaba a todas por su nombre antes de beber la última copa y elegir a una para que lo acompañara al lecho. Hasta la última noche en que, llegado tarde, se acercó a ellas, las besó en los labios y les regaló su nombre, aunque percibió que una, Marta, la pelirroja, no estaba. «Marta, Marta», llamó Gaingsbourg y no respondió más que la eternidad del silencio, la buscó por todas partes, vació los roperos, las estanterías, escarbó en los platos sucios, pero ella no estaba. Se le ocurrió abrir las puertas gemelas que separan el balcón de la sala —exactamente en la orilla opuesta de la puerta en la que lo veo ahora— para hacerse a la visión de la piel mortecina e inmaculada, tersa, plástica, al cuerpo inclinado y tieso sobre los ladrillos del borde del balcón, la nuca por soporte y los cabellos azotados por el viento, con un fulgor de sangre dibujado en la comisura de la boca. Gaingsbourg intentó reanimarla, una vez, otra, pero fue vano, el hilillo en la boca de Marta era, como suele decirse, irreversible. Luego vinieron los rituales propios de la desesperación y el dolor, gritos, tensión de músculos, correteos, miradas en alto y cabezas, cabeza, gachas. Hasta que la razón de Gaingsbourg hizo conciencia de la incurabilidad del hecho, de su fatalidad, y dejó que actuase solamente el corazón, el corazón lo condujo a la puerta, al abrazo de la muerte y el grito, a la piedad. He aquí que la rodilla derecha sostuvo la figura y que la izquierda se limitó a permanecer flexionada. He aquí los clavos de la pasión regados sobre el parquet del estudio. Aquí, un Gaingsbourg. —
Monday, June 30, 2008
YO, FRANCO. Striptease
1 Me cuentas que hoy en día ninguna se rehúsa a inflarse las tetas. Me cuentas hoy.
2 Me has dicho —en confidencia, no importa— que el color que se prefiere es el blanco.
3 Me habías contado que las faldas que desataron el estado actual de las cosas habían sido confeccionadas con una mezcla de algodón flexible y lycra que se embutían por la cabeza, como un suéter apretado, me habías contado que las medias de nylon brillaban y en su conjunto las caderas resultaban ahorcadas por el algodón y el nylon, obscena, impúdicamente.
4 Me dijiste que eso ocurrió hace quince años, quizá más, y que a partir de ello las mujeres se pusieron más bonitas, que los pantalones de lycra y las blusas transparentes se volvieron hábito en las calles de la misma manera que los tatuajes y las perforaciones en el ombligo, me dijiste que las blusas se recortaron hasta el borde de los senos para emancipar el abdomen, que los pantalones se encogieron y las sinuosidades encontraron su razón de ser. Me dijiste, creo que me lo dijiste.
5 Me contaron que dijiste que el punto de quiebre fueron los pantalones de color blanco —unos ocho años han pasado— transparentados y dispuestos a invadir la imaginación de la carne, que los pantalones se diluyeron y dejaron respirar las braguitas negras de tiras largas, estiradas sobre las caderas, me contaron que dijiste que.
6 Escucho haber dicho que me contaste que el blanco fue el punto más alto, que después del blanco las mujeres perdieron el pudor y su cuerpo comenzó a andar solo, que la era del recato expidió y fue inaugurada la sociedad del desacato y el desafuero. Recuerdo que remití lo que me contaste, que hoy en día un hombre puede matar en nombre de una joven en equilibrio sobre su par de tacones rojos de plataforma, transparentes, sintéticos, aquellos que marcan la curvatura del culo hasta el desquiciamiento de los ojos. Me recuerdo diciéndolo a alguien pero no recuerdo a quien.
7 Es que quizá dijimos —nos pusimos de acuerdo— que a medida que la carne va ganando la partida, los espectadores de privilegio, esto es, los escritores, más se acobardan y se refugian en la intimidad de la biblioteca o, como has dicho tú (creo que has sido tú), en la literatosis, esto es, el pánico de los sentidos, de los olores, de los sabores, de la carne. Escritores de esos han visto pero no han querido ver este striptease urbano, el descubrimiento de la desembozada lengua de la provocación. No han querido ver ellos porque están muy ocupados en desentrañar el sexo de los ángeles o las pistas de la literatura dentro de la literatura, no han querido, no han podido, pienso haberte dicho, nos dijimos. Recuerdo estas palabras, fatigado, mientras dejo reposar el lápiz sobre el vidrio del escritorio y me aplico un involuntario masaje sobre la masa protuberante de los ojos cuando están cerrados. Me pongo de nuevo las gafas y abro la puerta. En la plaza el sonido comienza a ascender cual zumbido de un enjambre. Despierta la noche, los tacones, las puntas de acero, la silicona sin discrimen. Creo habértelo dicho. Podría jurarlo que lo hice. —
Thursday, June 26, 2008
Monday, June 23, 2008
YO, FRANCO. Terceras personas duermen en mí
Aprisa, desciende por la acera de la avenida. Avanza unos metros, la mirada a un lado, la mirada al otro, camina unos pasos, el nervio en la espalda, en las piernas, en las palmas, acosa la esquina, el cabello arreglado apenas, la cabeza puntiaguda, la nariz muy ancha, la frente brillante, amplia, demasiado amplia.
Contémplenlo ahí, en el cruce de las avenidas América y Brasil, recién cortado el cabello, sudoroso, apenas visible. Fatiguen la lectura: perderán al adolescente y sus rodillas trémulas.
Abran los ojos, se los presento: Francisco Estrella.
Ya tiene nombre: Francisco Estrella desciende por la acera oriental de la Brasil en busca de la avenida América con intención de tomar un autobús y regresar a su casa en el centro de la ciudad, al pie de la colina. Una mujer ha cortado su cabello con la misma máquina, iguales tijeras, la misma espuma de afeitar de la peluquería del barrio. Una mujer arregló su cabello en el lugar llamado Xandú, o algo así, una mujer mestiza como todos, vecina del sur como todos, los ojos sobre el que ingresa a la peluquería, desconfiados, como siempre. Francisco Estrella ha recorrido el directorio telefónico con avidez —alberga la esperanza de que el directorio lo salve de la monotonía y la, a su entender, enorme disociación entre lo que supone desea ser y lo que tiene a mano, en el barrio, en su casa, por ello indaga en las páginas con febril curiosidad, como un detective joven, como un justiciero—, ha saltado de la sección blanca a la amarilla y de la amarilla a la blanca (“Aviso de pie de página a dos columnas: demasiado caro. Mil sucres. Mil quinientos, no más”) hasta que sus ojos se detienen en el aviso más pequeño, el más modesto, que revisa, acepta, y copia el número. Marca los seis números, ya le tiembla la voz (“¿puedo tener una cita? ¿una qué? ¿… una reservación, una cita…? Ah. ¿A las cuatro puede ser?”), cuando se recupera han pasado una hora, dos, y piensa en la tarde, en el norte, en olores agradables y trajes de seda de las series de tevé. Cuenta las horas, los minutos que restan para ir por el autobús, un viejo Greyhound del 52 con asientos rotos y vidrios de toque, el que pasa siempre a la misma hora, las dos y cincuenta, diez manzanas a pie lejos de casa. Lo toma (se ha peinado con esmero, se ha bañado acaso, se ha mojado repetidas veces el rostro para evitar el brillo), toma asiento en uno de los lugares del frente. No deja de mirar por la ventana el ambiente que cambia y se suaviza, las edificaciones nuevas y uniformes, los arupos y el verano que han venido para quedarse. Se apea en una esquina, camina varias cuadras, muchas, atemorizado por el reloj implacable, movido por la mentira y el sueño, por el ímpetu, por la esperanza. Vuelve la mirada: nadie lo vio llegar (“me trajo mi padre en su coche, volverá por mí. En su coche”), “buenas tardes, tengo una cita…, una reservación”, tijeras, espuma de jabón, el run run de la máquina. Nadie lo mira al irse, el muchacho se aleja sin contornos, sin voz.
Desciendo aprisa (¿lentamente?) por la avenida en dirección a la estación de autobús, retorno a casa. Siento el corazón pesado, intenso, alterado. El sol brilla sobre mi frente oprobioso y sucio, como un manto de hollín. Siento el fuego en la nuca y las patillas a causa de la colonia. Subo el primer peldaño del autobús con algún temblor en las piernas que se disipa apenas tomo asiento. A lo largo del trayecto extravío mis pensamientos con la mirada retenida por la ciudad nueva y la vieja, los edificios, las casas de cemento, las de adobe, hasta que el viaje concluye y la visión de las escalinatas, el polvo, la maleza en las verandas se eleva más grande que la estatura humana. “Trepa el actor a su cueva en San Juan”, dirá la tercera persona, y yo treparé apenas un minuto antes a mi cueva en el barrio de San Juan, a través de escaleras incontables que mueren en el altar del sacrificio. Llegaré, me tumbaré sobre la cama hecha, el corazón oprimido y extraño, los ojos cerrados, el brazo derecho cruzado sobre el rostro en forma de ele.
Contémplenme aquí con el cabello recortado, sin sombra, la mentira apenas.
Mírenme, obsérvenme antes de cerrar los ojos de nuevo.
* “Trepa el actor a su cueva en San Juan”, Pasión del actor Barahona, Espectros de la calle Nueva York, Iván Carvajal.
Contémplenlo ahí, en el cruce de las avenidas América y Brasil, recién cortado el cabello, sudoroso, apenas visible. Fatiguen la lectura: perderán al adolescente y sus rodillas trémulas.
Abran los ojos, se los presento: Francisco Estrella.
Ya tiene nombre: Francisco Estrella desciende por la acera oriental de la Brasil en busca de la avenida América con intención de tomar un autobús y regresar a su casa en el centro de la ciudad, al pie de la colina. Una mujer ha cortado su cabello con la misma máquina, iguales tijeras, la misma espuma de afeitar de la peluquería del barrio. Una mujer arregló su cabello en el lugar llamado Xandú, o algo así, una mujer mestiza como todos, vecina del sur como todos, los ojos sobre el que ingresa a la peluquería, desconfiados, como siempre. Francisco Estrella ha recorrido el directorio telefónico con avidez —alberga la esperanza de que el directorio lo salve de la monotonía y la, a su entender, enorme disociación entre lo que supone desea ser y lo que tiene a mano, en el barrio, en su casa, por ello indaga en las páginas con febril curiosidad, como un detective joven, como un justiciero—, ha saltado de la sección blanca a la amarilla y de la amarilla a la blanca (“Aviso de pie de página a dos columnas: demasiado caro. Mil sucres. Mil quinientos, no más”) hasta que sus ojos se detienen en el aviso más pequeño, el más modesto, que revisa, acepta, y copia el número. Marca los seis números, ya le tiembla la voz (“¿puedo tener una cita? ¿una qué? ¿… una reservación, una cita…? Ah. ¿A las cuatro puede ser?”), cuando se recupera han pasado una hora, dos, y piensa en la tarde, en el norte, en olores agradables y trajes de seda de las series de tevé. Cuenta las horas, los minutos que restan para ir por el autobús, un viejo Greyhound del 52 con asientos rotos y vidrios de toque, el que pasa siempre a la misma hora, las dos y cincuenta, diez manzanas a pie lejos de casa. Lo toma (se ha peinado con esmero, se ha bañado acaso, se ha mojado repetidas veces el rostro para evitar el brillo), toma asiento en uno de los lugares del frente. No deja de mirar por la ventana el ambiente que cambia y se suaviza, las edificaciones nuevas y uniformes, los arupos y el verano que han venido para quedarse. Se apea en una esquina, camina varias cuadras, muchas, atemorizado por el reloj implacable, movido por la mentira y el sueño, por el ímpetu, por la esperanza. Vuelve la mirada: nadie lo vio llegar (“me trajo mi padre en su coche, volverá por mí. En su coche”), “buenas tardes, tengo una cita…, una reservación”, tijeras, espuma de jabón, el run run de la máquina. Nadie lo mira al irse, el muchacho se aleja sin contornos, sin voz.
Desciendo aprisa (¿lentamente?) por la avenida en dirección a la estación de autobús, retorno a casa. Siento el corazón pesado, intenso, alterado. El sol brilla sobre mi frente oprobioso y sucio, como un manto de hollín. Siento el fuego en la nuca y las patillas a causa de la colonia. Subo el primer peldaño del autobús con algún temblor en las piernas que se disipa apenas tomo asiento. A lo largo del trayecto extravío mis pensamientos con la mirada retenida por la ciudad nueva y la vieja, los edificios, las casas de cemento, las de adobe, hasta que el viaje concluye y la visión de las escalinatas, el polvo, la maleza en las verandas se eleva más grande que la estatura humana. “Trepa el actor a su cueva en San Juan”, dirá la tercera persona, y yo treparé apenas un minuto antes a mi cueva en el barrio de San Juan, a través de escaleras incontables que mueren en el altar del sacrificio. Llegaré, me tumbaré sobre la cama hecha, el corazón oprimido y extraño, los ojos cerrados, el brazo derecho cruzado sobre el rostro en forma de ele.
Contémplenme aquí con el cabello recortado, sin sombra, la mentira apenas.
Mírenme, obsérvenme antes de cerrar los ojos de nuevo.
* “Trepa el actor a su cueva en San Juan”, Pasión del actor Barahona, Espectros de la calle Nueva York, Iván Carvajal.
Saturday, June 21, 2008
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